El progresismo ha sido “cancelado”
Antes de participar más activamente en política, en 2016, comenzó a desarrollarse un debate polémico en varios países anglosajones. Me refiero a eso que hoy es llamado lo "woke". Surgieron varios videos de académicos conservadores o sencillamente "mesurados" que eran atacados colectivamente por estudiantes en varias universidades. Medios de comunicación alternativos, de redes sociales, comenzaron a sacar videos defendiendo estas posturas con mucha dureza e infantilismo y, en medio de esa trifulca, surgieron Jordan Peterson, Ben Shapiro y muchos otros comentaristas mediáticos de derecha. La academia de izquierda comenzó a ser vista con desprecio. Se escribieron libros y artículos de opinión debido a las cancelaciones y pérdidas de empleo de profesores “conservadores”; el famoso asunto de cómo las “teorías de género” estaban dañando la libertad de expresión, etc. Latinoamérica vio nacer gradualmente, quizás un poco más tarde, a los equivalentes de los nuevos “intelectuales públicos antiprogresistas” anglosajones, con figuras como Agustín Laje.
Cuando comencé a ver todo esto, justo estaba dando mis primeros pasos a una lectura política más seria, formándome a través de textos y videos, etc. Aún no sabía ni la décima parte de lo que hoy sé. Pero sentí rápidamente que, sin desmedro de la baja calidad argumental de algunos “gurúes” conservadores revelada en sus videos de YouTube, la efervescencia intolerante, agresiva y altanera de estas nuevas prácticas discursivas progresistas, iba a gestar un profundo resentimiento por parte de la gente de a pie. Conversé de esto con amigos y amigas, que me miraban un poco extrañados. En 2017 sentí que aquellas tendencias llegaron a Chile, aunque un poco tímidas al principio. En las universidades se oían ciertas consignas en cada asamblea estudiantil, ciertas voces eran miradas en menos, y los que llamaban a una suerte de “calma” estaban cerca de ser tachados como fascistas o conservadores.
En 2018, todo aquello que había visto dos años antes en las polémicas de países anglosajones se afianzó definitivamente en Chile. Recuerdo que conversé sobre mi sospecha de que esto iba a alterar brutalmente el equilibrio político a un amigo con larga experiencia en dirigencias políticas. Al principio, no me creyó mucho, y pensó que sencillamente estaba exagerando. Pero ese mismo año, en su universidad presenció situaciones tan absurdas por parte de jóvenes que se dio cuenta de que algo grave se venía. Luego me dijo que, efectivamente, tenía razón. Porque no era sólo la “derecha” la que era tachada como tal: eran discursos de izquierda los que, sin una pizca de reticencia, eran cancelados o combatidos de modos crueles, muchas veces sádicos.
Había (y hay) un diagnóstico común en la derecha, importado precisamente desde Estados Unidos, que asegura que lo “woke” es “marxismo cultural”, “neomarxismo”, “comunismo”, etc.; ciertos sectores aprovecharon este impulso para denostar a toda la izquierda como partidaria de aquellas tendencias. Aquí se gestó el problema. Muchas opiniones de la izquierda, alejadas del discurso “woke”, fueron silenciadas o marginadas; muchos decidieron no decir nada por temor. Y recuerdo, claramente, que en varias conversaciones privadas conocidos de izquierda no estaban de acuerdo. Pero no decían nada públicamente. Era lógico que un nicho, con ciertas posturas epistémicas muy peculiares, había dejado atrás el interés por luchas obreras “anticuadas”, y lo reemplazaban, en ocasiones, con un extraño desdén lisa y llanamente clasista.
Lo “woke” no es marxista ni socialista ni estrictamente de izquierda: es simplemente una patología liberal emergida del espíritu de los tiempos. Se funda en la reafirmación del sujeto autónomo que pretende disputar, centrado en sus propias necesidades y las de aquellos que las comparten, espacios de poder y relevancia, perdiendo de vista la vida común y toda ética de servicio a la mayoría. La política identitaria es precisamente eso. Personas entran a la política, emergen con fuerza, alcanzan liderazgos, etc., pensando sólo en sus intereses, convencidos de que su permanencia en la fama o el poder requiere del simple acto de sumar sus subjetividades a un cúmulo infinito de otras que, espontáneamente, encajarán y cambiarán por completo la cultura. Aquel que vive para su identidad o el grupo en que encuentra ésta su lugar, no tiene vocación social genuina, porque vive para unos pocos. Sus reivindicaciones pueden encontrar encause, sin duda, pero jamás en desmedro de asuntos que conciernen a millones.
