Igualdad de estatus y paridad participativa
Se ha puesto de moda concebir la identidad personal como autocomprensión. Las personas más jóvenes reclaman su derecho a ser tratadas exclusivamente con el léxico que ocupan para comprenderse a sí mismas.
Es cada vez más común que niños, niñas, adolescentes y jóvenes especifiquen las expresiones -en especial pronombres y sustantivos- con las que esperan ser reconocido(a)s en redes sociales y conversaciones cotidianas. Conozco adolescentes que, sin dejar de identificarse como tales, solicitan a sus padres que las llamen “hijo” o empleen el artículo “el” delante de su nombre femenino, en un esfuerzo por hacer genéricos -es decir, susceptibles de ser empleados por hombres y mujeres- los usos lingüísticos masculinos.
No se trata de una práctica vinculada a un proyecto de tránsito de la identidad sexual. Más bien es un intento por disolver las jerarquías implícitas en los usos del lenguaje, terminando con la incertidumbre de si los usos masculinos incluyen o excluyen a las mujeres. Las nuevas generaciones tienen claro que el léxico que empleamos para interpretar el orden social no es neutral en la lucha por el poder y que algunas formas discursivas entrañan subordinación.
“Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”, dice Agrado en Todo sobre mi madre, la película de Almodóvar. Y tiene razón, porque la identidad se realiza a través de la identificación con objetos diversos: culturas, nacionalidades, fenotipos, clases, estratos, orientaciones sexuales, géneros, sexos, edades, familias, linajes, residencias, gustos, estilos, proyectos, habilidades, cualidades, profesiones, propiedades, títulos, etc.
Pero, para obtener existencia social, esas identificaciones necesitan del reconocimiento de los demás. No basta con imitar el propio sueño para convertirse en aquello que se soñó. Para que nuestra identidad social se parezca a la autoimagen que buscamos proyectar, necesitamos persuadir a otras personas de la existencia de ese parecido y obtener su reconocimiento. Las identidades personales son siempre existencias relacionales.
La propuesta de Constitución elaborada por la Convención Constitucional ha sido el proyecto de reconocimiento institucional más ambicioso en la historia de Chile. También constituyó un esfuerzo por igualar el poder político de los ciudadanos y ciudadanas de nuestra alicaída democracia. Ambas ideas estaban asociadas.
Que la condición económica, étnica, regional, comunal, genérica o sexual no fueran motivo de discriminación sino de integración a un nuevo ordenamiento social, en el que cualquiera tuviera los mismos derechos, libertades y oportunidades que cualquier otro. De eso se trataba ese proyecto. Y para implementarlo, el texto constitucional ofrecía múltiples distinciones identitarias a las que reconocía derechos específicos.
Desgraciadamente, una mayoría de votantes no entendió las acciones afirmativas propuestas como formas de discriminación positiva en favor de los postergados y discriminados sino, más bien, como un esfuerzo por discriminar negativamente a la mayoría, aquella que no se identifica demasiado con colectivos particulares. Muchas personas rechazaron lo que se les ofrecía en defensa de la chilenidad, concebida como la identidad esencial y universal de quienes habitan el país.
Curiosamente, el esencialismo universalista (la “chilenidad”) que ha hegemonizado la cultura chilena a lo largo de su historia no puede ser más particularista. Entiende que sólo los hombres, blancos, adultos, cis y heterosexuales, propietarios, con educación superior, poseedores aventajados de una cultura con raíces europeas y habitantes del centro del país, son seres plenamente honorables y dignos de ser imitados, arquetipos de virtud y chilenidad.
La presencia dominante de esta imagen fue empleada como una barrera para impedir el avance de los “particularismos identitarios”. Es lo que explica que finalmente fuera ungido en un inicio Hernán Larraín como presidente de la nueva Comisión de Expertos Constitucionales. Una vez más, las mujeres, los no blancos, los pobres, los indígenas, los que no tienen títulos universitarios, los provincianos, etc., fueron postergados.
Desgraciadamente, la reivindicación de las “otras identidades” también ha recurrido al lenguaje esencialista de la cultura hegemónica. “Culturas ancestrales”, “mujeres encerradas en cuerpos de hombres”, “paridad de género en todos los cargos de autoridad”, “naciones originarias”, etc., implican concepciones de la identidad que buscan su legitimación en la “naturaleza de las cosas” y no en las decisiones contingentes y arbitrarias -por ende políticas- de los actores sociopolíticos que coexisten en el país.
¿Se trata de un dilema o existe una alternativa más allá de las propuestas identitarias reivindicadas por esencialistas de derecha e izquierda?
La hay. Y no es una condición universal grabada en el alma de los habitantes de Chile (una chilenidad esencial). Tampoco es el reconocimiento institucional de “identidades particulares” a través de canales específicos de participación política. De lo que se trata es de reemplazar los imaginarios esencialistas por la construcción práctica de la universalidad política, reconociendo a toda la ciudadanía los mismos derechos y oportunidad de participar en la toma de decisiones. Lo que Nancy Fraser -filósofa política feminista- ha denominado igualdad de estatus y paridad participativa. Dos caras de la misma moneda en la utopía democrática.
Las luchas contemporáneas en favor del reconocimiento de colectivos diversos tienden “a promover el separatismo, la intolerancia, el chovinismo, el patriarcado y el autoritarismo”, dice Fraser. La razón es que “los rumbos que toman dichas luchas a menudo no contribuyen a promover la interacción respetuosa en el seno de contextos cada vez más multiculturales, sino a simplificar y reificar de manera drástica las identidades de grupo”.
La clave no está en ligar institucionalmente las identidades de las personas sino su estatus político. En vez de reconocer institucionalmente las identificaciones colectivas, podemos reconocernos recíprocamente derechos ciudadanos y asegurarnos de contar con la misma oportunidad de ejercerlos (igualdad sustantiva).
También nos podemos reconocer unos a otros la oportunidad de participar en la toma de decisiones políticas, adoptando colectivamente los acuerdos que determinarán el modo en que la igualdad de estatus habrá de ejercerse.
De este modo, será tarea de cada cual intentar parecerse a su autoimagen soñada y seducir a los demás para que le otorguen reconocimiento. En eso consiste la dignidad que caracteriza a la ciudadanía democrática.
Es un desafío para el próximo proceso constituyente construir las instituciones que permitan ejercerla, salvando los obstáculos que puedan poner los esencialistas de izquierda y de derecha.