El Asesino de Fincher: Estética de la audiovisión y el valor político de lo imperceptible
La vida de un francotirador está determinada por el ritmo de su corazón y su gran desafío es crear un instante de quietud y desafección, en un universo de variación. El Asesino aborda la dificultad de volvernos imperceptibles y nos involucra en una atmósfera vigilante e impersonal, donde todo puede transformarse en un error mortal. Utilizando el sonido como protagonista, Fincher intensifica nuestra percepción de lo no humano y lo visceral, en un bucle procedimental de municiones, fusiles, silenciadores, respiraciones y palpitaciones. Aquí lo sonoro no complementa la imagen sino que la crea. En términos narrativos, la película es predecible y plana en diálogos, pero es consistente al resaltar la necesidad de la opacidad en cualquier ejercicio de dominación, como la imposibilidad de los dominantes de volverse completamente intocables.
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A diferencia de la imagen visual que produce posiciones en el espacio y distancias objetivas entre unidades, la imagen sonora siempre implica interferencias, desplazamientos, agitaciones y sombra: si tiene la potencia de crear inmovilidad, lo hará a partir de la repetición homogénea; como un sonido ambiental que al sostenerse en el tiempo se nos hace imperceptible. En esta misma lógica de unificación, un francotirador entiende que para crear quietud, debe repetir un hábito en un bucle mecánico. Al ingresar a una rítmica de aplanamiento, el personaje principal se despersonaliza para fundirse en el aparato técnico: el fusil no prolonga al humano sino al revés, su cuerpo está siendo modulado por el arma y por el objetivo. En este sentido, la “falta de empatía” no es precisamente una menor cantidad de emociones, sino que embotamiento por reproductibilidad. Ante todo, el francotirador vive y crea tedio para sí mismo.
Volverse invisible no conlleva desaparecer sino que camuflarse; no es una lógica de presencia/ausencia sino que de indiscernibilidad. El asesino se viste de turista alemán para confundirse con la masa y si es que es visto, al menos no es distinguido. Ante todo, invisibilidad es un modo de expresión y no de acción. Los francotiradores entrenan un tipo de memoria de contracción, que facilita el automatismo, para reducir las dificultades de las exigencias de la materia en el presente. Ese tedio se contrae para intensificarlo en la acción directa. El diálogo es consistente al funcionar de manera plana y tediosa: “Respeta el plan. Anticípate, no improvises. No confíes en nadie. Jamás cedas ventaja. Pelea solo la batalla que te pagaron”. En el uso del color, mantiene un esquema monocromático de gris, azul y naranjo, como es usual en la mayoría de las películas de Fincher y el director produce momentos de rapidez, donde la imagen está guiada por puntuaciones sonoras que marcan los momentos narrativos.
El primer giro argumentativo sucede cuando el personaje de Michael Fassbender fracasa en su misión y sus empleadores intentan matarlo. El film deja claro que en realidad, ellos se van a convertir en el blanco. Cuando comete el error, no se culpa, no rumea ni se autocastiga. No reflexiona sobre sí mismo ni se comporta como un neurótico. Al tomar conciencia de su equivocación, dice la primera palabra del guión que no es interna: “Fuck”, y sigue adelante con su plan. La transformación exterior es mínima y su gestualidad sigue siendo escueta.
Si bien el argumento del asesino a sueldo que mata a su empleador o se venga de quien lo contrata ya es conocido en el cine clásico, como en películas de espías, lo que quiere probar El Asesino es un punto muy diferente a la simple venganza personal: “Vine a mostrarle lo fácil que es llegar a usted, Mr. Claybourne”. Este punto es muy potente como acto de “honestidad frente al poder”, ya que el peón le revela al amo que no es intocable. Es un “fuera de escena” de la ilusión de quien detenta la dominación y crea distancia para blindarse ante cualquier amenaza y no contagiarse de los subalternos. Al igual que un francotirador, quien domina debe ver a sus dominados como una masa homogénea y evitar hacer distinciones.
En este momento, se inaugura el mayor miedo de quien ejerce dominación: que sus subalternos estén conspirando a sus espaldas, que quien quiera matarlo, pueda ingresar a su intimidad silenciosamente y no dejar huella. Destinado a esta tragedia opaca, tendrá vivir intranquilo, botando el líquido de todos los vasos, mirando detrás de su espalda y durmiendo con un ojo semi abierto. En este acto, el protagonista vuelca su odio secreto en sadismo: al comunicarle lo que eventualmente le va a pasar, crea una angustia que cae sobre todo el cuerpo de su cliente.
A diferencia de empleadores sádicos y dramáticos, que vemos en películas de espías como James Bond, Claybourne parece un profesor universitario o un psicólogo de RRHH dando feedback. Cuando el francotirador lo encara, él explica: “Después del incidente me dijeron que las cosas no habían salido bien, y mi respuesta fue: nadie es perfecto (…) me dijeron que en este raro caso, contrate un seguro”. En este lenguaje que neutraliza la afección, “seguro” significa asesinar al francotirador y a su familia.
En este sentido, Fincher logra retratar cómo la crueldad se justifica a través de una racionalidad empresarial y de qué manera el poder puede ser corrompido utilizando sus propias estrategias de invisibilización. Sin necesitar de pompa, insignia o ceremonia, las formas de dominación actual se ocultan en procedimientos y modelos de gestión. Al carecer de diálogo, El asesino nos muestra un punto importante: la opacidad no se constituye solo con actos de lenguaje sino con una extensa gama de prácticas a pequeña escala. Si para los dominados puede constituir el trabajo mal hecho, la evasión de responsabilidad, el boicot, el envenenamiento; para las élites, el soborno, los privilegios secretos y el uso de asesinos a sueldo.