Partidos y movimientos sociales: Sinergias y fracasos desde la izquierda
Las fuertes movilizaciones sociales a lo largo de la segunda década del presente siglo fueron interpretadas por sectores de la izquierda como crisis de la relación entre élites, instituciones y sociedad. Esta crisis del sistema exigía cambiar radicalmente las reglas del juego y las instituciones en que estaba sustentado. Se trataba de sustituir el modelo económico y político. No obstante, el estallido social, el fracaso del primer proceso constituyente, la alta volatilidad que está mostrando el electorado y el fuerte retroceso para las propuestas de transformaciones que representa el proyecto de nueva constitución sugiere la hipótesis de que esa mirada subestimaba la gravedad y profundidad de la crisis.
En efecto, el problema que se enfrentaba, como sostiene Manuel Antonio Garretón, era el “vaciamiento o descentramiento de la política”, asociado a que las transformaciones económicas y tecnológicas han desagregado a los grandes conglomerados sociales segmentándolos y atomizándolos en grupos de intereses, “debilitando el papel del Estado en la solución de los problemas concretos de la gente, de modo que se hace más difícil la expresión de proyectos políticos comunes”.
Sectores amplios de la izquierda depositaron sus esperanzas en los movimientos sociales por considerarlos genuinos representantes de la sociedad y como portadores de propuestas políticas que, por haber nacido de las demandas sociales, permitirían transformar el país. Se centró la atención en la pregunta de cómo reconectar a los partidos con los movimientos sociales en circunstancias que los propios movimientos sociales aparecían poco conectados con los sectores que creían representar y más todavía con la sociedad desestructurada, fragmentada y desencantada con la política. El fracaso del primer proceso constituyente echó un manto de duda respecto de las potencialidades de los movimientos sociales de articular un proyecto nacional.
Se hace, por tanto, necesario poner en el centro del debate político la forma cómo la sociedad se relaciona con el sistema político, en particular, cómo las propuestas de transformación que impulsan los movimientos sociales y partidos se articulan con las preocupaciones cotidianas de la población.
Se ha sugerido que el estallido social representa la culminación del proceso de movilizaciones entre 2006 y la segunda década del presente siglo. Aunque existe una continuidad entre las movilizaciones anteriores y el estallido social, un análisis más detenido deja en evidencia diferencias sustanciales en al menos algunos casos.
Sofía Donoso analiza la manera como el movimiento estudiantil forjó la agenda política. La autora muestra cómo el movimiento cambió a partir de su interacción con la esfera institucional, generándose una elaboración estratégica concebida como un proceso en que las respuestas del establishment político al movimiento incidieron en la formulación de peticiones y las tácticas empleadas.
Donoso concluye que la acumulación de experiencias del movimiento estudiantil motivó el empleo concurrente de estrategias desde fuera de las instituciones existentes, a través del uso de protestas y empujando reformas desde dentro de las instituciones políticas o a través de métodos, como el lobby. Lo indicado, no significa que esta combinación de estrategias esté libre de contradicciones y conflictos. La misma autora en otro artículo muestra cómo el Frente Amplio sufrió una grave división cuando frente al estallido, sus principales dirigentes, en particular Gabriel Boric, firmaron el Acuerdo por la Paz del 15 de noviembre de 2019.
El estallido social exhibe características diferentes. La politóloga Nadia Urbinati propone distinguir la noción de “estallido” del concepto de “conflicto”. Cuando hay conflictos, las organizaciones que desarrollan las protestas tienen representaciones capaces de operar no solo por fuera, sino también por dentro de las instituciones, razón por la cual muchos de sus movimientos son también calculados”. El estallido, por el contrario, tiene que ver con el desdibujamiento de las organizaciones clásicas con las que contaban para rebelarse frente a “los pocos”, con lo que la movilización social deriva en “que se vayan todos”, generando gran conmoción, pero solo excepcionalmente procesos políticos con consecuencias permanentes.
El estallido fue detonado por un aumento de la tarifa de transporte público de 30 pesos que generó reacciones espontáneas, principalmente desde el movimiento estudiantil, pero movilizó a un gran número de individuos que desarrollaron acciones violentas en contra de la infraestructura pública y privada. La multiplicidad de reclamos hizo difícil para los analistas identificar la dirección de las protestas, aún cuando su discurso se dirigió contra todos los partidos, incluidos el PC y el propio FA, que había surgido de las movilizaciones estudiantiles.
