A propósito del golpe de Estado: Contradicciones y silencios
Con dolor y rabia, el diputado Guillermo Ramírez (UDI) ha insistido en que no es justo que la izquierda lamente el golpe de Estado de 1973 como si este se hubiese generado espontáneamente, por el puro capricho de quiénes se tomaron el poder e instalaron el terror en Chile.
Hay antecedentes que explican eso, dice Ramírez. Y se remite en su análisis al gobierno de la Unidad Popular y, en especial, al proyecto revolucionario de parte importante de la izquierda chilena y latinoamericana en ese período. No siempre con la autenticidad de la reacción emocional de Ramírez, muchos dirigentes políticos de derecha realizan un análisis político similar al suyo. Intentan explicar el golpe -y, en la mayor parte de los casos, también justificarlo- remitiéndose al fervor revolucionario y al romanticismo guerrillero de la izquierda en los años anteriores, desde la década del 60 en adelante.
En una conversación reciente con un medio electrónico, Carlos Peña citaba reiteradamente una expresión de Patricio Aylwin para comprender la extrema violencia del golpe de Estado: la derecha reaccionó “como un animal herido” ante el proyecto de sustitución del orden tradicional chileno que la izquierda buscaba realizar, apostando a la instalación del “hombre nuevo” -mujeres incluidas-, antes que a la ampliación y profundización de las instituciones de la democracia liberal.
En medio de la guerra fría y con la revolución cubana en pleno desarrollo, la concepción de democracia que la izquierda chilena tenía en ese período no era la misma que tiene hoy. La valoración de la institucionalidad liberal, con plena separación de poderes, completa libertad de expresión y comunicación pública, un mercado autónomo de bienes y servicios (con reglas de operación establecidas por la ciudadanía) y una aceptación pluralista de diferentes ideas de la vida buena, no era una obviedad para la izquierda. Pero tampoco lo era para la derecha, que no podía concebir un mundo en el que todas las personas, las identidades y los estilos de vida fueran tratados con la misma dignidad. Pese al esfuerzo del Partido Republicano por retrotraernos a la situación anterior, hoy estamos mucho más cerca de aceptar transversalmente las condiciones de realización de esa institucionalidad democrática y liberal.
José Joaquín Brunner sigue la misma lógica de Ramírez en una columna registrada en video que realizó para un medio digital. La conocida autocomplacencia de Brunner respecto de “los 30 años” y los gobiernos de la Concertación, se ve sustituida por un análisis “autoflagelante” del período de la UP. Análisis legítimo si, como él, queremos entender mejor las causas y motivaciones del golpe de Estado. Pero se trata de una interpretación extremadamente pobre y deformadora si, además del análisis del gobierno de Salvador Allende y el proyecto político de la UP, no incluye lo que pasó antes de ese momento de nuestra historia. Con mayor razón si lo que ocurrió con anterioridad al gobierno de Allende formaba parte de las condiciones sociales, culturales, políticas, económicas y medioambientales en las que el mismo tuvo que realizarse.
Entender la queja de Guillermo Ramírez nos obliga a invitar al diputado, a su sector político y a los autoflagelantes de la UP (como Brunner) a considerar el gobierno de Salvador Allende en su contexto histórico. ¿O esta vez sí debemos pensar que se trató de un capricho?
La historia de Chile no puede ser narrada correctamente sin poner en el centro los abusos vividos por la gran mayoría de la población, desde la conquista de América en adelante. El triunfo de los conquistadores europeos no fue el de una cultura superior o más civilizada. Fue la imposición de una concepción de mundo y de un sistema de dominación y privilegios por medio de las armas. La sociedad chilena del presente, con los enormes cambios que ha vivido, sigue siendo una manifestación del orden jerárquico instaurado en la guerra de la conquista, primero, y en el régimen hacendal, un poco más tarde.
La chilena es una sociedad estratificada, en la que se superponen clases, fenotipos y culturas, fuertemente endogámica en cada uno de sus estratos y, además, colonialista, sexista y fóbica respecto de todo lo que intente escapar a ese ordenamiento rígido. Donde un pequeño sector de la población ha detentado exclusivamente todos los poderes: político, económico y cultural y ha sido dueño de la gran mayoría de las tierras y los bienes productivos.
Nuestro país ha tenido dueños, además de autoridades, y estas últimas han debido doblegarse reiteradamente al poder de los primeros, tal cual las élites han sacrificado nuestra soberanía ante las exigencias de las grandes fuerzas políticas y económicas extranjeras. Fue lo que no quiso hacer Allende y la UP. De ahí las dudas que tuvo la izquierda entre la “vía chilena al socialismo” y el desarrollo de un proyecto revolucionario armado. De ahí también el golpe de Estado que promovió y justificó nuestra élite conservadora, mucho antes de que Allende asumiera la presidencia de la República.
Desconocer las condiciones sociopolíticas en las que se realizó el golpe civil y militar de 1973 es una forma de negacionismo. También lo es desconocer las condiciones en las que se realizó el gobierno de Salvador Allende. Lo mismo ocurre con el desconocimiento de las expresiones de violencia que acompañaron las masivas protestas ciudadanas desde octubre de 2019. Y, por supuesto, lo es desconocer la represión sistemática que, violando incluso los derechos humanos (DDHH), aplicó el gobierno de Sebastián Piñera a quienes protestaban.
Pero no es todo equivalente. Por ejemplo, no podemos parear sin más la decisión del Partido Comunista de asesinar a Augusto Pinochet buscando terminar con su gobierno terrorista, con los crímenes de lesa humanidad realizados por ese gobierno, como hace hoy gran parte de la derecha. Por lo mismo es tan grave que la totalidad de los partidos de derecha no estén dispuestos a realizar hoy una declaración de “nunca más” (nunca más un golpe de Estado y nunca más violaciones a los DDHH). No está justificado negarse a realizar esa declaración invocando la necesidad de llegar a acuerdos previos sobre las causas y motivos del golpe. Una declaración de “nunca más” no es una interpretación histórica sino una decisión ético política sin la cual no pueden existir una democracia y una cultura de respeto a los DDHH.
En este sentido, la principal tarea de los partidos de izquierda no es exigir a la derecha que se sume a una declaración de “nunca más” sin poner condiciones, sino realizar unilateralmente esa declaración ante la ciudadanía. ¿Qué esperan las dos coaliciones de gobierno -y eventualmente también la Democracia Cristiana- para adoptar ante la sociedad chilena ese compromiso por escrito, a 50 años del golpe de Estado y los crímenes de lesa humanidad realizados por la dictadura?
Sin una declaración que rechace absolutamente cualquier tipo de interrupción de la democracia, así como las diferentes violaciones a los DDHH -ajustando el comportamiento de todos a lo declarado- arriesgamos repetir la dolorosa historia en la que nos encontramos atrapados. Un proyecto político de izquierda es mucho más que una crítica de las ideas y prácticas de la derecha. Es un deber de los partidos de izquierda señalar el rumbo que ha de seguir el país en el respeto a la institucionalidad democrática y a los DDHH.
La conmemoración de los 50 años del golpe es una obligación ciudadana que dirige el presidente de la República en su condición de jefe de Estado, no como líder de una determinada agrupación política. Además de constituir una oportunidad para validar y acrecentar nuestra democracia, el “nunca más” es también un imperativo de sobrevivencia para la misma. De ahí nuestra esperanza en que todas las fuerzas políticas exijan y ejerzan hoy su derecho a participar de la dignidad que esta declaración les ofrece.