Elecciones en Brasil: Aprendizajes sobre el neofascismo
Brasil cuenta los días, horas, minutos. La recta final para las elecciones presidenciales de este domingo 2 de octubre de 2022 ha sumergido al país en un clima general de ansiedad y angustia. Los dos principales candidatos son el actual Presidente Jair Bolsonaro (Partido Liberal, PL) y Luiz Inácio Lula da Silva (Partido de los Trabajadores, PT), seguidos a distancia por Ciro Gomes (Partido Democrático Laborista, PDT) y por Simone Tebet (Movimiento Democrático Brasileño, MDB).
El último sondeo electoral del Instituto IPEC –solicitado por la Red Globo de Comunicaciones, uno de los más importantes clústeres mediáticos brasileños– fue publicado el 26 de septiembre, con un margen de error de 2 puntos. Lula tendría 48% de las intenciones de voto contra 31% de Bolsonaro, 6% de Gomes y 2% de Tebet. Luego, habría un 10% de votos “retardatarios” (como los denomina la prensa brasileña): 2% dispersos entre nueve candidatos con poca expresividad nacional, 4% de votos blancos o nulos, y otros 4% de electores/as indecisos/as. Desde mediados de agosto, Bolsonaro viene manteniéndose estable entre 32-31%, mientras Lula pasó del 44% al 48%.
El incremento del 4% es suave, apenas arriba del margen de errores, pero fue suficiente para crear las esperanzas de una victoria del PT en la primera vuelta (lo que sucedería si Lula lograra el 50% más un voto, según la ley electoral brasileña). El candidato del PT viene apostando por esta posibilidad; se armó un dispositivo de militancia nacional instando a convencer sobre la importancia del “voto útil”.
El término es un eufemismo para un escenario apremiante: las posibilidades de una victoria de Bolsonaro aumentan considerablemente si hay ballotage. Además de sus 31% estables, el ultraderechista podría hacerse con los 10% de votos retardatarios, con el 2% de Tebet (sus votantes son de derecha) y quizás también con los 6% de Gomes (quien el mismo día 26 de septiembre hizo un comunicado público afirmando que en ningún caso apoyaría a Lula). Intelectuales, artistas, políticos y personalidades variopintas están llamando a los y las votantes de Gomes a votar a Lula para evitar que un ballotage termine en una catástrofe.
Quizás la palabra “catástrofe” quede corta para describir lo que sucedería a Brasil si es sometido a cuatro años más de bolsonarismo. Hija política de un Golpe (la destitución ilegítima de Dilma Rousseff, el encarcelamiento ilegal de Lula impidiéndolo de competir en las elecciones de 2018), la Presidencia de Bolsonaro significó un desastre multidimensional en Brasil.
En julio de 2022, el país presentaba una inflación acumulada de 11,7% en 12 meses, según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE), la cuarta más elevada entre los países del G-20 (detrás de Turquía, Argentina y Rusia). Bolsonaro buscó atribuir este escenario a la guerra entre Rusia y Ucrania, pero no tuvo éxito: la inflación había empezado a complicar la vida de los y las brasileñas muchos meses antes del conflicto. En 2021, la gasolina aumentó su precio en 50%, mientras el etanol (combustible muy popular en Brasil) subió un 70%. A su vez, los alimentos, que habían subido un 14% en 2020, siguieron su tendencia, con un incremento del 8% en 2021. Desde agosto de 2022, observando la creciente insatisfacción popular, Bolsonaro tomó medidas para la bajada del precio de los combustibles, logrando establecer una tendencia antiinflacionaria de corto aliento, con miras a las elecciones (lo que no pasó desapercibido por los y las electoras).
Este escenario inflacionario es parte de un brutal incremento en los costes de vida, que saltaron un 72% entre 2019 y 2022, según el Departamento Intersindical de Estadística y Estudios Socioeconómicos (DIEESE). Alimentos, combustibles, electricidad, gas, agua, vestuario, servicios de salud, educación, transporte: las personas sienten que para mantener sus patrones de consumo tienen que hacer un esfuerzo cada vez más desmesurado. Es decir, la gente debe invertir cada vez más tiempo y esfuerzo adaptativo para lograr las condiciones de supervivencia que consideran mínimas. Y esto es transversal en términos de estratificación socioeconómica. Con excepción de una pequeña élite (el 10% más rico), que logró concentrar recursos durante la pandemia, en Brasil la mayor parte de los sectores observan una caída vertiginosa de sus condiciones de vida.