El discurso anti-partidos y anti-sistema hizo que las principales caras (no líderes) del estallido se manifestaran en contra del Acuerdo por la Paz del 15 de noviembre de 2019, por considerar que constituía una maniobra del establishment para obstaculizar la protesta, pese a que abrió la posibilidad de elaborar democráticamente una nueva constitución. Este espíritu estuvo también presente en algunos cabildos autoconvocados que, pese a aunar solo algunos miles de personas, consideraban que su opinión representaba la legítima voluntad popular. Esto se proyectó hacia el proceso constituyente.
La Convención Constituyente tuvo -quizás- como principal virtud la incorporación de numerosas personas y grupos que hasta entonces no participaban en el proceso político, alcanzando en conjunto una participación de 41,9% de los escaños. Lamentablemente, esa fue también su principal debilidad. Esa fuerza carecía de proyecto político conjunto; incluso al interior de los distintos grupos, sus integrantes no se conocían entre sí y menos habían construido las bases políticas para la acción colectiva. Su capacidad de veto generó un tipo de negociaciones que culminó en un texto que, si bien abordaba los grandes temas y enfocaba al país en los desafíos del futuro, abrió múltiples frentes de ataque y no pudo convocar a la mayoría ciudadana. La baja representación política de los partidos de izquierda y centroizquierda, su alta fragmentación y los graves problemas de legitimidad tuvieron como consecuencia la imposibilidad de articularse y de aunar al mundo de independientes.
Pero esto no explica el fracaso. Tampoco la campaña abusiva que desarrolló la derecha. Hoy, al menos tres dimensiones deben ser repensadas. La primera, tiene que ver con una comprensión insuficiente de lo que ha de entenderse por movimiento social. En efecto, la preocupación dominante por la transformación social y el rol vital asignado a los movimientos sociales en generar impulsos por cambiar la sociedad, llevó a la izquierda a suponer que –en contraste con la creciente desvinculación de los partidos con la sociedad– los movimientos sociales debían ser leídos como “la” expresión genuina de los deseos de la población. Se perdió de vista que los movimientos sociales representaban una propuesta entre otras, que compiten por representar a los grupos sociales interesados. El análisis de los diferentes movimientos sociales dejaba en evidencia la existencia de múltiples corrientes, con frecuencia involucrados en complicadas disputas. El fuerte contenido ideológico de muchos de ellos ha tenido como consecuencia un distanciamiento respecto de sus presuntos representados.
La segunda se refiere al debate sobre como los diversos movimientos sociales se articulan para conformar un proyecto que aspire a constituirse en mayoritario. Las dificultades que han existido para lograrlo sugieren la necesidad de volver a la tradicional discusión sobre la relación entre movimientos y partidos. Parece claro que el mecanismo que, tradicionalmente asignó un papel decisivo a los partidos, donde los movimientos sociales con frecuencia no eran mucho más que correas de transmisión de las decisiones tomadas al interior de las tiendas, es difícil y poco deseable que se reinstalen. No obstante, la experiencia reciente parece decir que no será posible construir un proyecto que permita la convergencia entre las diferentes corrientes de lo popular sin la transformación de los partidos y la recuperación de su rol articulador.
La tercera dimensión es la que se deriva del rol decisivo que jugaron en el Plebiscito de septiembre de 2022 cuatro millones y medio de electores que nunca o con poca frecuencia habían ejercido su derecho a voto. Se trata de más de un tercio de la población con derecho a sufragio que no tiene interés en la vida política, que no participa de movimientos sociales, ni se involucra en acciones colectivas. El voto obligatorio y el alto costo de la sanción -en caso de no votar- llevó a este “mundo” a involucrarse en el plebiscito. Mientras la derecha utilizó los medios de comunicación para llegar a estos sectores y conectar con sus miradas, la izquierda se vio sorprendida y no logró conectar con esos grupos. Repentinamente la sociedad “silenciosa” se hacía presente y la izquierda carecía de mecanismos para vincularse con ella. Su relación con los movimientos sociales no era un medio suficiente ni adecuado para vincularse con esos sectores.
Indagar en estos debates prometería explicar el fracaso, pero sobre todo poder analizar y proyectar, tal vez, un futuro triunfo para la izquierda.