La PAES y el espejismo de la movilidad social
Si hay algo que sabemos fehacientemente es que, en un sistema educativo tan desigual y segregado como el nuestro, los resultados en las pruebas estandarizadas son mayoritariamente expresión de esa desigualdad, la que históricamente se ha ordenado por nivel de pago (en las escuelas privadas) y por mecanismos de selección (en escuelas públicas). Y la Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES) de 2023 no es la excepción, por lo que nadie podría sorprenderse ni advertir un momento especialmente crítico.
Puntos más puntos menos, la noticia es siempre la misma. Los establecimientos privados, que concentran a la población estudiantil de los segmentos altos de la sociedad, son los que obtienen los mayores puntajes y ocupan masivamente los primeros lugares en el ranking anual de resultados de cada año. Se trata de establecimientos que seleccionan principalmente por capacidad económica y, consecuentemente, por una mayor disponibilidad de capital cultural, lo que equivale a una mayor escolaridad, educación universitaria y experiencias culturales y de mundo más amplias y diversas. En décadas, nada ha movido sustantivamente esa realidad.
Respecto de la educación pública, en el modelo selectivo existente antes de la Ley de Inclusión (2015), los altos puntajes en las distintas pruebas estandarizadas se concentraban prioritariamente en unos pocos colegios que seleccionaban mediante pruebas de admisión y antecedentes académicos. Mientras que desde la aprobación de dicha ley, dichos puntajes se han ido distribuyendo paulatina y aleatoriamente entre distintos establecimientos. Esto es, porque la selección concentra talentos (y estudiantes con condiciones mínimas de estudio, apoyo familiar, cierto capital cultural, etc.), excluyendo la diversidad real del país.
Por el contrario, la inclusión los distribuye transversalmente, no permitiendo que algunos colegios gocen de las ventajas selectivas. No es que con la introducción de la inclusión (que aún no completa un ciclo de 12 años) un determinado establecimiento deje repentinamente de ser bueno, sino que este expresa de manera más representativa la diversidad y la desigualdad existente en la sociedad chilena. Y con ello bajan tendencialmente los promedios generales, pero no necesariamente la cantidad de puntajes altos.
De hecho, una comuna con una educación pública mayoritaria como Santiago, aumentó de 8 a 18 los puntajes nacionales. Y el Instituto Nacional -foco de la crítica presente en los medios de comunicación por su baja en el ranking general- ha aumentado constantemente en los últimos años este tipo de puntajes: 3 en 2021 (PTU), 8 en 2022 y 15 en 2023 (Fuente: entrevista al Director de Educación de Santiago en Radio Cooperativa, jueves 04 de enero de 2024).
En concreto, la mayor cantidad de bajos puntajes que hoy se observan en un liceo que antes seleccionaba y que ahora no lo hace -o lo hace de manera más acotada- simplemente se encontraban antes en otros liceos y en otras comunas. Del mismo modo, quienes llegan a estos establecimientos con una buena base cultural, van a seguir obteniendo puntajes altos y no se verán perjudicados por la inclusión, tal como se muestra en la comuna antes mencionada, cuyo índice de vulnerabilidad ha aumentado significativamente en los últimos 8 años. No se trata entonces, de que, de un año a otro, se haya producido un cambio drástico en el nivel educativo entregado, sino que se ha repartido la dificultad de educar a segmentos que sistemáticamente han sido objeto de exclusión social y educativa.
Tampoco ha habido una modificación generalizada de puntajes en la educación pública que permita hablar de un deterioro mayor que el que ha tenido siempre en materia de rendimiento en pruebas estandarizadas. El problema de la desigualdad sigue estando allí, porque la condición social de pobreza y exclusión no se ha modificado, la situación de abandono de la educación pública sigue presente, y las diferencias con la educación privada aún son abismantes.
Seguir pidiendo puntajes altos para mantener el estatus de algunos colegios en el los rankings anuales, sin cambiar las condiciones de la educación pública y sin que importe lo que pase con los demás establecimientos, se parece más a una preocupación por mantener la imagen de la fachada de una casa, mientras esta se derrumba por dentro. Es la defensa del eterno corolario de una meritocracia excluyente, y no el fruto de un genuino interés por la educación pública.
Al mismo tiempo, la enseñanza media ya no juega el mismo rol que antes, porque el ingreso a la universidad es más universal y ya no requiere solo de buenos puntajes. Y, por otro lado, las profesiones liberales ya no generan por sí mismas la clásica movilidad social o bienestar económico. En los hechos, son más que nunca dependientes de la cuna y de las redes de poder, que cuando no existen, generan un fenómeno masivo de precariedad, inestabilidad laboral, bajos sueldos, escaso empleo formal, etc. El mito de la movilidad social presente con mucha fuerza hasta los años 60', que se daba en un contexto de baja escolaridad, definitivamente se cayó, quedando subsidiada simbólicamente en estas décadas por el mecanismo de selección de los liceos emblemáticos.
Exigir que los altos puntajes se vuelvan a concentrar en unos pocos colegios, expresa una falta de comprensión, inexcusable a estas alturas, acerca del problema real de la segregación educativa y de las lógicas de mercado de nuestro sistema educacional post-dictadura. Denota, a su vez, una ausencia total de voluntad para sincerar el estado de la educación pública, más allá de las ventajas comparativas de la exclusión; así como la indiferencia frente a la urgente necesidad de darle los apoyos que requiere y el impulso a los cambios que son indispensables.
Equiparar los recursos, mejorar la infraestructura, generar las condiciones adecuadas para el trabajo docente, terminar con el regresivo modelo de financiamiento vía voucher (de acuerdo a la asistencia promedio mensual), dotar de un proyecto educativo y un currículum integral y culturalmente pertinente, etc. parecen ser medidas más sensatas que volver al mismo lugar en el que hemos estado por décadas. Ese nostálgico reclamo solo ayuda a auto-complacerse con la excepcionalidad de ver a un par de colegios públicos en la cúspide de la pirámide de la desigualdad. Y sirve, a pesar de que las cosas sigan igual, para seguir creyendo en el espejismo de que en Chile hay un pequeño grupo de establecimientos especializados en generar movilidad social -asumiendo que los demás no- y que eso cambia en algo la situación de los sectores más empobrecidos.
Más que volver atrás, parece ser el momento de pensar de verdad en el sistema educativo público, en cuanto a su impotencia estratégica para el país, en su rol como parte esencial de la construcción de una sociedad democrática y como un mecanismo clave para avanzar en mayor justicia social.