No hay que perder de vista que estamos hablando del segundo país más desigual de Latinoamérica (solo detrás de Chile). Según la Oxfam, seis brasileños (todos ellos hombres, blancos, de la élite) detienen actualmente una riqueza equivalente a la de 100 millones de personas (casi la mitad de la población nacional). Un/a trabajador/a que es remunerado con el sueldo mínimo en Brasil (que accede a 1.212 reales, equivalentes a 217,2 dólares) tiene que trabajar 19 años para reunir los mismos recursos que uno de estos superricos acumulan en un mes. El retroceso salarial en Brasil fue notable en el gobierno Bolsonaro, pero su efecto fue magnificado por la desaparición de los incentivos del Estado para el consumo popular (con la eliminación de políticas de créditos a bajas tasas).
También según el IBGE, 10,1 millones de personas (un 9,3% de la población en edad económicamente activa) estaban desempleadas en el segundo trimestre de 2022. El número equivale a casi tres veces la población de Uruguay; el 53% de la población chilena o el 22% de Argentina. En la era de los gobiernos del PT (entre 2002 y 2016) Brasil logró salir del mapa mundial del hambre; pero el gobierno Bolsonaro llevó el país nuevamente a esta condición infame. Según Oxfam, en 2022 cerca de 33,1 millones de personas pasan hambre en Brasil: solo 4 de cada 10 familias logran cubrir las necesidades alimentarias diarias (58,7% de la población convive con la inseguridad alimentaria). En el último año, 14 millones de personas se sumaron a esta condición y el país retrocedió a sus índices de los años 90.
Bolsonaro viene culpabilizando a la situación pandémica por este descalabro socioeconómico, pero la población registró que su administración había dado claras muestras de ineficiencia con anterioridad a la emergencia sanitaria. Poco antes de que Bolsonaro iniciara su gobierno, en el último trimestre de 2018, el Producto Interno Bruto (PIB) brasileño crecía a una tasa del 2% interanual (según el IBGE). En inicios de 2020, antes del caos pandémico, y tras un año de gobierno, esta tasa era del 0,9%; Bolsonaro arrastraba el país a un proceso recesivo. Actualmente, Brasil es la 38ava economía en términos del crecimiento del PIB entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE); una caída libre si consideramos que llegó a ocupar el sexto lugar en 2008, en la segunda Presidencia de Lula.
Nota aparte merece la gestión sanitaria, fuente de angustia, inseguridad y desesperación popular. Bolsonaro hizo lo impensable: atacó a los ministros de Salud, destituyó cuadros técnicos del ministerio para sustituirlos por militares. Declaró que se trataba de una “gripecita”, que la economía no podía parar. Sentenció que era el destino de las personas mayores (grupo de riesgo prioritario del Covid-19) morir, respaldándose en un darwinismo rancio (“que sobrevivan los más fuertes”).
Sostuvo conflictos con los gobernadores de los estados que buscaban aplicar políticas restrictivas de la circulación. Cuando las vacunas llegaron al país, gracias a la inversión de estos gobernadores y el trabajo de centros de investigación públicos autárquicos, Bolsonaro declaró que quienes se aplicaban la vacuna podrían convertirse en “yacarés”, iniciando así una terrible campaña de desinformación. Además, acudió a diversos eventos públicos sin mascarilla, incluso cuando estuvo enfermo de Covid-19, y despotricó en contra de la prensa que divulgaba estos excesos. El resultado fue que Brasil perdió cerca de 686.000 vidas en la pandemia, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Los números del “exceso de mortalidad” (diferencia entre la cantidad de personas que murieron y aquellas que se esperaría que muriesen, si no hubiera una pandemia) para el periodo 2020-2021 ubican el país en la cumbre de las peores gestiones sanitarias mundiales. Brasil es el cuarto país del mundo (detrás de India, Rusia y México) en exceso de mortalidades durante la pandemia.
Ahora bien, ¿qué logró Bolsonaro? Claramente, el principal “éxito” del gobierno (y considérese por favor la ironía de estas comillas) fue la embestida ultraconservadora en contra del derecho de los grupos afrodescendientes, indígenas u originarios; en contra de las identidades de género disidentes y también en contra de los derechos de las mujeres. Bolsonaro implementó a rajatabla toda la agenda conservadora social que anunciaba; es más, incluso la expandió.
