Cultura fractal y conmutación de los valores
¿Se puede pensar el mal más allá de la forma dual que lo ubica al otro extremo vertical del bien? ¿La sociedad actual opera con metáforas o metonimias? ¿Lo que existe es solo espectáculo o realmente hay una lógica que define nuestra cultura y su porvenir? Estas preguntas las podemos reflexionar si nos servimos de algunas ideas provistas por la filosofía y la sociología.
De acuerdo con Baudrillard, esta manera diferente de pensar la fuerza maldita se puede graficar cada vez que un individuo ejerce la pulsión secreta: la liberación de su propia idea (humanidad), ejercicio que ocurre de manera consciente (por ejemplo, la voluntad de esquivar un determinismo) o accidental (por ejemplo, la locura).
La humanidad, como idea y valor, se asocia a la imposición de leyes que definen su continente de pensamiento y acción. Pero el mal subyace al individuo que se desvía (seducere) del sistema que lo cobija, controla, define. Y no se trata solo de individuos sino del mismo destino de los signos. De acuerdo con Baudrillard en La transparencia del Mal: Ensayo sobre los fenómenos extremos, se trata de una disociación que se hace patente en nuestra cultura actual, y no solo eso, prolifera más allá del mismo progreso u otras ideas motor; pero su hipótesis es que esta disociación no puede sino "tener consecuencias fatales".
Sobre los procesos internos a esta lógica que impera en el intercambio de los signos, el proceso simbólico que predomina es la metonimia, por cuanto existe indiferencia frente a las referencias únicas o escalonadas en campos diferenciados que permitían antaño el uso de la metáfora. Al disminuir la lógica metafórica todos los sentidos proliferan en cadena. Es decir, el principio que opera es el de conmutación serial. Se trata de la "conmutación general de los términos".
Bajo esta lógica fractal, ya nada está dentro de los límites de su género. Por ejemplo, la política ya no solo está en la política, también está en el sexo, el arte, la religión, etc. El deporte ya no está en el deporte meramente, lo vemos también en la política, en el sexo, en el trabajo, etc. Así "todo se ve afectado por el coeficiente deportivo de excelencia, de esfuerzo, de récord y de autosuperación infantil”. Y a diferencia del mismo Nietzsche, quien sostenía la posibilidad de una transmutación de los valores, Baudrillard propone que asistimos a su dispersión e involución. Pero cuando se activa esta lógica, el proceso es gradual, primero la forma homeopática, luego la infinitesimal y finalmente la desaparición.
Hay que constatar que Baudrillard no se define como un axiólogo (teórico de los valores) pero su capacidad intuitiva y reflexiva sobre el vaivén simbólico que define la cultura a partir de 1968 es monumental. Recuerdo que ya Gilles Deleuze en su Lógica del sentido nos previno señalando que la idea de bien, de la cual surge una serie de valores equivalentes, se despliega en dos caminos; por un lado, puede ser entendida como el buen sentido (rectitud) y por otro, como el sentido común.
Lo que plantea Baudrillard en otro texto, De la seducción, es que el bien (en cualquiera de sus formas) consiste en una simulación simbólica asociada a lo que denomina el principio de realidad: mecanismo simbólico propio de la especie humana o de la forma corriente que tiene el pensamiento de operar: designar propósitos a las cosas (telos) y se los agrupa según una función y una forma que obedece a la metáfora del bien (por ejemplo, la dualidad natura-contra natura). Algo similar pensó Deleuze, pero la diferencia estriba en que en su caso el bien obedece a una lógica que emana de lo inoculado sin retorno de la filosofía platónica. Mientras que Baudrillard, va más allá de esa hipótesis al señalar que se trata más bien de la forma natural que tenemos de formalizar la realidad bajo propósitos y taxonomías referenciales, la obstinación que tenemos de detener en signos el incesante juego simbólico.
Por ende, la forma dual que estuvo aún muy activa en la época decimonónica ha dado paso a la forma reversible, y por tanto a la indiferencia en torno al bien. Así, tras esa secuencia de proliferación de los signos, asistimos a la transparencia de los valores y la cultura fractal. Vemos por ejemplo que, tras los recientes bombardeos, algunos toman posición hacia Israel y otros hacia Palestina, pero frente al perjuicio directo que se presenta incluso en esa misma contingencia o en la misma cotidianidad del daño hacia un tercero, se despliega la indiferencia ética propia de la cultura fractal. Se trata de la cultura del espectador, del primer plano, del avatar y del simulacro.
En esta sociedad transpolítica de masas, en la que vivimos bajo la interfaz que se genera entre el enchufe y la toma de corriente, los valores acaban por seguir una lamentable secuencia indefinida de conmutación incesante e indolente. Pero el diagnóstico de esta cultura en que se dividen las posturas en las coordenadas arbitrarias del bien y mal (maniqueístas), en que todo a la vez (a)parece tan real y detallado, donde la autenticidad resulta ser lo anormal, en la que todos se ponen la camiseta para cazar a las brujas, ejercer la cancelación y diseminar la “funa”, pero a la vez nadie asume la responsabilidad directa o indirecta, ya habría tenido su primer espectáculo en 1968 bajo diversos acontecimientos culturales en que se conmuta la política y las comunicaciones.
Hoy en día nuestro cerebro también piensa fractalmente y los fenómenos de la realidad, incluso nuestras vivencias, parecen ventanas emergentes que se apilan y saturan en un rincón de nuestra memoria, esperando que el entumecido juicio ético les de sentido y finalidad, pero no hay tiempo que perder, porque surgen más ventanas que atender.