Itinerario colonial androcentrista
El sistema colonial en Chile y América encumbró la condición masculina de un modo tan circunspecto como ridículo. En el siglo XVI el confesor del emperador Carlos V se negó a considerar el testimonio de María Magdalena sobre la resurrección de Jesús. ¿Cómo la mujer iba a ser de fiar para dar cuenta del acontecimiento central del cristianismo? “Porque la mujer es, entre todas las criaturas, variable y mudable, por lo cual no podría servir de prueba suficiente contra los enemigos de nuestra fe” (J. Delumeau, El miedo en Occidente, 2002).
En el primer siglo republicano las mujeres de la élite lamentan su encierro en el espacio colonial chileno. Rosalía Necochea, esposa de un político, se queja con su amiga Magdalena Vicuña de Subercaseaux en 1851: “¡Qué trabajo ser mujer! […] Algunos días me dan ganas de emanciparme de las costumbres y darme gusto en todo […] pero nada puedo hacer… estoy en Chile”. En 1861 Carolina Solar obtiene este consuelo de su madre, la escritora Mercedes Marín: “Yo todo lo espero de Dios y entretanto seguiremos amando y padeciendo que según ha dicho alguno, es el destino que en el mundo le cabe a la mujer” (Sergio Vergara, Cartas de mujeres en Chile 1630-1885, 1987). A comienzos del siglo XX la artista Rebeca Matte, del linaje de los banqueros Matte, esculpe la imagen de la mujer identificada con el dolor y la infelicidad: la fatalidad de Eva pecadora (Ana María Larraín, Rebeca Matte: escultura del dolor, 1994).
Los intelectuales del colonialismo republicano al promediar el siglo XX insisten en los postulados androcéntricos. En 1948 Jaime Eyzaguirre, intérprete de la nación desde una óptica caballeresca medieval, explica el significado de la mujer para Pedro de Valdivia y Diego Portales: “¿Conoció Pedro de Valdivia las inquietudes del amor? ¿Ejerció la mujer imperio sobre su destino? […] Lo que le liga a ella [Inés de Suárez] apenas trasciende del campo meramente fisiológico. […] No podía Valdivia dilapidar afectos ni dejarse subyugar por el encanto de una mujer, cuando ya se tenía por entero entregado al cumplimiento de una obra gigante. […] Siglos más tarde y en la misma tierra, Diego Portales, fijado en la inmensa tarea de sedimentar un Estado aún de informe estructura, se dejaría asir en esta misión todas las sensibilidades del espíritu y actuaría también frente a la mujer como dueño de un instrumento de deleite” (Fisonomía histórica de Chile, 1948).
La obsesión por el poder no da espacio a la historicidad femenina. Cuarenta años después, en 1978, Jaime Guzmán, discípulo devoto de Eyzaguirre, selecciona a los 20 protagonistas de la historia de Chile, desde Carlos V a Augusto Pinochet. La lista es una procesión del señorío masculino: Carlos V, Pedro de Valdivia, Alonso de Ribera, Alonso Ovalle, Juan Ignacio Molina, Bernardo O’Higgins, Joaquín Prieto, Diego Portales, Mariano Egaña, Andrés Bello, Manuel Bulnes, Manuel Montt, Aníbal Pinto, Arturo Prat, Rafael Sotomayor, Diego Barros Arana, Abdón Cifuentes, Vicente Pérez Rosales, Jaime Eyzaguirre, Arturo Alessandri, Jorge Alessandri, Augusto Pinochet. Añade a regañadientes a sus enemigos: Luis Emilio Recabarren, Eduardo Frei Montalva y Darío Saint-Marie, el fundador de El Clarín (El Mercurio, 31 de diciembre de 1978).
Si uno hoy recorre el Museo Histórico Nacional comprueba la presencia limitada y superficial de la mujer en el devenir chileno. ¡A la pinta de Eyzaguirre o Guzmán!
