Amarillos por Chile y la kastitución
Una vez más, Amarillos nos sorprende al respaldar el proyecto de la nueva constitución. Los Demócratas no se quedaron atrás y se sumaron a la causa. Ambos grupos forman una extraña criatura: la “centroizquierda de derecha”, una orientación política que hunde sus raíces en los autocomplacientes de la Concertación, pero que nació en respuesta al estallido del 19.
Regresemos en el tiempo. Es oportuno recordar que, días antes de la revuelta, Piñera pintó a nuestro país como un oasis apacible en medio del caos latinoamericano. La élite vivía enclaustrada, no solo en barrios exclusivos, sino también en términos psicológicos. Su manera de lidiar con el malestar cívico, que de vez en cuando emergía, era evadirlo. De ahí que la reacción inmediata al 18-O se resuma en una palabra: conmoción. Fue una confrontación con sus propios demonios reprimidos.
A partir de aquel día, algo cambió para siempre, aunque no sepamos con certeza qué fue. Al igual que en la etapa inicial de un duelo, imperó una actitud de negación. No se trató de una auténtica revuelta popular, sino de una conspiración, decían. Anarquistas, comunistas, castrochavistas. Se insinuó alguna ligazón con rusos, chinos o incluso iraníes. No hay dudas: fueron los narcos. Cecilia Morel se queda con la frase para el bronce: “esto es como una invasión alienígena”.
En medio del nerviosismo, la élite política y empresarial apenas conseguía hilvanar una que otra frase con sentido. En eso, y arrastrados por el instinto de supervivencia, cedieron la Constitución de 1980, sin exigir casi nada a cambio. Lo que sucedió a continuación se conoce: triunfo de los independientes y derrota estrepitosa de las derechas, que quedaron reducidas al mínimo en la Convención del 22.
El conservadurismo comenzó su proceso de reajuste. Pero el descrédito ciudadano era tan profundo que su estrategia se centró en la creación de un nuevo colectivo al que delegar su voz. A pesar de la escasez de referentes, destacaba la figura de Cristián Warnken, un promotor cultural metido a escritor (y sobrino de Enrique Lihn). Su currículum era sólido: crítico del feminismo, exponente del arte de “condenar la violencia” y objeto de funas virtuales y callejeras. Había superado los rituales de iniciación para obtener membresía en el clan.
Warnken recogió la estética amarilla, que con escaso éxito intentaran popularizar Sichel y Briones durante sus campañas presidenciales. El poeta Warnken, más creativo, persuadió a las audiencias de que el amarillo era el color de la tolerancia, en contraste con el rojo violento y jacobino. Sentado en su escritorio, su capacidad de inventiva carecía de límites. Los Amarillos no tenían de qué avergonzarse; de hecho, eran herederos de una noble tradición que reunía a figuras a tan ilustres como Sócrates, Erasmo de Rotterdam, Michel de Montaigne, Andrés Bello y Mahatma Gandhi (!).
El partido Amarillos se presentó como crítico de la política partisana y defensor de la moderación. Todo esto, en contraste con el estilo tremendista de Warnken, quien aseguraba que la nueva constitución era totalitaria, populista, posmoderna, bolivariana, barroca, pachamámica, etcétera.
Aunque casi nulo en reflexiones políticas, el señor Warnken destacó por su destreza para presentar ideas persuasivas. Se convirtió así en el escribano oficial de la restauración conservadora. Sus cartas públicas contaron con la firma de numerosos “ex”: en su mayoría políticos y empresarios que habían gozado de años de gloria y ahora temían la “cesantía histórica”, para emplear una expresión de Gabriel Salazar.
Cuando el texto de la Convención se rechazó en el plebiscito, los Amarillos se inflaron como sapos y aseguraron ser la voz de las mayorías silenciosas. A pesar de no haber ganado siquiera un voto en las urnas, desempeñaron un papel crucial en las mesas de negociación para un nuevo proceso constitucional. Allí, abogaron por la creación de una Carta Magna a cargo solo de personas designadas por los partidos. Esta idea imposible, de todos modos, inclinó la balanza y culminó en el acuerdo de un órgano mixto, compuesto por “expertos” y consejeros electos.
Y así concluye la intervención de los Amarillos, al declararse a favor del texto ultramontano que redactaron los republicanos. Lo hicieron esgrimiendo razones inverosímiles: ampliación de derechos sociales y de las mujeres, el reconocimiento de los pueblos indígenas y la promoción del cuidado al medioambiente, entre otros aspectos.
Los analistas insisten en que la crisis chilena se refleja en la proliferación de extremos, pero quizá sea en el centro político (cualquiera que sea su significado) donde se hace más notoria. Amarillos parecen encarnar uno de esos “fenómenos morbosos” de los que hablaba Antonio Gramsci. Se autodenominan progresistas, pero odian a las izquierdas; demócratas, aunque les causa alergia el populacho; laicos y cómodos con el integrismo religioso. En resumen, la moneda “centroizquierda” se cancela por inflación retórica: hoy significa todo y nada a la vez.