El resultado fue una naturalización de las expresiones del odio en contra de los mal denominados “grupos minoritarios” (algunos de los cuales constituyen mayorías poblacionales en muchas regiones, como los y las afrodescendientes). En muchos casos, los ataques ultraconservadores alentados por el gobierno tienen un cariz de intolerancia religiosa. Bolsonaro legitima el ethos simbólico de las regiones evangélicas (en las que tiene apoyo económico, político y social) y promueve la demonización de las religiones afrobrasileñas e incluso del catolicismo (que en su faceta más popular constituye movimientos de base anti-bolsonarista).
El gobierno Bolsonaro también logró con éxito una guerra en contra de los campos culturales, del conocimiento, de la educación (en especial la superior), a los que describe como sometidos por el “marxismo cultural” (expresión difusa que alude de manera imprecisa a cualquier marco cultural o analítico con características progresistas). El desfinanciamiento de la cultura, de la ciencia y de las universidades fue vertiginoso, con consecuencias irreparables (museos, bibliotecas, cinematecas incendiadas, apagón de la producción científica brasileña, entre otros desastres). La guerra en contra de los derechos de los pueblos indígenas en los territorios amazónicos fue igualmente concretada en términos genocidas. El gobierno suspendió la fiscalización ambiental facilitando así la destrucción masiva de la mayor selva del mundo y el exterminio indígena y de activistas ambientales y de derechos humanos.
La política de armar la población y de liberar la “autodefensa” aumentó los incidentes con armas de fuego en escenas cotidianas. Brasil es reconocido como uno de los tres países más violentos de Sudamérica (detrás solamente de Venezuela y Colombia). El Global Peace Index [Índice de Paz Global], mide las condiciones de vida en 163 países del mundo. Cuanto más pacíficos, más cerca de la primera posición. Antes de que asumiera Bolsonaro, en 2018, Brasil estaba en la posición 114 de este índice. Actualmente, tras haber descendido 16 posiciones en menos de cuatro años, se encuentra en el puesto 130 y está formalmente considerado entre los países más peligrosos del mundo.
¿Qué nos sugieren todas estas informaciones? Mirando detenidamente, estos datos permiten establecer al menos tres reflexiones interesantes.
Primero, que el gobierno Bolsonaro logró aplicar las políticas ultraconservadoras en lo que concierne a las identidades, a los derechos sociales, al medioambiente y al campo cultural e intelectual, pero que no ha logrado establecer con la agenda ultra-neoliberal de su ministro de Economía (Paulo Guedes, quien fuera asesor de Augusto Pinochet en Chile), la estabilización de las condiciones de vida de amplios y heterogéneos contingentes poblacionales que componen los grupos más rezagados y los sectores medios brasileños. Es decir, si bien Bolsonaro garantizó el éxito de una política simbólica, de identidades y de valores ultraconservadores, no pudo cumplir con la promesa de mejorar las condiciones de consumo, de acceso a bienes y servicios (especialmente a la salud, educación y transporte públicos), la disminución de la violencia (que en Brasil significa una amenaza apremiante y cotidiana).
Tampoco pudo cumplir con la promesa de moralización de la política brasileña: su gobierno se mostró plagado de escándalos de corrupción. Varios de ellos vinculan al Presidente y sus hijos a esquemas de recaudación ilícita respaldados por fuerzas paramilitares (las denominadas “milicias”, de Río de Janeiro), cuya investigación Bolsonaro busca ahogar manoteando el poder judiciario y la Policía Federal. Los últimos de estos escándalos aluden a la compra, por parte del Presidente y de sus hijos, de un total de más de 50 inmuebles pagados en efectivo con dinero no declarado al Fisco brasileño. Con esto, la imagen con que Bolsonaro llegó al poder –convenciendo a sus electores/as de que no se trataba de un político “común”, sino que de un “hombre honesto”– caducó antes incluso del final de su mandato.
Recordemos que Bolsonaro ganó el ballotage de las elecciones de 2018 con un 56,7% de los votos válidos. En aquel entonces, muchos analistas asumieron este resultado como una nueva grafía del electorado brasileño que se habría girado hacia una posición ultraconservadora y hasta neofascista. Considerando que la intención de votos a Bolsonaro en las últimas pesquisas es del 31%, habría un 25,7% de votantes que se desligaron de la propuesta del ultraderechista. El 25,7% de un universo de 150 millones de electores que tiene Brasil significa algo así como 40 millones de personas. En otras palabras, al menos 40 millones de personas no están dispuestas a apoyar un proyecto político ultraconservador y neofascista con relación a los valores, si este no conduce al bienestar social y a la estabilidad de las condiciones de consumo.
