La algarabía ultraderechista de Camboriú y la lección francesa

La algarabía ultraderechista de Camboriú y la lección francesa

Por: Haroldo Dilla Alfonso | 10.07.2024
El boicot brutal al gobierno actual, la negativa total a reformar las peores aristas neoliberales del sistema, la propagación del miedo, la xenofobia, la amenaza a los derechos de las mujeres, son algunas de las manifestaciones del pulseo 'ultra' en la política nacional.

La reciente Conferencia de Acción Política Conservadora (CAPC) en Camboriú, Brasil, resulta en otra edición de reuniones de la ultraderecha mundial, monitoreadas desde la sede central en Maryland, Estados Unidos.

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En algunos sentidos es algo nuevo, pero en otros no. Y no lo es porque la ultraderecha ha estado aunando esfuerzos –hay que reconocerle persistencia y capacidades de coordinación- desde los mismos fines de la II Guerra Mundial.

Desde 1947 estuvieron articulándose en la llamada Sociedad de Mon Pelerín. Y sistemáticamente fueron elaborando una propuesta dirigida a restablecer el poder absoluto de las clases capitalistas que el keynesianismo redistributivo había erosionado en todo el mundo desarrollado occidental.

Aunque los contertulios de Mon Pelerin miraban a todo el orden social, centraron su atención en un modelo económico que restableciera -decían ellos- la libertad y la pujanza individualista frente al colectivismo del liberalismo “embridado” (tomo el término de Harvey) propio de la política keynesiana.

Retornaron al mundo liberal crudo, proclamando al mercado como el asignador de recursos por excelencia y a la propiedad privada como el espacio único donde se gestaría la libertad individual. La desigualdad aquí no era un problema, sino un aliciente para crecer, y solo este crecimiento produciría un derrame en beneficio de los de abajo.

Una cosa, sin embargo, era hacer una teoría y otra convertirla en política. Para esto último tuvo que pasar tiempo y múltiples mutaciones, a excepción de un lugar donde fue posible ensayar el modelo en su versión más cruda: Chile bajo la dictadura de Pinochet.

Si, como decía Marx, el capital llega al mundo bañado de lodo y sangre, el neoliberalismo lo hizo bajo el manto de una dictadura corrupta y criminal que asesinó a miles de personas y empobreció -desde todos los puntos de vista- a toda la sociedad.

El problema estriba en que el capitalismo no se puede reproducir a largo plazo sobre la base de un modelo individualista a ultranza apoyado en una dictadura militar. Y por ello requería una tenaza ideológica que no tuvo más remedio que buscar en el conservadurismo tradicional aggiornado: homofóbico, misógino, racista, xenófobo… justo lo que proveyó Jaime Guzmán en Chile.

Lo que ahora revalidan, con pasión de cruzados, los participantes del conclave de la CAPC en Camboriú.

Para honrar el buen gusto, habría que reconocer que existe una diferencia crucial y no casual, entre Mon Pelerín y Camboriú. Mon Pelertín poseía una densidad teórica sustancial. De acuerdo o no con ellos, habría que reconocer que reunir a Hayek, Misses, Lippman y Popper, entre otros, es un lujo. Eran personas con ideas, discutibles, pero ideas.

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Atesoro en mi librero The Road to Serfdom de Hayek como un brillante alegato de todo lo que no quiero que sea el mundo. Pero lo que la CAPC reúne es una escoria políticaTrump, Bannon, Bolsonaro y su interminable prole, Bukele, Kast, Abascal, Milei- en permanente competencia contra el buen gusto. Y así ha sido desde sus orígenes en los lejanos 70s del siglo pasado.

Repito: es una diferencia crucial, pero no casual. El deterioro de la membresía indica el deterioro del mismo proyecto. El neoliberalismo como patrón de acumulación dominante nos pone cada vez más al borde del suicidio como género humano.

Ya no quedan argumentos, sino una prosaica retórica del miedo, el egoísmo y la individualización del riesgo. Su proyecto es el moralismo conservador fundamentalista. Su modus operandi es el narcisismo sociópata de Milei. Los signos “ultras” de la política contemporánea señalizan la descomposición social que el neoliberalismo ha propiciado.

En Chile existió una manifestación por la izquierda con la llamada “lista del pueblo”, que se disolvió al calor de sus fracasos sostenidos para proponer algo nuevo a la sociedad. En la actualidad, el espectro ultra se ubica en los cuarteles políticos del Partido Republicano, en sus vástagos evangélicos y libertarios y en una parte de la derecha tradicional UDI/RN.

Tampoco han logrado proponer nada creíble, pero resultan funcionales al neoliberalismo chileno, que los sostienen, les financian y les ofrecen cómodos espacios públicos mediáticos.

El boicot brutal al gobierno actual, la negativa total a reformar las peores aristas neoliberales del sistema, la propagación del miedo, la xenofobia, la amenaza a los derechos de las mujeres, son algunas de las manifestaciones del pulseo 'ultra' en la política nacional.

La fuerza de los ultras chilenos no reside en sus propuestas (el resultado del segundo plebiscito constitucional es elocuente) sino en la debilidad del espectro progresista, desde el Partido Comunista hasta la Democracia Cristiana. Un amplio sector político que no ha aprendido a colocar las diferencias sectarias a un lado cuando se requiere derrotar a la derecha, a pesar de sus logros cuando lo ha conseguido.

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La experiencia francesa –donde la política siempre se empeña en mostrarnos los valores de una república democrática- nos indica un camino para evitar que los condotieros de Camboriú entren a La Moneda. La sociedad chilena, presente y futura, lo merece.

Autor de la columna: Haroldo Dilla Alfonso, Universidad Arturo Prat

Crédito de la foto: Agencia Uno/El Desconcierto