A tres años del 18-O, ¿qué se ha ganado?
Chile es un país más pobre que en octubre de 2019. Está igual o más fragmentado políticamente. Tiene la misma Constitución, las mismas instituciones, la misma distribución desigual de la riqueza. Tiene mayor inflación, mayor desempleo y menor tasa de productividad.
Esos son los indicadores a los que apelan quienes, tres años después, pretenden resarcir de la memoria colectiva la apreciación de un acontecimiento trascendental que, en su momento, gozó de amplia aceptación. La operación consiste en realizar el siguiente movimiento superficial: el estallido social estuvo animado por pretensiones de justicia social y transformaciones profundas en el modo de organizar y distribuir el poder (en sus distintas dimensiones). Paradójicamente, la masividad de la fuerza social desplegada y la potencia irrefrenable que conllevaba tuvieron como resultado, tiempo después, un empeoramiento en las condiciones de vida de los chilenos. El argumento es claro, aparentemente incontestable por la misma densidad de los hechos: la politización del malestar, de la vida social y la protesta conllevan más miseria de la que pretenden abolir. La lección moral, no menos implícita que directa, es que cualquier tentativa de actividad política se debe dar al abrigo del orden institucional (aunque, naturalmente, la propia configuración de este orden impide que sea el mismo lo que se pueda destituir, esto es, el objeto de la actividad política).
El problema crucial que atraviesa y corrompe todo este despliegue argumental no es, principalmente, la fabricación antojadiza de nexos causales unidireccionales a problemas multifactoriales (la pobreza, el desempleo, inflación, etc. se pueden remitir a un conjunto de elementos posteriores al estallido, como la recesión global, la pandemia, la inmigración desmesurada, etc.). Esta vinculación es menos teóricamente fundada que políticamente motivada.
Por el contrario, esta apreciación del actual estado de cosas adolece de un problema más esencial que, lamentablemente, es el menos atendido: la recta comprensión de la naturaleza del acontecimiento que se trata. Críticas destempladas y nostálgicas reivindicaciones se asientan sobre el mismo plano extendido sobre una base espuria.
Así, por un lado, el estallido sería la expresión de un malestar difuso, producido por promesas meritocráticas incumplidas, una desigualdad acuciante, un sistema político inoperante, junto con la palmaria percepción de abusos resultantes de sistema de justicia carente de su imparcialidad definitoria. Por otro lado, están quienes sostienen que la crisis fue una eclosión de violencia causada por la modernización capitalista acelerada y la incapacidad de dar cabida a las aspiraciones generadas por la bonanza económica de los últimos 30 años, junto con los anhelos identitarios de diferenciación y su consecuente fragmentación política y social, articuladas con el individualismo inconformista y la anomia como efecto de la pérdida de prestigio de la autoridad.
Ambas pretensiones, condenatorias y legitimadoras, discuten así sobre causas y consecuencias, pero perdieron de vista su objeto.
El trasfondo teórico que anima e impone las normas de discusión es el mismo: la reducción de la radicalidad del evento a la sumatoria de sus causas. Ambas posturas se ubican en posiciones diferenciadas dentro del mismo régimen hermenéutico: la matriz sociologista. Así como otrora se denunció en la economía la reducción del fenómeno humano a un conjunto de interacciones funcionales de conducta (Arendt), hoy la complejidad del fenómeno social solo puede ser sometido a un intento de comprensión válido cuando se lo reconduce a un determinado modelo de intelección tecnocrático, cuya operación consiste en desanudar una maraña causal, perfectamente localizables y naturalmente separables, cuya planificada y articulada exposición bastan para su adecuada intelección. Una diversidad de episodios, acontecimientos, procesos y quiebres se funden en la misma amalgama indiferenciada de “hechos sociales”.
La pregunta sobre qué se ha conseguido luego de la revuelta (y qué hemos perdido) es una interrogación con vicio de origen. La revuelta no logra ningún objetivo porque por su propia naturaleza desborda el clivaje medio-fin. Su definición como “suspensión del tiempo histórico” pone en cuestión la manera habitual de concebir no solo la temporalidad colectiva que hasta ese momento discurría (un tiempo “lineal, homogéneo y vacío” en palabras de Benjamin), sino también la misma formar de articular la existencia que ese tiempo organizaba (junto con, por supuesto, la forma política que hasta ese momento imperaba).
La aplicación de criterios y estándares emanados de la temporalidad normal para juzgar ese acontecimiento es simplemente una impostura. Ambas situaciones son absolutamente inconmensurables. Su potencia radica en la pureza de su manifestación, no en la efectividad de sus conquistas. ¿Por qué los sociólogos, tan convencidos de las causas del fenómeno, nunca pudieron predecirlo, si estas mismas ya se encontraban a disposición de su mirada técnica? La verdad, fue porque nunca comprendieron la singularidad del evento. Su propia verdad como acontecimiento implica una fractura esencial con cualquier marco de legibilidad prestablecido que rija la temporalidad normal, ya que aquel lo suspende de manera absoluta.
“La revuelta suspende el tiempo histórico e instaura de golpe un tiempo en el cual todo lo que se cumple vale por sí mismo, independientemente de sus consecuencias y de sus relaciones con el complejo de transitoriedad o de perennidad en el que consiste la historia” (Jesi). El acontecimiento, como aquello que irrumpe siempre imprevisible, obtiene su fuerza de su propia intempestividad. “¿Qué o cuál es, a fin de cuentas, la fuerza de un acontecimeinto, sino su singularidad irreductible?”, afirma preguntando Oyarzún. Es esta misma potencia la que desactiva el régimen hermenéutico dominante.
El estallido social no fue un medio para un fin racionalmente organizado. Por el contrario, fue la apertura de una fisura en la racionalidad imperante, una fractura en la forma de organizar el tiempo y el espacio en un plano intelectualmente previsible y tecnocráticamente manipulable. La intensidad de su experiencia fue inversamente proporcional a la extensión temporal de su manifestación. Los intentos por prolongar sus movimientos son igual de infructuosos que los que buscan imputar sus consecuencias.
La revuelta ocurrió en octubre de 2019. Las disputas sobre lo que se ganó o perdió erran (ambas) porque buscan establecer un parámetro de medición a aquello que por naturaleza no puede ser medido. Pretenden hacer calculable los efectos de un acontecimiento que estalló esa misma directriz gobernada por la racionalidad calculadora. Pretenden, en resumen, sumergir la radicalidad de un acontecimiento en la homogénea y lineal experiencia normal de la historia, cuando la característica esencial de ese acontecimiento consistió en nada más que hacer estallar esa misma experiencia, estallido del cual sacó no solo su potencia, sino también su nombre.