Nuestro récord en fracasos constitucionales: Una oportunidad para repensar el orden social
Chile es un país de récords mundiales. Personajes como Gabriela Mistral, Diego Suarez o Alberto Larraguibel(1) demuestran que tanto en las artes como en las ciencias y en los deportes hemos logrado hazañas reconocidas internacionalmente por haber superado todas las marcas registradas anteriormente por la humanidad. De manera similar, en materia de procesos constituyentes hemos superado nuestros propios límites. Desde el domingo 17 de diciembre de este año podemos exhibir nuestra rareza de ser el único pueblo de todo el orbe que ha rechazado dos veces seguidas una constitución escrita en democracia, en menos de dos años.
Para ser más claros: no existen precedentes en la historia de ningún otro país que haya votado directa o indirectamente a los encargados de redactar la constitución y luego haya rechazado la propuesta que ellos le ofrecieron. Como se sabe, estos últimos procesos constitucionales fueron propuestos como salida a una profunda crisis, y ante su fracaso, el sistema político ha quedado vacío de ideas para hacerse cargo de ella.
En esta columna queremos plantear que, para engalanar nuestra galería de logros y récords mundiales con uno que supere a todos los demás en el mejor sentido de la palabra, hemos de partir haciéndonos cargo de que la cuestión societal que ha hecho crisis en Chile y el mundo desborda la discusión constitucional, e incluso las condiciones económicas actuales, y por lo tanto, necesitamos de nuevos enfoques intelectuales que permitan pensar en un orden social ternario con disposición a reconocer una esfera cultural autónoma, que se constituya sin la necesidad de una planificación centrada políticamente y evitando ser engullida por un mercado incontrolado.
¿Qué fue lo que comenzó a manifestarse en Chile en el año 2011, que ‘estalló’ en 2019 y que aún no se resuelve? Un malestar social que se expresó, por un lado, como frustración y sufrimiento por determinadas condiciones socioeconómicas prevalentes, pero que también tomó la forma de un llamado al reformismo político, a la exigencia ciudadana de redactar una nueva constitución en democracia. Con el tiempo, se ha hecho evidente que este malestar tenía asimismo una faceta cultural y existencial que poco se ha tomado en cuenta: un anhelo de dignidad y emancipación, de respeto y buen trato, de horizontes y sentidos de vida.
En ese sentido, el desafío rebasaba visiblemente a la discusión político-constitucional, stricto sensu, que fue la única alternativa ofrecida por el sistema político para el ‘procesamiento’ y ‘canalización’ de la crisis. En realidad, la coyuntura se trataba, bien vistas las cosas, de un llamado a revisar el orden social como un todo.
En el debate constitucional mismo –dentro y fuera de las comisiones que redactaron los textos entre 2021 y 2023— se tocaron conceptos o principios que tematizaban precisamente el asunto de fondo del orden social y sus subesferas. Una serie de columnas de diarios y sesiones de las convenciones constitucionales se concentraron en los méritos relativos de los principios de ‘subsidiariedad’ y del ‘Estado social y democrático de derecho’(2). Estos conceptos abren una conversación importantísima, que ya no dice relación con particularidades técnicas de los pasados borradores (por ejemplo, el diseño del sistema político), ni siquiera con el problema constitucional en su conjunto, sino que replantea todo el organismo social desde sus bases: la cuestión del trabajo, de la mujer, de la educación y mucho más.
Aquí tan solo podemos situar sociológicamente el problema y señalar algunas tendencias sociohistóricas de largo plazo que podrían orientar la conversación actual, post-proceso constitucional, cuando parece cundir una perceptible sensación de desorientación y hastío ciudadano.
La diferenciación social es una gran tesis descriptiva de la sociología que permite identificar, desde un ángulo estructural, lo propio o distintivo de la sociedad moderna. Del paso de las teocracias precristianas a las monarquías de la modernidad temprana, y de allí en más, se puede encontrar una tendencia de debilitamiento del monopolio del orden social en una autoridad central. Con el paso del tiempo, se van autonomizando las autoridades militar, judicial, política, religiosa, económica y cultural.
Aproximadamente desde el siglo XV en adelante el parlamento pone entre las cuerdas al rey, la disidencia religiosa lucha por su libertad de consciencia, las ciencias comienzan a autovalidarse según sus propios métodos y el arte adquiere una poderosa autoconsciencia de su propia dignidad. El Estado unitario y omniabarcante de antaño tuvo que ceder, la economía comercial e industrial se independizó y la cultura pudo afirmar una praxis de libre creación. El orden social unitario se presentó por de pronto bajo una forma binaria (Estado/sociedad), y finalmente ternaria (una vez que dentro de la ‘sociedad’, imaginada como ámbito extra-estatal, se puede diferenciar a su vez la vida económica de la vida cultural). Atendiendo al nuevo principio normativo subyacente a estos desarrollos, ninguna subesfera –política, económica o cultural— tenía poder de veto sobre las otras.
