El Conde y el presente (comentando a Juan Cristóbal Guarello)
Después de ver en Netflix El Conde, leí lo que Juan Cristóbal Guarello opinó sobre la película y me pareció importante aportar a la discusión a partir de algunas afirmaciones que el periodista hace sobre ella.
Primero, creo que es un error ver en El Conde una parodia humorística. No es humor. Bien lo dice Guarello: todavía hay gente buscando a sus familiares desaparecidos. No es una película tipo Jojo Rabbit (2019) o Er ist wieder da (2015), en las que Hitler y el nazismo son ridiculizados. Como en Chile no ha habido reparación, y probablemente no habrá, no podemos darnos el lujo de ver en El Conde una ridiculización de Pinochet, su familia y la dictadura.
Segundo, a diferencia de Guarello, no creo que se trate de una «banalización de la historia de Chile», aunque entiendo que pueda leerse de esa manera. Para mí la película muestra, de alguna u otra forma, el presente de Chile. Hay que decirlo: Pinochet, su familia y los cómplices de la dictadura, en su mayoría, viven o vivieron en completa impunidad. Hoy en día el negacionismo es mayor que nunca, a pesar de la evidencia y los hechos indiscutibles respecto del horror de la dictadura, sus cómplices y víctimas.
Pinochet, en sentido figurado, sigue alimentándose de la sangre de miles de chilenos; es visto por muchos como un «Superman» que salvó a Chile de una amenaza inexistente. En ese sentido, la película me parece realista. Lamentablemente, Pinochet sí se ha hecho «inmortal» y «trascendente», aunque a Guarello no le guste. La falta de reparación, el exceso de negacionismo, la agresividad y prepotencia de una derecha que le prende velas al dictador, la impunidad de los culpables, todo eso contribuye a la trascendencia del tirano.
Tercero, recordemos que desde el triunfo del No, Pinochet mantuvo un poder excesivo, cuando debió haber sido condenado y encarcelado. Pinochet ganó. Se enriqueció ilegalmente, fue culpable de una pobreza terrible, como también del asesinato y tortura de miles de personas, niños incluidos. Pero vivió como rey, como conde, igual que su descendencia. La película muestra eso. No debiera darnos risa, sino un terror descomunal. Más allá de convertirlo en vampiro o la aparición de Margaret Thatcher, que descolocó a Guarello, El Conde exhibe el presente de Chile: impunidad total, poder en manos de inútiles y tontos (personificados en los hermanos Pinochet Hiriart), fidelidad absoluta por parte de los cómplices y los negacionistas (personificados en Krassnoff).
A diferencia de Guarello, creo que la actuación es buena. Marcial Tagle cumple a cabalidad con interpretar al hijo más tonto del matrimonio Pinochet Hiriart, aquel que la pareja pensó declarar interdicto debido a su imbecilidad (Romero, Juan Cristóbal. Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar. Tácitas, 2020, 15), el mismo que fue pillado por los famosos Pinocheques, investigación que si avanzaba tendría como consecuencia otro golpe de Estado, advertencia de Pinochet padre, protector del cacho que tenía como hijo. Habrá gente que discrepe, pero para mí la actuación logra exponer lo grotesco de una familia de monstruos de buena manera.
¿Y qué mejor forma de situar el horror que hacerlo a través de estos personajes? Conocemos los testimonios de los torturados, la tristeza de los familiares que buscan a sus desaparecidos, pero lo que hace la película es mostrar lo grotesco del asunto a través de la indiferencia, ambición y estupidez de la familia que destruyó un país completo. Los hijos de Pinochet siempre fueron inútiles, Lucía Hiriart siempre fue perversa, Pinochet siempre fue un bruto, los seguidores del tirano siguen siendo ciegos (voluntariamente, diría). La película muestra el horror desde la otra vereda, desde la óptica de una familia que representa, lamentablemente, a muchas en el presente chileno; una familia que solo piensa en sí misma, en el poder y en perpetuar lo que para ellos es conveniente.
Pensemos, por ejemplo, que Kast pudo haber sido presidente. Kast, hermano de un Chicago Boy y ministro de Pinochet; hijo de un soldado alemán que colaboró con la dictadura y cuyo pasado nazi lo persigue; miembro de una familia involucrada en desapariciones y torturas al inicio de la dictadura en Paine. Kast estuvo a punto de ser nuestro presidente. Millones de personas votaron por él, personas que se sienten representadas por sus ideales ultraderechistas. Alguien que va más a la derecha de la UDI, partido nacido en dictadura para perpetuar la dictadura; alguien que es, desde todo punto de vista, peligroso; alguien que celebra el 11 de septiembre. Pinochet vive a través de él y muchos otros.
Volviendo a El Conde, Guarello acierta, pero falla. Es cierto que el horror de la dictadura está más vigente que nunca, que hay muchos asuntos importantes por resolver, que no hay lugar para el juego ni la parodia (que es lo que parece, pero para mí no es, la película). Pero si somos realistas, estamos lejos de una reparación. Pareciera que el Estado está esperando a que mueran los sobrevivientes de torturas de la dictadura en vez de formular un perdón real por su parte y de las Fuerzas Armadas. Han pasado 50 años y Pinochet y sus cómplices no conocen la justicia (Punta Peuco no es justicia. Justicia es que estén en una cárcel común con asesinos como ellos). La película, para mí, muestra eso: un Chile estancado, con culpables libres, con pactos de silencio, con horror y con un negacionismo absurdo que crece cada día.
Al fin y al cabo, somos todos culpables de convertir a Pinochet en un vampiro inmortal. Una sociedad que realmente respetara los derechos humanos y la verdad, tendría encarcelados a los cómplices del peor horror que ha vivido Chile. Pero no. Vivimos en un país que permite que se nieguen los crímenes de la dictadura, que se llama demócrata pero mantiene en el Congreso a gente de la UDI, partido por definición no democrático (aunque su nombre intente ocultarlo) y que en otro país estaría prohibido por ser parte, defensa y apología de la dictadura. Un país en el que hay asesinos y torturadores sueltos; un país que permite la corrupción. ¿Cómo, entonces, tener optimismo? El Conde, para mí, evidencia ese presente, nuestro presente, que no es sino una victoria del régimen impuesto a la fuerza por este vampiro que sigue alimentándose de la sangre de quienes perdimos la fe en la justicia, la reparación y la frágil democracia que habitamos.