¿La universidad impulsa la movilidad social de personas con discapacidad?
Aunque cada vez es más cuestionable, la educación superior se visualiza como uno de los instrumentos más potentes que permite que la población con mayores carencias económicas y marginación social puedan salir de la pobreza y participar plenamente en la sociedad. Se considera que mayores niveles de educación están asociados a la mejoría de indicadores de salud, las posibilidades de acceso a un trabajo decente y con ello la ampliación de la posibilidad de ejercicio de la ciudadanía y la reducción de la desigualdad.
Sin embargo, por sí mismo, estudiar no obra el milagro de la movilidad social que significa en términos simples acceder a mejores condiciones de vida que las que tuvieron nuestros padres o abuelos. Algunos estudios sostienen que para colocarnos en un mejor estrato socioeconómico son necesarias al menos tres condiciones: el acceso a la educación; un mercado laboral que brinde empleo y por supuesto un nivel de ingresos que vuelva posible acceder de mejor manera a satisfactores vitales como el transporte, vivienda, alimentación y acceso a la salud.
Lo interesante es que esos mismos satisfactores son escaleras indispensables que conducen a la educación, y le alimentan para que se convierta en un medio para posicionarse en un mercado laboral que, idealmente, debería ser receptivo para todos y garantizar condiciones de igualdad de competencia.
Si consideramos lo anterior, es posible entender que esas condiciones mínimas que posibilitan el ascenso social solo son posibles si se garantiza el acceso equitativo a ellas y que en la medida que eso ocurra, la mejora en las condiciones de vida de los individuos dependerá en mayor medida de su talento y esfuerzo y menos de sus características personales o físicas.
En el caso de las personas con discapacidad esas condiciones mínimas que promueven el ascenso social se encuentran aún muy lejos de ser habituales, ejemplo de ello es lo que apunta el Banco Interamericano de Desarrollo al señalar que existe un vínculo de ida y vuelta entre pobreza y discapacidad, que se puede observar en todo el mundo, y que se asocia a mayores gastos para la atención sanitaria y adaptación de la vivienda, así como presupuestos reducidos para poner en marcha programas de inclusión.
Esa precariedad económica por supuesto limita el acceso de las personas con discapacidad a la educación superior puesto que carecer de los satisfactores mínimos obstaculiza su ingreso y permanencia. Frente a ese planteamiento es inevitable preguntarse, ¿por dónde comenzar?, y ¿es la universidad la clave para la movilidad social de las personas con discapacidad?
Como siempre, en un problema complejo, la respuesta no puede ser única ni estar en un solo actor. El amplio entramado de factores que impiden la movilidad social requiere, en el caso de las personas con discapacidad, un enfoque intersectorial que, por supuesto, incluye a la educación superior, pero no solo a ella. De poco sirve a cualquier persona poseer un titulo si no hay posibilidades reales de empleo o, si ese empleo no es de calidad, igualmente servirá de muy poco.
Junto al acceso a la educación se requiere hacer reales otros derechos, no solo para las personas con discapacidad sino también para quienes forman su sistema de cuidados y acompañamiento a lo largo de la vida y eso requiere el enfoque de la discapacidad desde una perspectiva transversal, colectiva y relacional en el que por supuesto la educación superior juega un papel central no solo en la formación de la persona sino, y sobre todo, en la transformación de la vida social para todos.
Algunas alternativas que pueden funcionar como potenciadores de la fuerza que representa la educación se encuentran en la proporción de apoyos complementarios que no solo se refieren a lo económico sino al acompañamiento para el ingreso, permanencia y graduación de las personas con discapacidad, pero también del entorno que les acoge y que requiere ser informado sobre los retos que supone la educación inclusiva.
En este sentido, no se ha hecho aún suficiente énfasis respecto a cómo la transformación de los entornos para la inclusión, incluyendo el físico, social y curricular traen beneficios a las comunidades educativas al promover la apreciación de la diversidad como eje de transformación de la generación y aplicación del conocimiento, ambas, tareas fundamentales de las universidades.