¿Es fascista el electorado brasileño? No sería exagerado ni inexacto afirmar que una parte considerable de la población asumió abiertamente por primera vez en democracia su adhesión a valores neofascistas (especialmente, al deseo de eliminación de aquellas personas y grupos que consideran “sus otros”). Esta parte quizás esté contabilizada en este 31% de apoyo persistente a Bolsonaro y representa un cambio importante en los consensos democráticos. Hace una década en Brasil, nadie asumiría legítimo preconizar el exterminio político de la gente de izquierdas como lo hizo Bolsonaro en su última campaña y como lo ponen en práctica ahora varios de sus seguidores (hubo al menos cuatro asesinatos de militantes del PT a quemarropa en la actual campaña electoral).
No obstante, para este 25,7% que parecieran estar retirando el apoyo a Bolsonaro, la decisión por votarlo en 2018 responde a otras expectativas. La demonización mediática del PT, el bombardeo sobre las 23 causas de corrupción en las que se acusaba a Lula (de las cuales fue absuelto) fueron insistentemente orquestados por los sectores conservadores y por los medios de comunicación hegemónicos en Brasil entre 2013 y 2018. Con ello, lograron construir en la opinión pública una asociación de Lula y del PT a la corrupción, a la crisis económica, y a las dificultades multidimensionales de sustentabilidad de la vida enfrentadas por la mayoría de los sectores sociales brasileños desde 2013 (en cada uno de ellos de forma específica, lógicamente).
Llego con esto a mi segundo punto. Bolsonaro pudo capitalizar en 2018 un voto que expresa la inconformidad de amplias mayorías con el modelo neoliberal brasileño; con la ausencia o insuficiencia de mecanismos públicos de protección social (salud, pensiones, asistencia social), con el empeoramiento de las condiciones de vida derivadas de la precarización de la vivienda y del encarecimiento de servicios básicos (agua, electricidad, gas y transporte públicos).
Estos y estas electoras estaban cabalmente convencidas de que el PT había causado todo esto. De que el PT había propiciado las condiciones para el arraigo de una manga de políticos con privilegios inconmensurables e insensibles a las crecientes dificultades de la gente. Una parte del voto al neofascismo en Brasil fue –como quizás también haya sido en varios países europeos en inicios del siglo XX–, una expresión de inconformidad con las condiciones de sustentabilidad de vida, y no solamente una adhesión explícita al tradicionalismo, machismo, racismo y xenofobia.
Tercero, tras la debacle de la administración de Bolsonaro, la sociedad brasileña pasó por un aprendizaje que constituye una vanguardia política en nuestros tiempos. En Europa, las poblaciones rezagadas con el neoliberalismo del siglo XXI, y con el vaciamiento de las democracias, siguen pensando que los partidos neofascistas pueden ser una alternativa (o una expresión electoral de protesta) frente a este cuadro de miserias. Italia es quizás el ejemplo más reciente y abrumador: no es fácil digerir la imagen de la elección de Giorgia Meloni a exactos cien años del ascenso de Mussolini. Brasil, que viene de cuatro años de una apuesta parecida pudo constatar que, lejos de una solución a los problemas que la gente percibe como propios, el gobierno de Bolsonaro significó su empeoramiento multidimensional (en sus aspectos mensurables e inconmensurables).
En un momento tan delicado como este, me cuesta esconder mi deseo más profundo de que este aprendizaje realmente constituya un eje del resultado electoral en Brasil. Es imperativo que la sociedad brasileña rechace a Bolsonaro, y que lo haga en la primera vuelta. Si esto llegara a suceder, sería una seña hacia una salida democrática a la violencia política que vemos avecinarse en esta ola neofascista global que se está tomando la arena política internacional. El aprendizaje brasileño (y el papel de liderazgo regional que Brasil puede ejercer en el Cono Sur americano), lo erigiría como un contramodelo a esta tendencia.
Para ello, sería imprescindible que los sectores progresistas empezáramos a recoger también los aprendizajes del proceso brasileño y nos hiciéramos cargo del malestar multidimensional de amplias poblaciones que sienten no ser escuchadas en nuestras democracias.