La vulnerabilidad de la agricultura chilena frente a las protestas en Europa
Junto al fin del verano, el año agrícola 2023-2024 entra en sus últimos meses, acelerándose las labores de cosecha y preparando los campos para los meses fríos que abren la nueva temporada. Una parte importante de la producción chilena de kiwis, manzanas, peras, uvas y berries, entre otros, tendrá como destino final los hogares de la Unión Europea (UE), donde los agricultores han protestado intensamente durante lo que va de año.
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Las manifestaciones, que han incluido el bloqueo de mercados, de autopistas y del centro de las mayores ciudades europeas, apuntan a la desigual competencia de precios a la que se enfrentan con los agricultores de otros países. La principal fuente de esta desigualdad, que ha concentrado las demandas, se encontraría en las normas ambientales que la UE ha impuesto a la agricultura en el marco de su Política Agrícola Común (PAC), particularmente tras la firma del Pacto Verde, que implica una significativa reducción en el uso de fertilizantes y pesticidas para el 2030, además de avanzar en la transición ecológica.
Asimismo, los agricultores han destacado que la producción en terceros países es más barata también por los menores salarios y las condiciones laborales más flexibles en la contratación de mano de obra agrícola.
En materia ambiental, tanto los gobiernos nacionales como la Unión Europea han acogido las demandas de los sindicatos agrícolas, implementando medidas de corto plazo como la reposición de subsidios inicialmente recortados, la simplificación de trámites administrativos y el retraso en la fecha meta para la reducción del uso de agroquímicos.
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El 26 de marzo se reunirá el Consejo de Agricultura y Pesca de la Unión Europea, y todo indica que se acordarán más medidas que aliviarán la regulación ambiental con el objetivo de acabar con la crisis antes del verano boreal. La reducción de los estándares ambientales en la producción agrícola europea es una mala noticia para todo el planeta. No obstante, los agricultores tienen un punto fuerte al señalar lo contradictorio de la política continental que, por un lado, busca incentivar la producción de alimentos en sus países, pero por otro, permite y facilita el comercio con países que están lejos de cumplir lo que a sus propios productores se les exige. Y cabe destacar que nuestro país ha sido apuntado como uno de esos países.
El pasado mes de diciembre la UE y Chile firmaron un acuerdo que actualiza y profundiza el Tratado de Libre Comercio vigente desde 2002, el cual no ha sido ratificado aún por el Parlamento Europeo, donde las presiones de los agricultores se harán sentir. La Unión Europea es el tercer destino más importante de las exportaciones chilenas, entre las cuales las frutas y verduras conforman el principal ítem, con el 38,5% del valor total.
Dentro del mercado de trabajo chileno la agricultura es una de las actividades con las peores condiciones: según datos del INE, durante el 2022, el 50% de los trabajadores agrícolas ganaba menos de $400.000, y un cuarto de los asalariados no tenía contrato de trabajo, proporción que aumenta entre mujeres y extranjeros. Además, en el trabajo agrícola es frecuente la ocurrencia de accidentes laborales y de trayecto, sobre todo durante el período de cosecha. La presencia de plaguicidas en niveles nocivos ha sido ampliamente documentada, especialmente en la fruticultura, advirtiéndose efectos tóxicos para la salud humana tanto de los trabajadores como de los consumidores.
Frente a las demandas de los agricultores europeos, y su amplia aceptación política, quedan expuestos los aspectos más problemáticos del modelo de desarrollo agrícola chileno, amenazando el futuro de las exportaciones hacia uno de nuestros principales socios comerciales. Y en esa línea, se hace especialmente delicada la situación de aquellos rubros donde los propios europeos son competidores, o donde otros países exportadores están ganando terreno, como Nueva Zelanda o Marruecos.
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Por eso, ante la inminencia de los cambios en la política agraria de la UE y en los acuerdos comerciales con Chile, el inicio del año agrícola simboliza una nueva oportunidad -quizás de las últimas- para ajustar también nuestro modelo de producción de alimentos y las políticas que lo regulan.