La noción utilitarista de que la política y la sociedad deben organizarse para maximizar el placer a través de la mera suma de intereses individuales subyace a aquellas tesis identitarias que, poseídas por una confianza irrestricta y jactanciosa en su capacidad de colocar las fronteras discursivas no sólo de la sociedad, sino precisamente de la izquierda en la cual encontraron su espacio, mostraron luces de una profunda inmadurez política. La izquierda misma fue víctima del liberalismo porque no pudo detener el poder del arbitrio individual y colectivizado de estos intereses de nicho, sometiendo agendas transversales a propuestas que, si bien inspiradas muchas veces por una genuina búsqueda de rectificación y justicia, se transformaron en el núcleo de la estética y el discurso de un sector cada vez más alejado de la gente común. Y no es extraño que este “estilo” de política provenga precisamente de sectores muy acomodados.
La estética primordialmente burguesa, y el exitismo de ella nacido, convenció a muchos militantes de la izquierda, sobre todo jóvenes, de desear “ser parte” de una vanguardia llena de teatralidad y espectáculo, a veces concentrada en bares y grandes casas de comunas acomodadas. Se conformó lo que, sin problemas, llamaría una farándula política posmoderna esporádicamente “abajista” y principalmente universitaria. Y esa farándula, a veces más o menos capaz de comprender las necesidades de la gente común, terminó entregándose a un modo de ser hedonista y egoísta que, más que servirle al pueblo, pretendía servirse a sí mismo por medio de la fama.
Estando la izquierda encadenada a esta nueva estética y comportamiento, gran parte de ella se auto-incapacitó de cumplir con el rol de encausar las necesidades colectivas del país tras el estallido social. Y ya vimos su fracaso. Porque, más allá de los cuestionamientos filosóficos que pueden hacerse a las fuentes epistémicas o históricas de estas tesis, han quedado claros los cuestionamientos meramente prácticos que muchos guardaban en sus conciencias para no ser “cancelados”.
En la Convención vimos (y supimos, algunos más que otros) el grado de intolerancia que tuvieron personas de aquellas tendencias. Llegaron al punto de tachar de “anticuadas” propuestas prudentes y justas de algunos convencionales de izquierda cuya experiencia difícilmente podrían aspirar a tener. Organizaron un espacio cerrado de decisiones que, eventualmente, se tradujeron en constantes boicots a propuestas distintas a las suyas, emergidas del seno del mismo sector al que pertenecen. Porque, sin la izquierda, ellos no podrían haber llegado donde llegaron; pero una vez endiosados, renegaron de un espíritu que, a pesar de haberse sometido a una triste resignación tras la vuelta a la democracia, sí estaba presente en la izquierda “añeja”.
Esto que ha sucedido en Chile ha sucedido (y posiblemente seguirá sucediendo) en todas las democracias liberales. Y, torpemente, como izquierda, podemos hacer la vista gorda ante nuestra responsabilidad en el surgimiento de posiciones cada vez más aberrantes en sectores radicales de la derecha, cuyo modo de ser no es más que la contracara de una misma ortodoxia posmoderna que disputa la política haciendo uso de las falencias internas de aquel “wokismo” y su rol en dividir y debilitar al sector en el cual floreció. Recomiendo mucho investigar la crisis que está cruzando el Partido Laborista inglés.
Este “wokismo”, que no es ni marxismo ni socialismo ni comunitarismo, debe ser llamado por su nombre: liberal progresismo. Y este progresismo, tras años “cancelando” a destajo, produjo las condiciones actuales: la mayoría quería funarlo apenas tuviese la certeza de poder hacerlo sin sufrir las consecuencias de su ira. Y así fue, gracias al voto secreto.
El liberal progresismo ha sido cancelado; no en una universidad, en un partido o en un trabajo, sino por la gran mayoría de los chilenos. Y la izquierda tendrá que aprender, lo antes posible, de esta triste derrota.