¿La política, el arte de lo imposible?
Cada día nos queda más claro que la política y la democracia se vuelven un imposible. La idea de democracia se ha vuelto un significante vacío, dispuesto a llenarse con cualquiera evocación, gusto personal, espectáculo o marketing; una idea manipulable con cualquier finalidad. Ahí tiene usted el nuevo “acuerdo nacional” (cómo le gusta usar a la derecha chilena esos términos...), uno que, en su mismo proceder metodológico, niega lo que dice ser.
¿Cuántos años llevamos con estos juegos de palabras, con el dominio pleno de las apariencias? Pero, hay que decirlo, esta cuestión viene de lejos. Desde la Comisión Trilateral y el Consenso de Washington –después “ayudados” imprevistamente por el derrumbe de los socialismos históricos–, se afrontó el “problema” del exceso de demandas de las poblaciones y sus ciudadanos, sobre el sistema socioeconómico imperante, demandas y reclamaciones de mejor vida que ponían en peligro la viabilidad del mismo capitalismo pues. ¿Qué se podía hacer, según las élites de poder? Pues limitar la política; restringir las posibilidades de expresión alternativa de la soberanía popular. Sí, usted puede votar aquí y allá, pero no puede intentar o proyectar ir más allá de la lógica sistémica neoliberal que domina. Pero, de nuevo, ¿cómo hacer para que esas limitaciones se estabilicen? Bueno, pues: imponer la idea de una democracia “protegida” y/o “restringida”. ¿Protegida contra quién? Pues contra el pueblo soberano y sus equivocaciones. No se puede confiar en la soberanía popular. Es irracional, emotiva y sentimental. Por lo mismo, puede resultar fácilmente “manipulable”, claro, por los otros, los rebeldes, los críticos, los cuestionadores, los izquierdistas, que quieren otra forma de vida, nunca por las élites de poder y sus medios de desinformación, siempre “consagradas” con enormes y “cristianos” “sacrificios” al bienestar de todos. Estas élites se hacen “asesorar”, cómo no, por sus “expertos”, notables y supuestos “indiferentes” políticos. Esa fue una de las ideas matrices colocadas en la Constitución ideada por Jaime Guzmán y los suyos el año 80 y votada en condiciones fuera de toda regla electoral validable (aunque después los mismos andan dando “clases” de elecciones “libres” a otros Estados). Así se fue concretando la receta neoliberal (que no tenía nada de “nacional”) y que tuvo a Chile como primer laboratorio claro y distinto, uno que implementó una realidad invertida o el mundo al revés. Por cierto, los vientos soplaban en esa dirección…
A partir de ahí, la estrategia era volver irrealizable una política democrática. No solo para Chile. Los programas de cambios importantes terminan siendo fagocitados y cooptados por los intereses de los poderosos, y traen, entonces, hace ya muchos años, el desencanto, la decepción y la desilusión ciudadana con la cosa pública y, cómo no, el ascenso de las ultraderechas. Algo que no es solo nacional: es mundial. Ese ha sido uno de los objetivos de la globalización del capitalismo financierista y tecnologizado hoy en crisis. Bien lo expresa Bauman cuando nos dice: “Lo público se encuentra colonizado por lo privado. El interés público se limita a la curiosidad por la vida privada de las figuras públicas, y el arte de la vida pública queda reducido a la exhibición pública de asuntos privados y confesiones públicas de sentimientos privados (…). Los temas públicos que se resisten a esa reducción se transforman en algo incomprensible”.
En su origen, la democracia fue producto de la lucha social, política, económica. Democracia era el nombre que recibía el régimen en el cual los desposeídos (o los pobres) instauran un poder efectivo sobre la sociedad y contra los poderosos. Aristóteles sostenía –por ejemplo– que había democracia cuando son soberanos los que no poseen gran cantidad de bienes, sino que son pobres. Y los participantes de la cosa pública ponían todos los temas importantes en común para ser informados y públicamente debatidos y decididos. La democracia como cosa en sí, como una abstracción formal, no existe en la vida histórica. Es siempre, un movimiento político-social, cultural determinado, apoyado por determinadas fuerzas y clases que luchan a favor de ciertas finalidades. Un Estado democrático es por tanto uno en el cual el movimiento democrático detenta el poder.
Por eso, siguiendo a Robert Dahl, tendríamos que decir que nosotros no tenemos democracia, sino poliarquía. Es decir, la facultad del pueblo de elegir cada cierto tiempo los miembros de las élites que nos gobernarán por una cierta cantidad de años. La política de hoy y sus agentes están sometidos al poder superior del capital (sea nacional o transnacional). Han terminado aceptando al sistema capitalista como una suerte de máxima expresión de evolución histórica.
Por lo mismo, una cosa son los programas por los que votamos y otra, una vez pasadas las elecciones, lo que hacen los gobiernos, en una rueda sin fin, claro, hasta que vienen los estallidos o las revoluciones (que, por cierto, los “expertos” no ven venir). Pero poliarquía no es igual a democracia. Democracia sería un sistema en que un electorado universal estuviese razonablemente bien informado (i.e. sin fake news y law fare) y fuese razonablemente activo; y, además, no se encontrase obstruido por una clase minoritaria privilegiada. Sin embargo, lo sabemos, la clase capitalista en una sociedad capitalista es una clase minoritaria privilegiada, y por ello el capitalismo resulta incompatible con la democracia.
¿Si hay minorías privilegiadas e imposibilidad de ejercicio de la soberanía popular, a qué queda reducida la acción colectiva en el espacio público? Al tema del poder, pues; y a la lucha de todos contra todos en función de su obtención, gestión y mantención. Reinará así la ley del más fuerte, el más astuto o el más rico.
El sufrimiento y dolor ajeno, tanto de las comunidades como de la naturaleza, quedan aquí fuera de consideración; no entran en el ejercicio del cálculo costo/beneficio. Es, como expresan algunos, el triunfo de una cultura patriarcal (la violencia, la posesión, la competitividad, el poder). Capitalismo más patriarcalismo no solo afectan el ideario y práctica democráticas, sino que están a la base de nuestra actual crisis multidimensional, sistémica y no coyuntural. Si desde ya no nos ponemos en camino de manera comunitaria, de pensar y actuar salidas, vamos hacia nuestro propio autoexterminio. Algo que a las élites no les interesa ver.
Permítanme –estimados lectores y lectoras– terminar con un fragmento de poema de Bertold Brecht que viene a cuento. El Buda, dice Brecht, les narró de noche la siguiente parábola a sus discípulos:
No hace mucho vi una casa que ardía. Su techo era ya pasto de las llamas. Al acercarme advertí que aún había gente en su interior. Fui a la puerta y les grité que el techo estaba ardiendo, incitándoles a que salieran rápidamente. Pero aquella gente no parecía tener prisa. Uno me preguntó, mientras el fuego le chamuscaba las cejas, qué tiempo hacía fuera, si llovía, si no hacía viento, si existía otra casa, y otras cosas parecidas. Sin responder, volví a salir. Esta gente, pensé, tiene que arder antes que acabe con sus preguntas. Verdaderamente, amigos, a quien el suelo no le queme los pies hasta el punto de desear gustosamente cambiarse de sitio, nada tengo que decirle.