Chile, la comunidad instantánea
Me moviliza el pesimismo y el vacío. Escribo desde un lugar escandalosamente tranquilo, culturalmente plano y fofo. Transcurro en el páramo de una desilusión. Advierto.
¿Cómo se pasa de un Estallido Social de las proporciones de Octubre (a este último lo entiendo como sustantivo, por eso lo usaré en mayúsculas) a la opacidad más decepcionante? O, preguntado de otra forma, ¿cuál es ese bizarro pasadizo que permite que una sociedad en su momento pletórica de sentido y caleidoscópica se re-sienta y vuelva –en nueva clave y digiriendo ahora otras píldoras–, por citar el libro de Lipovetsky, a “la era del vacío”.
Habría mucho que arriesgar y no será esta columna la que pueda disolver esta paradoja que, al final, ni tan paradoja cuando de un país como Chile se trata.
En algún otro texto, hace tiempo, hablé de “El país sublimado”, es decir, y entendiendo a la sublimación en términos puramente freudianos, de una sociedad que no es capaz de mantenerse por un tiempo mínimo en un objeto de deseo, siendo itinerante, nómade en su síntoma y recuperándose permanentemente en lo que en la fraseología musical se denomina “síncopa”, o sea, aquel elemento que rompe con la continuidad del ritmo.
Y esto es precisamente lo que parece caracterizar, al menos parcialmente, a algo así como nuestro acervo, nuestro “ser” cultural, el modo y el uso que le damos a una idiosincrasia tan dúctil como movediza, tan esquiva como traicionera. Un tipo de cultura que no se fideliza sino que se permuta en la indeterminación, sin régimen y que, al final del día, es capaz de solo en tres años haber pasado por casi todos los estados sociales y políticos de los cuales disponen en la actualidad las democracias contemporáneas: revuelta, pacto, Asamblea Constituyente, reauge del proto-fascismo, socialdemocracia a medio camino entre Europa y el barrio Meiggs, el Presidente más joven y votado de la historia y, hoy, de cara a la real posibilidad de ver cómo a la Constitución de Pinochet y Guzmán solo le moverán un par de vértebras sin siquiera rozar su médula.
No somos más que la acción no premeditada de un sonambulismo ácrata que nos invita al sueño intenso pero que nos despierta sin clemencia a mitad de la noche.
Pero mi idea no es echar ni distribuir culpa, la que, seguro, es sobre todo nuestra. Me refiero a quienes embelesados por el romance octubrista negamos todo principio de realidad. Los mismos que, y al día de hoy, nos confundimos en el éter de una nada que se empareja sin resentimiento con el pasado reciente y de fábula, dejándonos como herencia esta suerte de furia desmoralizante. Porque estamos llenos de vacío, arrebatados de perplejidad y nada de lo que se nos pueda decir a modo de consuelo filosófico puede detener esta ausencia, esta falta, este resto de lo que no fue y que nos toca –quizás como nunca– intentar reinventar.
Se trataría entonces de eso, de reinventar lo que quedó, el resto que somos y, en una de esas, juntando todo lo que está en falta volver a pensar en una política que vaya más allá de la espontánea comunidad. Entiendo que esto puede no gustar, pero pienso que en Chile adolecemos de un exceso instantáneo de comunidad, de un mal de comunidad. Hablo aquí de lo que no se proyecta, sino que simplemente acontece e irrumpe generando la ilusión de la comunidad recuperada y el presentimiento de que ahora sí la justicia será el sujeto y la igualdad el predicado. En otras palabras, pareciera ser que somos los ingenuos activistas de una comunidad sin destino.
La ultraderecha, la derecha, la centroderecha, en fin, sabe mejor que nadie que en la espontaneidad no está el naipe. No se paran sobre la pantanosa ciénaga del momento que, aunque hermoso, no detecta la sociología profunda sino la superficial, no entiende el canon, la mediana cultural de un país que volvió a las mismas manos, a las mismas arcas, a la misma noche.
El diagnóstico es pesimista, que duda cabe, pero nadie dijo que el pesimismo no podía ser imaginativo, creador, sincero y, sobre todo, profundamente político.