La importancia de poner en valor la vida en los territorios rurales
En 1960, el 32% de la población en Chile habitaba en zonas rurales, una cifra que ha disminuido al 11.3% según datos de la CASEN 2022. Claramente, los tiempos han cambiado y con ellos, suponemos, las percepciones y definiciones.
Si analizamos las definiciones de "rural" utilizadas en cada Censo desde 1960, podemos ver conceptos como "centros poblados carentes de servicios", "producción primaria", "no cumplen con los requisitos urbanos", "predominio del paisaje natural", "menos de 1000 habitantes". Estas definiciones sobre el significado que le damos a las zonas rurales nos abren a la reflexión de ¿qué ha sucedido con la comprensión respecto a la vida en el campo? ¿Hemos transformado nuestras percepciones de lo que significa “rural” y cómo se relaciona con el bienestar y el desarrollo?
Desde la Revolución Industrial, la migración del campo a la ciudad ha sido altamente valorada -a veces en exceso- depositando en las zonas urbanas el papel de generadoras de riqueza y dejando implícita la idea de que lo rural no contribuye de igual manera a este proceso. De este modo, las áreas urbanas han sido catalogadas de gran importancia para el crecimiento económico del país por su capacidad de producción de bienes finales y por la diversidad de servicios que ofrece. De esta forma, la urbanización se ha convertido en el principal foco de atención tanto de los gobiernos como del Estado, situación que se refleja en la distribución demográfica actual.
En este contexto, es esencial considerar el concepto económico del costo de oportunidad. Este concepto nos permite analizar las decisiones que tomamos de manera práctica y comprender mejor por qué el porcentaje de población en zonas rurales ha disminuido. Al elegir entre dos opciones, vivir en un lugar urbano o vivir en un lugar rural, el costo de oportunidad refleja lo que se "pierde" por tener que elegir solo una opción. Así, al elegir habitar en un lugar urbano se dejan de disfrutar las características que tiene un lugar rural.
La comprensión respecto a la vida en el campo varía según la perspectiva individual. En nuestro trabajo en Rimisp, hemos conversado con campesinas y campesinos de diversas partes de Latinoamérica, y nos hemos encontrado con percepciones diversas. Por ejemplo, en algunas entrevistas realizadas en el marco del proyecto “Fortalecimiento de la Gobernanza SIPAM-Chiloé”, se nos ha señalado la percepción de que quedarse en el campo es sinónimo de precariedad, así como la preocupación acerca de que los jóvenes no tengan un futuro en las zonas rurales debido a la falta de oportunidades económicas. Esto refleja el bajo costo de oportunidad que se le asigna al vivir en una zona rural, reforzado por la escasez de servicios de educación y salud, así como por las limitadas fuentes de trabajo estables y por la percepción sostenida de abandono.
En contraste, la autopercepción que tienen otros habitantes de zonas rurales difiere, y en sus opiniones nos han transmitido la idea de que en el campo no hay precariedad y que se vive bien, afirmando que la mirada externa a menudo genera percepciones divergentes. Ambas perspectivas también las podemos apreciar en las opiniones de quienes habitan en zonas urbanas, que no realizan actividades en el campo, y que en su mayoría disfrutan de las zonas rurales de forma recreativa o como una segunda vivienda.
En cualquier caso, estas perspectivas nos llevan a plantearnos una pregunta crucial: ¿son percibidas correctamente las características que tiene un lugar rural donde no se genera valor ni crecimiento y el bienestar social tiene claras limitaciones? Quizás la respuesta a esta pregunta puede dar señales sobre por qué las zonas urbanas son las preferidas para habitar.
Los territorios rurales requieren de una revisión profunda que cuestione el significado, explícito o implícito, que se les ha dado por décadas. Los medios de comunicación bombardean información con datos sobre niveles de empleo, crecimiento económico y estabilidad en los precios, indicadores muy relevantes para las zonas urbanas en términos de medición del desarrollo desde la perspectiva del poder adquisitivo, pero que nos dice muy poco sobre lo rural. Las características de autoconsumo no se encuentran representadas ni tampoco los precios a los que venden los productos los agricultores. Además, el valor que estos productos tienen para la comunidad rural y las ciudades no siempre se reflejan adecuadamente en los indicadores tradicionales.
Las zonas rurales enfrentan un desafío complejo, marcado por la percepción histórica de precariedad y por un bajo costo de oportunidad asignado, donde las políticas públicas no han encontrado la forma de sintonizar con el desarrollo en los territorios rurales, que ciertamente no comparten las mismas necesidades que las zonas urbanas. Un punto de partida implica cambiar las narrativas respecto a las zonas rurales para darles una correcta valoración, haciendo partícipes a sus habitantes, quienes poseen el conocimiento a nivel territorial y pueden desempeñar un papel fundamental en el diseño y la implementación de las políticas.
No se trata de elegir uno por sobre el otro, se trata de comprender y entregar el lugar que le corresponde a cada uno. Hay mucho por rescatar en las zonas rurales, partiendo por la mirada de sostenibilidad que muchas comunidades les dan a los territorios, donde la transmisión de conocimientos y tradiciones dan cuenta de una conexión y valorización entre el medio ambiente, la sociedad y la economía local.
Por tanto, es esencial diseñar e implementar políticas que resguarden y promuevan el desarrollo de prácticas sostenibles en la ruralidad. Teniendo en consideración, la importancia de estas zonas no solo para la producción de alimentos, sino que también reconociendo el papel esencial que desempeñan en la conservación del paisaje, la biodiversidad y la cultura territorial. De esta forma podemos trabajar juntos en un futuro sostenible y equitativo.