Escritores reconocidos de la élite en los siglos XX y XXI se jactan del protagonismo masculino en la historia de Chile. José Donoso, Premio Nacional de Literatura, relata su vida desde una perspectiva machista confundida con las raíces de la sociedad colonial. Los Donoso. ¿Las mujeres? No tienen nombre propio ni apellido: son el espacio de subordinación al ideal caballeresco: “Mi padre pertenece a una vieja raza de latifundistas originada en la Conquista, de la que yo encarno la decimoquinta generación en línea recta desde el primer Donoso llegado a Chile en 1581. […] Mis abuelos fueron gente de a caballo, señorones provincianos de poncho de vicuña –o de manta de Castilla cuando el invierno arreciaba–, espuelas tintineantes y sombrero de ala recta sombreando su mirada azulina, su cutis de loza y sus airosos bigotes blancos […]. [Su] beaterío no les impedía tomar parte en las cuecas y el guitarreo de las provisionales chinganas que de la noche a la mañana crecían como mala hierba en la otra orilla del río Claro para celebrar las Fiestas Patrias. Allí, es de suponer, achispados por la chicha y el vino nuevo, los jóvenes tarambanas fueron engendrando el hato de guachos de su multicolor descendencia. Tengo una regocijada consanguinidad con los Donoso de todos los pelos […] casados, o simplemente rejuntados, con toda laya de hembras: la india de largas trenzas negras; la mulata de extremidades rítmicas; la visigoda de ojos azulinos y cabellera de oro, seguida cada una por una tropa de chiquillos patipelados y mestizos” (Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, 1996).
En el siglo XXI Rafael Gumucio reconoce la fuerza del género masculino en su abuela Marta Rivas. Como arquetipo, ella es un varón: “Mi abuela fue, moralmente hablando –y sin que yo dudara un segundo de que estaba frente a una mujer–, el primer hombre, el primer varón que conocí, la primera imagen de valentía, de moral y de lealtad caballeresca que me fue ofrecida. O más bien fue mi abuela la primera imagen de masculinidad que yo elegí reivindicar como propia […]. Ante todo, mi abuela fue eso para mí: un padre, una de las formas en que esta idea –la idea del padre– se encarnó. Un padre: el deber, el intelecto, el civismo, la tradición, la estrategia, la batalla. […]. Yo me llamaba como mi padre, como mi abuelo, como mi bisabuelo y mi tatarabuelo, pero era mi abuela, que no llevaba ese nombre y desafiaba cualquier herencia o leyenda en torno a los Gumucio, la verdadera dueña de mi nombre […]. De ninguno de sus tres embarazos y partos hablaba mi abuela nunca. El útero le parecía más indecente aún que la vagina” (Mi abuela: Marta Rivas González, 2013). Donoso y Gumucio exaltan la invención caballeresca de la sin par élite republicana.
El androcentrismo chileno tiene una raíz ideológica colonial. Platón, Aristóteles, el estoicismo, los monjes medievales, la intelectualidad moderna. Simone de Beauvoir concibió la liberación femenina como una batalla de la mujer para tornarse masculina (la crítica de Vandana Shiva). ¿Cómo descolonizar esta ideología desde una perspectiva libre de Occidente?
En el siglo XVI el obispo de México Juan de Zumárraga debe admitir, según el texto sagrado indígena Nican Mopohua, que el principio de la vida y de la salvación se encuentra en la compasión universal de la diosa náhuatl Tonantzin, hermanada con el culto mediterráneo a la virgen de Guadalupe. ¡Las mujeres sagradas del viejo y del nuevo Mundo! No está en el catolicismo misionero impuesto a la fuerza por la España austríaca.
La devoción a la ‘china’, mujer en quechua, de Andacollo, en Coquimbo, explica en Chile lo mismo que en México. El principio femenino telúrico reconocido con danzas y cantos rituales, ancestralmente andinos y después mezclados con los de la España popular, contrasta con el cascarón castrense y eclesiástico de la ciudad de La Serena (Juan Uribe Echevarría, La Virgen de Andacollo y el niño Dios de Sotaquí, 1974).
En el pórtico de la basílica neogótica del Salvador en Santiago de Chile, inaugurada en 1937, fueron esculpidos los bustos de unos hoy irreconocibles varones chilenos. ¿Quiénes son? Actualmente el templo se encuentra en pésimo estado de conservación a causa de los terremotos de 1985 y 2010.