La vanguardia bolsonarista como fantasma de la ultraderecha
El agente a cargo de la seguridad en Brasilia, Anderson Torres, al parecer no se percató que venían cerca de 100 buses [sic] en dirección al centro administrativo del país; incluso, llegó a señalar que “el desorden es inconcebible y la falta de respeto a las instituciones es inaceptable”. Sin embargo, la sospechosa situación no cierra del todo. Y Torres, ex ministro de Justicia del gobierno brasilero saliente, tras la invasión de la vanguardia bolsonarista, fue destituido de sus funciones. Cabe recordar que también se encuentra recluido en Orlando (EE.UU.), lugar desde el cual Jair Bolsonaro, mientras la situación en Brasilia todavía no se controlaba, subió una foto comiendo en un local de comida rápida.
El paralelismo con la “toma del Capitolio” de los fanáticos trumpistas, casi exactamente dos años atrás (6 de enero de 2021), es demasiado. Misteriosamente, tanto Bolsonaro como Trump no reconocieron las victorias de sus contendientes tras las elecciones presidenciales de sus respectivos países. De hecho, este último también se refugió en Florida, mismo destino que eligió Jair Bolsonaro para arribar justo un par de días antes del cambio de mando. Y así, hasta el día de hoy, no le ha entregado la banda presidencial a Lula, Presidente democráticamente elegido, y que está gobernando hace más de una semana. Probablemente, no lo haga, y mantenga el poderío simbólico de dicha situación.
Recordemos que la vanguardia bolsonarista no es un movimiento de masas. En tanto, el Team Patriota, versión chilensis de estas fanaticadas, tampoco. De hecho, a los bolsonaristas ni su propio líder los defendió. Situación similar a su versión chilensis: ni en la UDI los quieren. Sin embargo, logran ir maquineando, desde youtubers, columnistas, think tanks, y una que otra idea novedosa, reavivar las fuerzas reaccionarias que se mantienen solapadas en las profundidades.
Así, construyen un discurso de odio, repetitivo desde Estados Unidos hasta Italia, desde Francia a Argentina; la estrategia se mantiene, promover y capturar la rabia para transmutarla en odio, identificando generalmente en una otredad al chivo expiatorio: a ratos, migrantes, feministas, talibanes y un largo etcétera que aglutina y enrostra su odio. O mejor dicho, su amor por los privilegios del sistema hegemónico, de un modelo de clases –y de castas– que les mantiene a ciertos ínfimos grupos en sus roles de poder. Pueden ser polacos en países nórdicos, venezolanos y colombianos en Chile, feministas para los tradicionalistas, o palestinos para el Estado de Israel. Estos grupos golpistas, como la vanguardia bolsonarista, defienden esa lógica, esos valores.
Desde el gobierno brasilero, se ha iniciado la investigación para dar con quiénes vienen financiando sus acampadas fuera de los cuarteles militares, sus buses para ir a tomar los edificios de los tres poderes: Parlamento, Presidencia y Corte Suprema. Un domingo casi cualquiera, a solo una semana de asumido el gobierno por Lula y su equipo, un nuevo llamamiento al Golpe de Estado. Un golpe a los pilares de la Democracia, incitados por discursos de odio permanentes desde el bolsonarismo. Parece que la estrategia es de los Golpes blandos, parte de lo que se ha conocido como lawfare, que ya hemos visto en Perú recientemente, en Bolivia (2019) y en el mismo Brasil contra el gobierno de Dilma Rousseff (2016), momento donde la mismísima figura de Bolsonaro comienza a emerger públicamente.
Esos son solamente algunos de los ejemplos que podemos nombrar rápidamente, donde las Fuerzas Armadas no han tenido la preponderancia que tuvieron en la ola anterior –durante los 60 y 70– de Golpes de Estado. Por lo mismo, las acampadas fuera de los cuarteles no tiene sentido y tomaría más importancia la invasión de ayer en Brasilia. O bien, como en el caso chileno, la no-elección de la Fiscalía Nacional o ciertas acusaciones constitucionales. En fin, el desprestigio de las instituciones democráticas junto a la judialización de la política. Se sabe: la política es la guerra por otros medios.
A pesar de los esfuerzos de sus seguidores y la estrategia que subyace estas acciones, el ex Presidente ultraderechista se ha desmarcado de la vanguardia bolsonarista, señalando que “las manifestaciones pacíficas forman parte de la democracia, mas las invasiones y depredaciones a edificios públicos escapan de la regla”. De todos modos, dicha publicación –vía Twitter, claro está– aprovecha además de atacar a la izquierda y no logra dar cuenta en qué medida él y sus seguidores que invadían ayer por la tarde los poderes brasileiros les interesa la democracia. Tampoco qué entienden por ella, en el caso que la defiendan. Al parecer, se reconoce que tras los nefastos resultados de la expresión de la vanguardia bolsonarista, el propio líder se desmarca.
Quizás desde ahí también podemos comprender las declaraciones del mismo J. A. Kast, quien escribió “la violencia política es inaceptable siempre”, una frase al menos extraña, viniendo de alguien que en diversas ocasiones ha tenido opiniones negacionistas respecto a la violación de derechos humanos durante la dictadura chilena. En fin, parecía difícil decir otra cosa y urgente destacar el desmarque del propio Bolsonaro, quien apeló a que no tiene conexión alguna con los acontecimientos. Pero es cosa de revisar sus discursos y prácticas para ver cómo incita estas actividades vanguardistas, o bien, cómo ha desprestigiado la Democracia.
A pesar de que esta vanguardia dominguera convocó a unas 4 mil personas, cantidad ínfima en un país de más de 210 millones de habitantes, sí hay que poner atención en la capilaridad del movimiento y su férrea disposición a profanar todos los simbolismos de la institucionalidad democrática brasilera. Además, y a pesar de su cantidad, exhibe una fuerza revitalizadora que el espectro derechista promueve. Hasta ahora el ejército brasilero se ha reservado de actuar, pero las conexiones entre Bolsonaro y el mismo son inmensas; cabe recordar la fuerte presencia de uniformados en papeles claves durante su gobierno.
El discurso golpista tiene consecuencias, quizás no inmediatas, pero pretende ir cercenando las democracias: recordemos la impronta golpista promovida por grupúsculos extremistas en el Chile de los 60 y de los 70. Algunos, en pequeñas publicaciones de provincia difundían sus ideas entre los altos mandos de la Marina, otros lanzaban maíz a los uniformados para destacar su cobardía –identificándoles como gallinas–, otros grupos disputaban la hegemonía dentro de la Iglesia Católica, defendiendo los valores tradicionalistas.
Mientras, otros fueron levantando propuestas alternativas al modelo sociopolítico entre las derechas históricas. Y entre esas posiciones, con una multiplicidad de movimientos y reacomodos, gracias a medios de comunicación masivos –entre los que se contaba, claro está, ese con nombre de planeta–, fueron hegemonizando su propuesta antidemocrática y resquebrajando las fuerzas populares y democratizadoras que se habían difundido. De este modo, hubo una construcción discursiva que posibilitó cierta legitimación al Golpe de Estado: sucedió en Chile, había sucedido en Brasil y puede que esté pasando lo mismo. Nada hace pensar que el fantasma golpista de las derechas latinoamericanas no nos siga penando.