El destierro chileno y el golpe en Argentina
Buenos Aires, República Argentina, primeros minutos del miércoles 24 de marzo de 1976, hace exactamente 48 años, María Estela Martínez de Perón, presidenta constitucional, trepa al helicóptero presidencial junto a Julio Carlos González, su secretario privado; Rafael Luisi, oficial de ejército, jefe de su custodia; el teniente de fragata Antonio Diamante y dos pilotos de la Fuerza Aérea, con dirección a la residencia presidencial de Olivos.
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A los pocos minutos el piloto explica que la aeronave ha sufrido una avería y deben aterrizar de emergencia en Aeroparque. A las 3.10 horas, el general José Rogelio Villarreal le dice: “Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada”. Comenzaba el golpe de estado que causaría dolor a tantas familias criollas y también chilenas.
Desde nuestro propio golpe, por pasos fronterizos habilitados, o cruzando en mulas la cordillera de Los Andes, dirigentes sindicales, estudiantiles, y políticos de izquierda partieron al destierro a Argentina con el fin de salvar sus vidas. Preferían quedarse en ese país porque creían que la dictadura pinochetista duraría poco tiempo, y estarían más cerca para volver a su patria y continuar con las tareas pendientes. Los chilenos desterrados se instalaron en Capital Federal (hoy Ciudad Autónoma de Buenos Aires), Mendoza, San Juan, Bahía Blanca, Río Gallegos, entre muchas otras localidades.
Desde su llegada contaron con la solidaridad del gobierno peronista, de las autoridades provinciales, y de los Partidos Comunista y Socialista argentinos, que, conmovidos por la magnitud de las violaciones a los derechos humanos, hicieron lo que podían para ayudar a los chilenos. Con el paso del tiempo, los que llegaron solos se las arreglaron para que sus familias se trasladaran hasta esos lugares, y consiguieron empleos o ingresaron a alguna facultad con el fin de terminar sus estudios; logrando, de ese modo, que la vida en el destierro tuviera cierta normalidad.
La situación de un bienestar relativo terminó definitivamente ese día de marzo de 1976 cuando la viuda del general Juan Domingo Perón fue derrocada, aunque, desde antes los chilenos sentían temor porque la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) en colaboración con los servicios secretos, la Policía Federal y la Triple A argentina perseguían a los desterrados nacionales.
Por la persecución de los servicios secretos argentinos y la DINA, el 30 de septiembre de 1974, el general Carlos Prats, excomandante en jefe del Ejército y Sofía Cuthbert, su esposa, fueron asesinados en un atentado explosivo en el barrio de Palermo. Los autores eran agentes de la DINA con el beneplácito de la inteligencia argentina. Dos años después, en abril de 1976, Edgardo Enríquez, hermano de Miguel, integrante de la Comisión Política del MIR, fue detenido en Buenos Aires al salir de una reunión de la Junta Coordinadora Revolucionaria. Enríquez fue trasladado a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y enviado a Chile como un gran regalo para el general Manuel Contreras, jefe de la DINA.
No solo dirigentes importantes de la izquierda chilena o altas personalidades que habían colaborado con el gobierno de Salvador Allende sufrían la represión de los servicios secretos argentinos y la DINA chilena, como veremos a continuación.
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La familia de Patricia Salgado cuyo progenitor era profesor y dirigente del Partido Comunista en la zona sur poniente de Santiago, logra sortear la persecución y los allanamientos. A fines de 1973, en un auto CATA, el padre, la esposa y los tres hijos salen con destino a Buenos Aires. Allí, el profesor trabaja en las redes de apoyo al exilio chileno. Una tarde de mediados de 1974 va una reunión con sus compañeros y no regresa más.
Patricia, su hija mayor -que entonces tenía 14 años-, explica: “nunca había sentido tanto miedo y angustia como en el momento de la desaparición de mi papá”. Días después, acompaña a su madre a sacar unos documentos y ambas son detenidas por la Policía Federal. Las interrogan duramente sobre las actividades del esposo y padre. Pasan una noche en un calabozo, y al otro día las sueltan. Al ser liberadas el Partido Comunista Argentino, apresuradamente, las monta en un avión con destino a Lima para salvarles la vida. Finalmente se trasladan a la Unión Soviética.
Raúl Urrea (Ulín), gráfico de “El Siglo”, militante del Partido Comunista, arriba a Buenos Aires a comienzos de 1974. Enseguida consigue trabajo como fotógrafo de la revista “Nuestra Palabra” y del diario “La Calle”. Semanas después llegan su esposa y sus dos hijos. En la gran ciudad la familia tiene cierta normalidad luego de meses de sobresaltos. Pero, a mediados de julio de ese año, Urrea es detenido cuando fotografiaba una huelga de trabajadores metalúrgicos en el barrio Avellaneda.
Lo trasladan a un cuartel secreto donde sufre malos tratos y amenazas de muerte. Los agentes preguntan reiteradamente por Augusto Carmona, periodista del MIR y amigo suyo. Al ser liberado, inmediatamente, Urrea y su familia parten al exilio en la Unión Soviética, donde se instalan en la ciudad de Zaporozhie en Ucrania. Él murió hace un par de años. Hoy, en medio de la guerra, en la urbe ucraniana, permanecen su esposa, su hija y sus nietos.
En abril de 1976, Néstor Figueroa, un dirigente del Partido Socialista de Chile, que vivía con su familia en Bahía Blanca en la Provincia de Buenos Aires, le dice a su hijo Aníbal quien en ese momento tenía 15 años: “Moncho, si los militares entran a la casa, trata de quitarles la metralleta porque te van a matar igual”. Al poco tiempo, las autoridades federales les niegan la renovación de la visa y los amenazan con deportarlos a Chile si no salen inmediatamente de Argentina. Los Figueroa parten a una nueva etapa del destierro en Europa.
Como hemos visto el otro golpe, el del 24 de marzo de 1976, que cumplió exactamente hace una semana 48 años, no solo causo dolor y muerte a cientos de miles de argentinos, sino que fue un duro obstáculo que los exiliados chilenos debieron sortear. Algunos murieron allí. La gran mayoría debió salir de ese territorio y trasladarse a nuevas estaciones del destierro.
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Muchos recuerdan esos años con una sensación ambivalente: cierta alegría por estar en una país hermano cerca de la patria, y miedo a los servicios secretos argentinos, a la Triple A y a la DINA.