Nuestros 50 años
En pleno 2023, pareciera que algo tan delicado como la gestión de nuestra memoria no es algo que esté resuelto.
Y es que en el Chile pospandemia, posestallido, que refunfuña en medio de un desgastante proceso constituyente, lleno de altibajos y tensiones políticas, la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, parece señalar un país más trizado y complejo políticamente que en años anteriores.
Chile ya no resiste la metáfora del oasis del que hablaba Piñera diez días antes de la mayor insurrección popular de los últimos años: el Covid, la crisis, las muchas elecciones, suman más agotamiento a un pueblo ya desgastado por las deudas, los abusos y la impunidad de las elites.
En este contexto se instala la conmemoración de la herida más grande que tiene Chile, los 50 años del golpe de Estado, con sus dolores y sus pugnas. Administrar un aniversario de tal magnitud haciéndole el quite a las heridas no parece ser viable, sin embargo, algunos sectores apostaron a enfocarlo con una mirada conciliadora, pero sin olvido ni perdón. Esta mirada se condensó en un término: FUTURO.
La apuesta por un eslogan donde se escribía “memoria” con minúscula y “futuro” con mayúscula, no dejó indiferentes a las organizaciones sociales. Ambos conceptos nunca han sido excluyentes, sabemos que sin memoria no hay futuro, pero si hablamos de nuestra mayor herida, todo detalle en las señales y los gestos políticos sí son importantes.
Porque sí son importantes las 2125 vidas arrebatadas.
Porque sí son importantes 1102 desaparecidos que dejaron tras de sí, tantas familias mutiladas.
Porque sí son importantes las miles de personas torturadas y exiliadas.
Hablar del futuro en este contexto nos obliga aún más a tomar posición y nos obliga por razones éticas. Y para eso, la memoria es un elemento clave, pues la memoria no se reduce a una evocación nostálgica, la memoria explica una conformación de identidad, interpela los caminos escogidos y los andados.
Han pasado 50 años y muchísimas cosas han cambiado. Ya Chile es habitado por una generación de personas adultas que nacimos en dictadura, esto, lejos de socavar nuestras opiniones, nos otorga fuerza y legitimidad para hablar de ello.
Dado que “lo personal es político”, quiero permitirme compartir una experiencia propia: yo nací apenas unos meses después del golpe de Estado y crecí en un clima de dictadura durante mi infancia y adolescencia. Coincidentemente, salí del colegio el mismo año que Pinochet dejó el poder y asumió Patricio Aylwin, 1990. Hasta ese momento solo había conocido un mandatario: Pinochet, y recordaba a un solo Papa: Juan Pablo Segundo.
El mundo parecía ser inamovible hasta que presencié, por primera vez en mi vida, una bullada elección popular: el plebiscito de 1988, que marcó el fin de la dictadura y el inicio de la transición a la democracia. El fervor de los y las jóvenes de entones era palpable, inundados de esperanza por el país nuevo que se avecinaba, nos ilusionaba la idea de una democracia pluralista, desconocida para nosotros hasta entonces, un ideal que había sido negado durante la dictadura. Paralelamente, al otro lado del mundo, en un escenario cargado de simbolismo, otras y otros jóvenes con sus manos derribaban el muro de Berlín.
Estos acontecimientos, aparentemente distantes, pero intrincadamente conectados, generaron una emoción y un clima revolucionario que evocaban un potencial transformador, el de la lucha por la libertad en nombre de todos nuestros muertos y desaparecidos, y dijimos “para que nunca más en Chile”. Muchos jóvenes quisimos hacer una contribución significativa en este proceso y por eso, en mi caso, elegí entrar a estudiar periodismo el año 1991, el año del Informe Rettig y del atentado a Jaime Guzmán.
Sentíamos un compromiso con la construcción de una democracia sólida tras años de represión, y elegir el periodismo nos permitía contribuir a la consolidación del sistema democrático y a promover el respeto por los derechos humanos.
Tras el fin de la dictadura, muchas familias aún buscaban respuestas sobre la verdad de los crímenes, los estudiantes anhelábamos un periodismo independiente, capaz de representar la diversidad, de desafiar el discurso oficial y la censura, como también romper el oscurantismo cultural, y recuperar el tejido social quebrado por la dictadura.
Sin la masificación de las tecnologías de información y mucho antes de que internet fuera parte de nuestras vidas, el periodismo chileno enfrentó limitaciones y desafíos propios de una sociedad en transición. Uno de los mayores obstáculos a la libertad de expresión en los 90s, ya no fue el fusil ni la bota militar, sino la concentración de los medios de comunicación en manos de reducidos grupos empresariales, generando tensiones entre el periodismo y el poder político. que ya no obedecía a ideologías sino a intereses corporativos.
Luego vendrían los medios digitales y la crisis de los medios tradicionales, el cambio en la forma de consumir información, el auge de la desinformación, la hipervigilancia sobre nuestros datos personales, con la consiguiente amenaza a la libertad de prensa y a la protección legal de los y las periodistas.
El periodismo comprometido hoy en día continúa en la tarea de denunciar la corrupción, de enfrentar los poderes fácticos, de seguir el rastro del dinero. ¿Cuál es el precio de esto? ¿Podemos proteger a quienes lo hacen? ¿Se fue realmente el dinosaurio o como en el cuento de Monterroso, aún está ahí?
A 50 años del golpe, cada una de nuestras experiencias vitales se conecta con esta gran herida, con esta construcción que se hizo con historia y hemos digerido con experiencia y reflexión. A 50 años del golpe, hay otras generaciones que han reflexionado sobre la historia, han confrontado los 30 años de la transición, que estalló el 18 de octubre de 2019, por un cuestionamiento que es parte del ejercicio histórico y político que nos debe hacer tomar decisiones, para que algunas cosas permanezcan siempre y otras no pasen nunca más, nunca más en Chile.