El fetiche del “octubrismo”
El mundo contemporáneo atraviesa por un momento de histeria conservadora. Algo similar sucedió en los 30's, con el surgimiento del fascismo en Europa, y en los 80's con la llamada 'nueva derecha' reaganista y thatcherista. En ambos casos, la oleada retrógrada se apoyó en la satanización de experiencias emancipatorias precedentes, liberales o radicales según el caso.
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El fascismo tuvo como referente negativo tanto a la insurgencia consejista en Europa central y oriental (motivación del llamado judeo/bolchevismo) como a la República de Weimar. La nueva derecha en tanto se propuso negar los legados culturales de los movimientos de protestas en 1968. En Chile, la derecha -cada vez cuesta más trabajo diferenciar una extrema derecha de una centro derecha- no ha encontrado mejor referente que lo que denomina el “octubrismo”.
Lo que un intelectual orgánico de este espectro político definía como “…un momento de catarsis social destructiva en que se legitimó que todos los límites normativos que hacen posibles la convivencia pacífica fueran pasados por encima”.
Seamos claros. El “octubrismo” no existe como dato sociológico. No hay nada que indique la existencia de una ideología “octubrista”, como tampoco un programa. Ni siquiera un discurso.
Si algo se pareció a ello fueron los exabruptos de la llamada “lista del Pueblo”, antes de que se extinguiera aquejada por sus propias inconsistencias. El “octubrismo” es un fetiche ideológico de la derecha.
Se trata de una alusión denigrante al potente movimiento de protestas que conmovió a todo Chile en octubre de 2019, designándolo como un accidente de minorías “violentistas” contra la mayoría de la ciudadanía. Es decir, la reducción de un proceso rico y complejo a uno de sus componentes: la violencia.
El “octubrismo” es la caricatura fraudulenta de Octubre de 2019. Es, por ende, su negación.
Sobre ello habría que hacer dos precisiones. La primera, que el llamado estallido social fue siempre desobediente e intenso, pero no fundamentalmente violento. Millones de personas en todo el país marcharon pacíficamente enarbolando consignas reivindicativas.
La abrumadora mayoría de los congregados en la Plaza Dignidad -como se le llamó entonces- no abogaban por derrocar al gobierno, o matar carabineros, sino por el derecho a una vida digna. Lo mismo hicieron los chilenos que marcharon por Santiago el 25 de octubre. Los “violentistas” eran minorías de dudosos orígenes que aprovecharon las circunstancias para compensar sus propias frustraciones con la violencia callejera. Diría que un intento de sanación política homeopática.
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La segunda precisión es el sentido que debemos darle a la violencia. La violencia no es solamente la que se ejerce de manera física y directa -la que usaban las minorías “violentistas” y los carabineros- sino también la que se ejerce de manera indirecta, cada día, mediante la marginación social, el discurso elitista y patriarcal y sus símbolos.
En este sentido el sistema neoliberal chileno y su corolario político -todos con un pie en la dictadura militar a la que la derecha no acaba de renunciar de forma convincente- es muy violento.
Ocurre, cuando se producen brechas abismales en los ingresos que permite opulencias insultantes a algunos pocos, pero a otros, las mayorías, obligan a vidas al borde de la sobrevivencia; cuando el acceso a los servicios sociales es muy desigual y muchas personas pobres mueren esperando un tratamiento médico; o cuando la corrupción de cuello blanco se paga con clases de moral y cívica y los robos para comer se pagan con la cárcel.
En este sentido, una manera de ver esta situación es como un continuo de violencia que se inicia con los mismos procesos de acumulación neoliberal y termina con las refriegas callejeras. Y se evitan, cuando las sociedades consiguen pactos basados en la equidad social, la transparencia y la democracia, justo lo opuesto a lo que el neoliberalismo nos expone día a día.
Nada más lejos de mi intención que glorificar la violencia que ocurrió en los días en que el perro “matapacos” era un símbolo de resistencia de una parte muy amplia de la ciudadanía. Las manifestaciones violentas que pulularon en las ciudades chilenas fueron entonces, y seguirían siendo hoy, un recurso extremo del que debiéramos siempre prescindir.
Pero urge entender las razones sociales y culturales por las que se produjeron y se pueden seguir produciendo. Y avanzar para eliminarlas, desde ambas veredas. La vocera del gobierno lo sintetizó en pocas palabras: "Si queremos que Chile progrese, no hay que olvidar las causas subyacentes del estallido".
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La contienda cultural de la izquierda, si en serio aspira a ser alternativa en esta situación densa y compleja, pasa por echar abajo el fetiche ideológico del “octubrismo” que la derecha manipula para negar los contenidos reivindicativos y de justicia social que movieron a millones de chilenos y chilenas que marcharon por las calles de nuestras ciudades. Octubre de 2019 es nuestro.