Mi país imaginario
Quienes creían que el Chile actual tenía en sus prioridades de agenda la refundación de las instituciones del Estado y de sus estructuras culturales, fueron derrotados y con creces. Fueron derrotados en el plebiscito con mayor participación de la historia, lo que constituye una derrota de la que no será fácil, para las izquierdas identitarias, pararse. No será fácil reponerse de un resultado donde en 338 comunas ganó la opción del Rechazo a la propuesta del nuevo texto constitucional y sólo en 8 el Apruebo. No será fácil reconocer que en las comunas más populares del país ganó por lejos el Rechazo. No será fácil aceptar que en las comunas donde habitan los pueblos originarios (salvo Isla de Pascua) ganó el Rechazo. Será complejo recordar el día en que las mujeres, mayoritariamente, le dijeron Rechazo a lo que iba a ser la primera Constitución feminista del planeta.
A horas de conocido este macizo resultado, para las izquierdas y parte de la socialdemocracia vendrá bien sacudirse el trastorno de realidad y aceptar que se equivocaron en la interpretación que hicieron, desde octubre de 2019, respecto al malestar en la cultura del Chile de la híper modernidad. Esta derrota, quizás la más contundente que ha recibido la izquierda chilena en su historia democrática, llega justo a seis meses de asumido el gobierno de quienes representan a una generación que se hizo, no desde una orientación ideológica, sino que desde sus propias subjetividades y desde ahí fueron abrazando causas, a partir del fervor de sus creencias sobre la injusticia del mundo, validando cualquier conducta que promoviera lo que ellos consideraban como una especie de moral superior a la del resto.
El sociólogo francés Raymond Aron, describió alguna vez las protestas juveniles como un psicodrama, una puesta en escena de pulsiones y certezas puramente subjetivas. Sin embargo, advirtió, esas conductas a veces encuentran un escenario social que permite que el psicodrama adquiera caracteres de genuina protesta. Y ello ocurriría, presumió, cuando las mayorías históricamente excluidas, luego de morder la manzana del consumo y el bienestar, y abrigar la esperanza del ascenso, temen que ese progreso, al que tanto les costó acceder, se empieza a alejar de nuevo. Es lo que parece haber pasado en Chile, algo que ni la derecha de Piñera, a quien el pueblo dio una nueva oportunidad con su reelección en 2017, ni la izquierda post revuelta social, con plebiscito de entrada y elección de convencionales de por medio, lograron diagnosticar y, menos aún, asumir como el eje de las trasformaciones culturales del nuevo sujeto.
Y es que, desde la revuelta social de octubre de 2019 al resultado del plebiscito de salida, parece haber un hilo conductor: el de un país que quiere su cuarto de libra ¡ahora! Un país que reclama más bienestar, reconocimiento de la vida que cultivan los grupos medios y más acceso al consumo para los segmentos populares. No cabe otra interpretación para entender los bruscos cambios de voto y energías sociales de los últimos tres años. Podrán algunos simplones apuntar a las fake news como responsables de confundir al pueblo, mientras que otros, con un paternalismo de apóstol, se frustrarán porque ellos, la izquierda burguesa, necesita de un pueblo que se sienta abusado para poder sentirse redentores.
Ahora viene la continuidad del proceso constituyente y el gobierno tendrá que comandarlo. Y para ello, más allá de cambios de gabinete y alianzas con los partidos políticos, el Ejecutivo tendrá que comprender y aceptar las transformaciones de la sociedad chilena, cuyos grupos medios y populares le dijeron que no a la propuesta de un país imaginario, escrito por una Convención que ejerció de modo paternalista y con aires de apostolado. Una Convención que no logró sintonizar con los deseos, miedos y, menos aún, con el malestar permanente que habita en un ciudadano que va por el mall de la política, eligiendo la mejor oferta y castigando a quienes se pasan de pueblos.