Sin piratería no hay investigación: La deuda de la ciencia con Alexandra Elbakyan (Parte 1)
Hoy está de cumpleaños Alexandra Elbakyan, activista perseguida y fundadora de Sci-Hub: base de datos que recopila más de 84 millones de publicaciones académicas, para disponerlas gratuitamente a investigadores. Pero, mientras es demandada y hostigada, el oligopolio de las revistas académicas crece y se refuerzan las legislaciones en materia de propiedad intelectual en el mundo.
Y es en esa línea que Hollywood invierte millones de dólares para ensalzar la lógica de la academia de “genios” con películas como Oppenheimer, en tanto investigadores “corrientes” o “et al.”, viven a diario una abusiva y normalizada red de mecanismos de acumulación por desposesión, precarización laboral y privatización de los sistemas de formación.
Por ello, en esta columna, pondré en contexto el surgimiento de Sci-Hub para dar cuenta de por qué, sin esta iniciativa, no existirían las carreras de miles de investigadores.
El robo es el motor de la ciencia.
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Llevo más de 5 años documentando e investigando la “vida académica” y aún me sorprenden las múltiples iniciativas de colaboración y solidaridad que surgen entre investigadores, en un ambiente que incentiva la competencia individualista por reconocimiento, la precarización laboral, el abuso de poder y distintas formas de alienación intelectual. Todavía existen estrategias de normalización que justifican el perverso y lucrativo negocio de las editoriales académicas, utilizando tácticas de manipulación psicológica basadas en promesas de honor y estatus.
Ahora bien, para entender la importancia de Alexandra Elbakyan para la comunidad científica, es necesario hacer un contexto de este problema y de su escala mundial.
Invertir en la industria de las publicaciones científicas es el sueño de todo capitalista: las y los investigadores no cobran por su trabajo y ceden sus derechos de autor, las revistas tienen la exclusividad de los artículos que publican y, en promedio, quienes quieran leerlos tienen que pagar al menos 30 dólares por artículo. Las tareas de evaluación son realizadas por consejos editoriales que tampoco cobran por su trabajo y las publicaciones son bienes públicos excluyentes, llamados bienes franquicia, cuyo uso es pagado por un tercero (Fuller, 2017; Schartz, 2017; Potts, 2016 en Luchilo, 2019).
Hoy en día ni siquiera tienen que imprimir ejemplares físicos: venden un producto casi gratuito con exclusividad de acceso. Los Estados tienen que financiar a estas editoriales por normativa y las universidades necesitan estándares de “excelencia académica”, basados en métricas de productividad y publicación en revistas indexadas. Si bien este modelo comprende cientos de editoriales, hoy sólo cinco controlan más de la mitad del mercado: Reed-Elsevier (Países Bajos), SAGE (USA), Springer (Alemania), Taylor & Francis (UK) y Wiley-Blackwell (UK). Debido a que son un oligopolio, pueden fijar precios y tener prácticas de ocultamiento de información. Según The Economist, Elsevier obtuvo 1.100 millones de dólares de ganancias en 2010, con un margen del 36%, superior a Apple y Google.
Proliferando virulentamente, este sistema ha generado una bola de nieve de malas prácticas: empresas que se dedican a comprar publicaciones y a revenderlas a grandes editoriales científicas, revistas que publican contenido fraudulento a cambio de dinero, compañías que fabrican estudios falsos, e investigadores que plagian a otros para adjudicarse premios.
En este contexto de obsceno capitalismo, Alexandra Elbakyan comienza a pensar en Sci-Hub el año 2011, al aprender a saltarse los muros de pago para poder acceder a las publicaciones. Su motivación no es solamente utilitaria, sino que también ideológica: para ella el conocimiento no puede ser un commodity. Al igual que en otras industrias como la musical, para Elbakyan los derechos de autor se crean para supuestamente recompensar a las personas, pero terminan siendo su medio de explotación. Con una demanda ganada por Elsevier en 2015 y con un Departamento de Justicia de Estados Unidos que la persigue; Alexandra vive hoy en confinamiento por temor a ser arrestada y extraditada a Estados Unidos. El referente de esta persecución es el activista Aaron Swartz, que fue arrestado por cargos similares en 2011 después de descargar en masa documentos académicos del MIT y frente a una posible pena de 35 años de cárcel, se suicida en prisión.
A falta de una medición que nos permita entender la escala y profundidad del daño que le ha hecho la privatización del conocimiento a la ciencia, la institucionalidad no puede seguir negando que la producción de conocimiento se ha convertido en un ejemplo de la explotación laboral contemporánea y que la crisis que sufren las universidades tiene una importante raíz en su sujeción a las lógicas oligopólicas de conglomerados empresariales. A nivel cultural, la privatización del conocimiento ha fomentado un espíritu cínico, una noción de éxito asociada a la medición cuantitativa y competitiva entre individuos. Y a pesar de estas condiciones estructurales, la academia está llena de micro resistencias y de iniciativas comunitarias, donde prima la colaboración y la solidaridad.
El discurso institucional sigue atrapado en la hipocresía de fomentar un discurso de acceso libre a la ciencia y a la vez castigar los mecanismos que liberan el conocimiento. En este punto, la piratería pone de manifiesto una dimensión donde lo legal no es legítimo. La propiedad intelectual no constituye una práctica que defienda la creatividad o soporte material de las ideas, sino que es la manifestación punitiva de poderes estructurales en la economía política a nivel local y que la definen como un “crimen organizado y terrorismo” (IFPI, 2003), incluyendo en esta definición, a vendedores ambulantes, a investigadores que traducen a otros para compartir conocimiento y a la misma heroína de la ciencia: Alexandra Elbakyan.
*Continuará en una segunda parte