Son varias las doctrinas y trabajos intelectuales que articulan explícitamente las bases normativas de estas transformaciones. En la modernidad temprana, Johannes Althusius –padre del pensamiento federalista— defenderá la existencia de una multiplicidad de asociaciones o subunidades que el Estado (central) está llamado a respetar. De aquí en más, el pensamiento social destacará cada vez con mayor fuerza la necesidad de una autolimitación del principio estatal. Se suele en este punto citar la tradición liberal anglosajona, comenzando con las obras de John Locke y siguiendo con la defensa que hace Adam Ferguson de la ‘sociedad civil’. Pero la imagen de una sociedad compleja que ya no puede identificarse exclusivamente con lo político-estatal, la vemos articulada por doquier.
El título de la importante obra de Wilhelm von Humboldt de 1792 no requiere de mayores explicaciones: Los límites de la acción del Estado. El Estado solo ha de cumplir con tareas de seguridad –interna y externa— y de justicia, y más allá de encarnar la consciencia moderna de los derechos, no ha de procurar el bienestar físico y moral de la población. El Estado moderno no puede ser, como sí lo era en el pasado, una escuela de costumbres. Esto atentaría no solo contra la autonomía moral de los individuos, sino que también contra el principio de autonomización de las esferas sociales.
Schiller y Hölderlin prevenían contra estos excesos reivindicando el despliegue de una cultura libre que permitiera alcanzar el máximo potencial estético-expresivo del ser humano, mientras que Hegel distinguía claramente entre una esfera estatal y una esfera societal. Durante el siglo XIX, son autores de diversas afiliaciones intelectuales los que imaginan un orden social complejo donde lo estatal constituye tan solo una esfera entre otras, dejando atrás cualquier atisbo de orden social unitario: Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill, Alexander Herzen, Herbert Spencer, entre otros, y a través de ellos una serie de corrientes se proyectan hasta hoy.
Ahora bien, cuando la sociedad moderna se enfrenta a su primera gran crisis, con la así llamada ‘cuestión social’, a comienzos del siglo XX, el tamaño y radio de acción del Estado moderno tan solo aumenta en todo el bloque occidental. El Estado se vuelve interventor (economía), docente (cultura), etcétera. Todo esto es comprensible. El proyecto liberal decimonómico había demostrado su incapacidad para contener el sufrimiento social del grueso de la población.
Desde la década de 1830, como demuestra Karl Polanyi, Inglaterra exhibe la realidad de un mercado autorregulado, que traspasa con mucho su propia esfera de acción (la de producir, intercambiar y ofrecer bienes de consumo). ¿No debía el Estado volver a poner orden? Y sin embargo, esto contradecía en cierto modo un impulso moderno de más largo plazo hacia la diferenciación y la autonomización de las subesferas.
Lo que vino de allí en más fue la emergencia de un orden bipolar, en donde los poderes fácticos del mercado y del Estado se disputaban la supremacía social, con un énfasis de este último en el bloque soviético, y del primero en el mundo que lideraba Estados Unidos. Cuando los fascismos y socialismos reales decayeron, cuando incluso la pujanza del Estado de bienestar socialdemócrata europeo se debilitó (y con ello también el New Deal norteamericano), la posta la tomaron los así llamados neoliberales, un programa neolaissez faire en lo económico, autoritario en lo político y conservador en lo valórico. Y todo revirtió hacia una suerte de totalitarismo de mercado, ‘colonizando’ también el dominio de lo educativo y lo cultural.
Chile conoce mejor que nadie este nuevo predicado. Y es, por lo mismo, lamentable que en la discusión actual, que procura una salida al caos (malestar) que en este país se puso de manifiesto durante la segunda década de este siglo, no se enfrente con suficiente seriedad el problema de las relaciones que hemos de procurar forjar entre Estado, mercado y cultura. Tan solo se la tematiza, como ya advertíamos, en la discusión sobre ‘subsidiariedad’ y ‘Estado social’. De lo que se trata, nos parece, es de ahondar en estas categorías y en el problema de fondo hacia el que apuntan.
La subsidiariedad, ampliamente entendida (no como se la puede deducir del texto constitucional de 1980), promueve la idea de que la sociedad autogestione sus problemas tanto como pueda. No es sinónimo de la retirada del Estado a favor del Mercado, como sus críticos la caricaturizan. Asimismo, el Estado social y democrático de derecho no constituye una puerta de entrada a un socialismo real donde el aparto político monopoliza todo orden de actividad humana bajo una lógica igualitarista. Como aparece enunciado en los borradores de Nueva Constitución, esta categoría jurídica promueve el necesario desarrollo progresivo de derechos sociales, reconociendo espacios de cooperación entre instituciones públicas y privadas para lograr este objetivo.
