Apuntes sobre las catástrofes: A propósito de los penúltimos incendios en Chile

Apuntes sobre las catástrofes: A propósito de los penúltimos incendios en Chile

Por: Adolfo Estrella | 07.02.2024
Una “alianza de la buena gente” es imprescindible para reconstruir los vínculos, rearmar lo social y las solidaridades, rediseñar barrios y ciudades resistentes a los incendios y a otros desastres, recuperar confianzas y dejar de rumiar las ansiedades en solitario. Apostar, aunque cueste, por Rousseau más que por Hobbes y transformar el miedo en activismo y apoyo mutuo.

Ya nos lo habían advertido. Nada de lo que está sucediendo es repentino, incierto, poco probable, impensado o raro. Estos mega incendios, es decir, cuando se queman más de doscientas hectáreas, ya son habituales en todo el mundo.

Una combinación de circunstancias propicias crea la tormenta, de fuego, perfecta. Ya ha sucedido y sucede en California, Australia, Canadá, Rusia, la Amazonía… y seguirá sucediendo. “En la última década, los incendios forestales en Chile han consumido cerca de 1,7 millones de hectáreas. Esta cifra triplica la cantidad de territorio destruido por estos desastres durante la década anterior” (Scientific Reports)

[Te puede interesar] Reacciones de la prensa internacional por muerte de Sebastián Piñera: "Catastrófico"

El contexto es global pero los desencadenantes son locales. “El Titanic ha chocado ya con el iceberg y se está escorando perceptiblemente” afirma Ferrán Puig. No se puede prever el evento concreto que causa el desastre, pero la ciencia y el sentido común nos dice que, si aumentan las temperaturas (atribuible, en gran parte, al cambio climático), corre mucho viento, proliferan los monocultivos de pinos y eucaliptus resecos, se construyen viviendas en las cimas de los cerros (cerca o dentro de los mismos monocultivos) prevalecen intereses económicos voraces, pululan pirómanos descerebrados, hay ausencia de políticas públicas preventivas a la escala que los eventos potenciales requieren etc., las probabilidades de pasarlo mal son muy altas. “La naturaleza se encuentra asediada”, dice Jason Hickel. Si no conoce a Hickel, le aconsejo “guglearlo

Nada de lo vivido es “natural” o castigo divino, ni sólo efecto de acciones voluntarias. Todo, dentro de ciertos márgenes, era previsible, esperable, pensable y, por lo tanto -en alguna medida-, evitable. Estamos viviendo dentro del espacio de los colapsos posibles, mayores o menores, pero altamente probables. No todo lo posible es probable, pero cuando los desastres aumentan su probabilidad de ocurrencia tenemos que empezar a preocuparnos.

Toda catástrofe es la ruptura de algún tipo de continuidad. Es una “transición discontinua” con velocidad variable, desde algo más o menos bueno hacia algo más bien malo. Algo iba razonablemente bien y de pronto ya no va tan bien o, en realidad va muy mal. Nos tocó ser la generación que está viviendo, por causas antrópicas, uno de los momentos inestables en los sistemas naturales y sociales. El Antropoceno (la era geológica provocada por la acción humana) es esto: peligros, riesgos e incertidumbres. Entramos en la normalidad de la anormalidad.

El “efecto Séneca” (Ugo Bardi) nos dice que el crecimiento de los sistemas es lento pero el declive es rápido: un árbol tarda treinta años en crecer y media hora en ser consumido por las llamas. Un barrio en los cerros también. El esfuerzo de la naturaleza y el esfuerzo de las sociedades se destruye en poco tiempo. Si cree que exagero, mire los “reels”, las fotografías, los relatos de los supervivientes frente a sus casas destruidas en minutos.

[Te puede interesar] Sudán: alarmantes tasas de mortalidad y desesperada crisis de desnutrición en Darfur Norte

Créale a Mami Mizutori, responsable de la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres, cuando dice: “En los últimos 20 años, el número de desastres se ha duplicado y el 90% de ellos están relacionados con el cambio climático. La frecuencia e intensidad de fenómenos como huracanes, sequías, inundaciones, se está convirtiendo en una nueva normalidad”.

En los sistemas complejos, como son los sistemas sociales, falla una parte del engranaje y se expanden acciones y reacciones en cadena. Se acelera la “retroalimentación positiva” como la llaman los especialistas en teoría de sistemas. Los incendios interfirieron en las comunicaciones telefónicas y en Internet y sin comunicaciones en una sociedad “hiperconectada”, todo comienza a no funcionar y los efectos en cascada se aceleran. Eso es colapso. Se entiende, ¿no?

Nadie construye en los cerros de Viña del Mar o Quilpué, hacinados, con materiales ligeros, entremezclados con plantaciones de eucaliptus resecas, sin agua… porque le guste la visión del paisaje y el viento fresco del atardecer. Las desigualdades sociales acrecientan las catástrofes. Las sociedades desiguales producen más sufrimiento que las sociedades más igualitarias. Los pobres, los débiles, los viejos, los enfermos, los no competitivos, los perdedores del sistema, en definitiva, son, somos, carne de cañón y pasto de las llamas, literalmente. “Esta es una crisis de desigualdad, como cualquier otra”, dice Hickel, otra vez.

Hay que inventar y reinventar sociedades menos complejas, más autónomas, más autosuficientes, más igualitarias. Ni el Estado chileno y sus gobernantes, ni ningún otro, están preparados para lo que se avecina. Frente a las dimensiones de los desastres probables no existe respuesta, sólo desde arriba.

No queda más alternativa, si no queremos seguir siendo consumidos por las llamas del sistema, literal y figuradamente, que organizarnos en medio del descampado neoliberal y sus incendios y tragedias varias, antes y después de que ocurran. Tanto en la prevención como en las tareas de adaptación y curación de las quemaduras físicas y psicológicas. Eso ya está sucediendo.

[Te puede interesar] Ximena Rincón y Axel Kaiser lanzan teorías sobre origen de incendios y se llenan de críticas

Una “alianza de la buena gente” es imprescindible para reconstruir los vínculos, rearmar lo social y las solidaridades, rediseñar barrios y ciudades resistentes a los incendios y a otros desastres, recuperar confianzas y dejar de rumiar las ansiedades en solitario. Apostar, aunque cueste, por Rousseau más que por Hobbes y transformar el miedo en activismo y apoyo mutuo.

Colapsismo no es derrotismo, no es claudicación ni tampoco esperanza “naif”, indeterminada, en que algo o alguien, nos salvará. Es toma de conciencia de lo que sucede para actuar desde allí. La única esperanza válida es aquella “activa”, dice Joanna Macy. Colapsismo es “pesimismo lúcido”, realista y beligerante frente la naturalización de los fenómenos ambientales extremos, la ignorancia climática y, por supuesto, contra quienes nos han declarado la guerra.