En Contra 55,67%: El triunfo de la resignación
Vergonzoso. Dos procesos constituyentes fracasados por la misma miopía, la misma falta de cálculo, la misma carencia de sentido común. Sin embargo, la derrota de la vieja derecha (RN, UDI, Evópoli, y Republicanos), en este que era “su” proceso, puede dolerles y hasta poner un manto de incertidumbre sobre su prometedor futuro electoral (donde parecían no tener contrapesos), pero a la postre, para un sector conservador y neoliberal que en lo esencial solo quiere mantener el estado de las cosas (o regresarlo hasta la cavernas), tienen un precioso premio de consuelo: la constitución seguirá siendo la misma Carta Magna conservadora y neoliberal de Pinochet, su padre espiritual, escrita en piedra por su santo apóstol, Jaime Guzmán, el iluminado intelectual que creó este texto, a estas alturas, inmortal e indestructible.
La “victoria” de la izquierda es tan repulsiva que hasta se intentó hace unos días, con un patético cinismo, hacernos creer que el origen espurio de la Constitución ya se había subsanado, como si la fuente de su ilegitimidad (escrita en plena dictadura mientras se asesinaba y torturaba a mansalva) fuera simplemente una corrección a pie de página o una fe de erratas, y que, por lógica consecuencia, todo este tiempo por cambiarla hubiese sido un mero capricho estético.
Las únicas tres cosas que ganó la izquierda este domingo (y que, de todos modos, no son pocas), fueron evitar la devastación y humillación del sector, liberarse y diferenciarse definitivamente de aquellos derechistas camuflados (léase, Demócratas y Amarillos) y, sobre todo, ganar tiempo. Lograron poner en pausa el crecimiento exponencial de la ultraderecha que, envalentonados y seducidos por el triunfo de Javier Milei en Argentina y consternados por todas las encuestas que ya anunciaban la derrota de su texto constitucional, quisieron copiar el agresivo estilo del presidente argentino para insuflarle más energía a la campaña, trastabillando hasta tumbarse.
La desfachatez de Milei -alimentada y bendecida desde hace años por una prensa contestaria- está muy lejos de la idiosincrasia chilena donde todavía parece valorarse la buena conducta pública, la partidura al medio y los zapatos recién lustrados (y por contraste, el golpe maletero y el insulto en voz baja). Y aunque el hastío pueda ser mayoritario en Chile, no existe ni la misma descomposición social ni la misma crisis económica endémica, ni la misma corrupción estatal estructural que hay en Argentina. De hecho, que al ministro Montes se le intente destituir porque es “posible” que cometiera una “posible” omisión por unos días de una “posible” corrupción de la que él no participó ni se benefició, parecería una broma surrealista para los estándares trasandinos.
Pero no nos olvidemos. Pese a que el triunfo del “En contra” fue claro y categórico, hay un 44,24% del país que estaba dispuesto a establecer una constitución más pinochetista que la del 80. Fuera porque ese segmento de la población estaba “agotado” de la discusión constitucional (un agotamiento bien raro porque el debate por esta nueva constitución estuvo teñido por la indiferencia) o porque le convencía su contenido, la verdad es que todavía el que, a 50 años del golpe militar, haya un sólido grupo de chilenos que simpatizan tan claramente con el autoritarismo, es la peor derrota cultural de la centro izquierda.
Se hicieron tantos esfuerzos (con o sin razón) por mantener el status quo y no estirar la cuerda durante la transición que terminamos por hacer de Pinochet parte de nuestro ADN. Se le mantuvo como comandante en jefe del ejército, se le convirtió en senador vitalicio, se le defendió cuando fue detenido en Londres, se le dio funerales de Estado cuando murió, y no se atrevieron a reemplazar su constitución en 40 años, sino maquillarla con unas reformitas y poniéndole otra firma, ese artificioso acto de travestismo político que no convenció a nadie.
Y fue la derecha (sí, la derecha de Piñera) que, por desesperación, pragmatismo y sobrevivencia, decidió desmantelarla por un estallido social que parecía iba a tumbar a su gobierno. Y cómo no, la izquierda y la centro izquierda -de la más moderada a la más radical- lo arruinaron todo y confluyeron en una innumerable secuencia de garrafales errores (para que seguir enumerándolos) que nos tienen hoy -repito-, a 50 años del golpe militar, “celebrando” la revivificación de su texto constitucional.
Hace unos días, ayudaba a mi hijo de 10 años con su tarea escolar. La historia de Francia comienza -en esta primera aproximación a la historia en la educación pública- con los intentos primigenios del rey Louis XVI por sobrevivir ante el desbande popular por la hambruna frente los privilegios de la nobleza y el clero, que no pagaban impuestos, y las bacanales frecuentes del monarca. Todo esto derivó en la Revolución Francesa pasando desde la monarquía absoluta a la monarquía constitucional hasta la proclamación de la primera República y la decapitación del rey. Por supuesto, que lo que siguió es mucho más complejo, pero la guillotina fue un punto de inflexión.
El problema en Chile es que nunca “decapitamos” a Pinochet. Lo hemos protegido hasta después de su muerte. No digo que había que decapitarlo físicamente, pero nunca hicimos justicia, ni lo condenamos, ni lo tuvimos en prisión, no marcamos ese punto de inflexión. No lo enjuiciamos como los argentinos a Videla. “Aquellos que ayer exigían la cabeza del tirano, ahora se contentan con verlo mejor peinado” como escribió el escritor Sergio Pesutic, premonitoriamente a fines de los 80. Y no hemos sido capaces de limpiarnos de su legado y ahora nos vimos obligados a defenderlo para no sufrir un destino peor.
Para los chilenos que vivimos fuera de Chile, el voto es voluntario. Por lo que nada podía convocarme menos que ir a reivindicar la constitución vigente. El local de votación en París no queda realmente en París, sino que en Neully-sur-Seine, en la periferia de la capital, a 45 minutos de mi casa en metro. Así que, a diferencia de los últimos sufragios, pensé no participar, pero no hay mejor movilizador que el miedo. Aunque no viva en Chile, nada podía resultarme más lamentable que todo este largo periplo tuviera un desenlace peor que el existente.
El local electoral es un liceo privado español llamado Luis Buñuel. Así que no encontré nada mejor que releer durante el trayecto uno de mis libros favoritos de la historia del cine, “Mi último suspiro”, una especie de autobiografía de Luis Buñuel, que, en realidad, es más una conversación con Jean-Claude Carrière, amigo y guionista de muchas de sus películas, que ofició de escritor fantasma. Son unas memorias graciosísimas, pero el segmento que se refiere a la República Española y la guerra civil está teñido por la melancolía. “Repito que no doy aquí más que una impresión personal, una entre millones, pero creo que corresponde a la de cierto número de hombres que en aquellos momentos se hallaban situados a la izquierda. Predominaban, ante todo, la inseguridad y la confusión, agravadas por nuestras luchas internas y la fricción de las tendencias, pese a la amenaza fascista que teníamos delante. Veía un viejo sueño realizado ante mis ojos y no encontraba en él más que una cierta tristeza” decía Buñuel, antes de relatar la muerte de su amigo, el poeta y dramaturgo Federico García Lorca, fusilado justo al inicio de la guerra civil.
Tuvimos ante nuestros ojos un viejo sueño realizado, la oportunidad de volcar la historia, de librarnos definitivamente de la sombra de la dictadura, y la perdimos, quizás hasta cuándo. No nos queda más que resignarnos, no nos queda más que una cierta tristeza.