Ambos conceptos, mal concebidos cuando se los presenta como antagónicos e irreconciliables, bien pueden ser conjugados armónicamente para lograr un espectro de normas que consolide vínculos sanos entre la esfera política, la económica y la cultural de nuestra sociedad. Pero esto solo se va a empezar a comprender (y hacer así plausible e institucionalizable) si es que somos capaces de re-imaginar el orden social ya no solo en términos binarios, sino que ternarios, haciendo lugar a una esfera social y cultural independiente de las lógicas políticas y comerciales (3).
Seguimos inadvertidamente utilizando, en pleno siglo XXI, un lenguaje de la Guerra Fría, perfectamente dicotómico, que puede ayudar a ciertos políticos profesionales a ganar elecciones, pero que no nos va a permitir superar el malestar y la crisis contemporánea, que si bien se nos presenta a primera vista como una crisis nacional, es en el fondo una crisis epocal.
Nuestro país refleja en forma muy nítida la situación social del presente: la tenaza Estado-mercado, unida por el mango, ahoga las fuerzas renovadoras de la cultura. Luego de décadas de fe en los milagros del mercado, sufrimos una conversión y pusimos todas nuestras esperanzas en un prodigio político. El excesivo énfasis que se le dio a la cuestión constitucional en tanto procedimiento formal, centralizado en representantes electos y planificado bajo una estructura poco flexible, terminó por ahogar las fuerzas espontáneas y renovadoras de la cultura, de la ciencia, de las artes, del periodismo, de las instituciones educativas, pero también de lo que en un sentido amplio podemos identificar como ‘sociedad civil’, el conjunto de organizaciones y asociaciones intermedias que tiene nuestra sociedad.
Pensemos en sindicatos, cooperativas, ONGs, organizaciones sin fines de lucro, escuelas, iglesias, asambleas ciudadanas, movimientos sociales, radios y museos comunitarios, revistas independientes. ¿No es evidente que esta sociedad civil, reclamando un ámbito de acción propio, es la fuerza que nos hace falta? ¿Cómo no recordar que fue precisamente esta sociedad civil la que consiguió con éxito el tránsito desde los regímenes autoritarios que se alzaban en Europa del Este, del Sur, y en América Latina durante las últimas décadas del siglo XX hacia la democracia? ¿cómo no tener a bien registrar que esta sociedad autogestionada ha frenado algunos de los programas globalizadores más salvajes de la Organización Mundial del Comercio? ¿Que ha permitido, con ideas renovadoras, una economía sustentable a escala local, sin por ello desentenderse del hecho de que vivimos insoslayablemente dentro de una economía mundial de la que nos tenemos que hacer responsables? ¿Que forma –todos los días en el mundo— colegios, fundaciones filantrópicas, medios de comunicación, organizaciones de voluntariado, populares? ¿Que, en fin, es desde su autonomía y vigor que se puede vislumbrar un potencial de resignificación de nuestras vidas? Bien visto, esta tercera fuerza se funda tan solo en el libre despliegue de capacidades humanas. ¿Cómo no querer salvaguardar esta libertad?
La medalla de oro en fracasos constitucionales no nos ha de desanimar, sino que más bien incitar a repensar con energía el enorme desafío que tenemos por delante. En su mayoría, los logros de nuestro pueblo surgen inesperadamente desde la esfera cultural, la que, a pesar de su vida enclaustrada y precaria, siempre ha sido capaz de imprimir a la existencia un sentido superior por el cual valga la pena vivir y quizás también de brindarle al ser humano una experiencia interior de libertad y de dignidad. La posta ahora la debe tomar la cultura, comenzando por renovar nuestra manera de pensar e imaginar lo social.
*Notas a pie
- Como se sabe, Gabriela Mistral fue la primera escritora latinoamericana en recibir un premio nobel de literatura. Diego Suarez es la persona con más corta edad que descubre un fósil paleontológico. Gracias al hallazgo de restos del “Chilesaurus Diegosuarezi” a sus siete años, revolucionó el estudio de la línea evolutiva de los dinosaurios. Albero Larraguibel junto a su caballo Huaso obtuvieron en 1948 el récord mundial de salto en equitación, con una marca de 2,47 metros sobre el suelo.
- En este y otros medios, han aparecido este año en particular interesantes columnas de Magdalena Ortega, Pablo Ortúzar, Pablo Soto Delgado, Jorge Jaraquemada, Cecilia Cifuentes, Javier Couso, Carlos Peña, entre otros.
- En tiempos recientes, Jürgen Habermas, Andrew Arato, Jean Cohen, Nicanor Perlas, John Galbraith, Daniel Bell, Michael Mann, Leslie Skair y otros han promovido la independencia de la sociedad civil ante el Estado y la red de empresas encargadas de las actividades comerciales e industriales. El primero, sin embargo, que propuso con toda claridad la idea de un ‘ternario social’ en el sentido que se habla aquí fue Rudolf Steiner en el año 1917, aún durante la Primera Guerra Mundial, idea que luego profundiza en su libro de 1919 Los puntos esenciales de la cuestión social.