La(s) oportunidad(es) perdida(s)
Con 62% contra un 38% ganó la opción de rechazar la propuesta de nuevo texto constitucional. Una verdadera paliza para quienes apostaban —apostábamos— por una nueva Constitución, para quienes esperaban, de una vez por todas, dejar atrás el marco institucional impuesto por Pinochet y finalmente terminar la transición del régimen dictatorial hacia una democracia plena. Dicho resultado es incuestionable; poner en duda la legitimidad de la votación popular, que dada la entrada en vigencia de la inscripción automática y la obligatoriedad del voto alcanzó una participación histórica, carece de sustento y de sentido.
Tampoco tiene sentido, como el bando perdedor suele hacer, ningunear al votante. Tratar de ignorantes o derechamente de tontas a las personas que se inclinaron por la opción vencedora de turno siempre ha sido una reacción autocomplaciente y elitista, que reproduce y nace desde las lógicas que la propuesta constitucional buscaba modificar, en donde unos se sitúan como inherentemente más capaces que otros, y la opinión del resto sólo se legitima según el grado de acuerdo que tenga con la propia. Esta elección no será la excepción en ese aspecto.
Más allá de los réditos electorales y los efectos políticos que el resultado ya está desencadenando, y que seguiremos viendo en las próximas semanas y meses, y antes de comenzar a trazar ansiosamente nuevas hojas de ruta —ya sea tanto dentro como fuera de las instituciones—, se debe sopesar lo perdido desde el escenario actual, con las cartas ya sobre la mesa, para así poder seguir trabajando con direcciones claras. En este sentido, creo que son principalmente tres las oportunidades que este proceso dejó pasar.
La primera, y la más obvia, es la oportunidad de la implementación de una nueva Constitución que asegure derechos sociales, protección de la naturaleza, el reconocimiento de la neurodivergencia y la discapacidad, una mayor autonomía regional y para los pueblos indígenas, entre otras propuestas. La oportunidad de una igualdad efectiva para la población, que reconozca a cada persona desde su diferencia, en lugar de una igualdad meramente nominal y sin expresión en la realidad práctica, como establece la Constitución actual y vigente, se perdió.
Esta es la que aparece como la gran oportunidad perdida, la que pasará a la historia y sobre la que girarán todos los análisis. Es también la que a los perdedores nos produce más frustración y pena; es el sueño que heredamos de nuestras madres y abuelas de un país distinto, ese que llevamos en las cicatrices de nuestra piel y nuestra historia, el que hizo estallar al país en octubre de 2019, el que por lo pronto no veremos cumplido. Si es que ese sueño se cristalizará en los cambios que —supuestamente— se comenzarán a gestar en un nuevo proceso, es poco probable y aún incierto.
La segunda oportunidad perdida no nos pasó por encima este domingo, sino meses atrás: la posibilidad de tener un debate constitucional en donde primara la argumentación y el intercambio de ideas se vio truncado por la constante difusión de noticias falsas por parte de la derecha y la autodenominada “centroizquierda” que se les acopló durante todo este periodo. En lugar de confrontar la factibilidad o pertinencia de las propuestas, la discusión se concentraba en desmentir constantemente mentiras que buscaban instalarse a través de una cuidada campaña que fomentó el terror por sobre la información, en donde la pequeñez de la politiquería partidaria que desde todos los frentes se dice rechazar no dejó espacio a nada más. Por su parte los grandes medios de comunicación, que proclamaban un gran mea culpa y cambio de rumbo dentro de la revuelta, haciendo gala de una irresponsabilidad ya naturalizada, no hicieron más que fomentar esta dinámica.
Finalmente, la tercera oportunidad perdida fue la de cambiar la lógica con la que se realiza política en Chile. La irrupción de ciudadanas y ciudadanos de a pie en el debate institucional, que traía consigo la experiencia de la cotidianidad que le es ajena a la deliberación partidaria, y que por lo mismo causó desajustes y reacomodos dentro de la Convención Constitucional, parece haber visto su principio y su fin en este periodo.
Si es que continúa el proceso constituyente (lo que al momento en que se escribe esta columna está en duda, ya que tanto el Partido Republicano como la UDI, pese a los compromisos que habían realizado, han anunciado su desinterés en seguir avanzando en este), la forma en que lo hará está a merced de la derecha y de esa “centroizquierda” tecnócrata y obstruccionista, quienes ya se han manifestado en contra de la paridad, de los cupos reservados para los pueblos originarios y de la presencia de independientes en este. Es decir, que la lógica con la que esa supuesta nueva propuesta se redactaría sería la misma lógica fallida y cupular con la que se ha hecho política durante este largo proceso de transición.
La propuesta de nueva Constitución se imprime así en la historia nacional como un fracaso que encierra en sí muchas otras oportunidades perdidas entre paréntesis; semillas de cambio contenidas en el texto redactado que nunca llegaron a brotar y mucho menos a florecer. Es una derrota en la que no se puede culpar solamente a las jugadas sucias de quienes se oponían al texto o a la desinformación; requiere también una profunda autocrítica de quienes nos reconocemos como perdedores.
Sin embargo, se debe ir más allá de los lamentos culposos y debe avanzarse en lo que desde años sabemos que hace falta: un trabajo ciudadano y territorial que supere la contingencia electoral y que realmente involucre en la toma de decisiones al pueblo que se dice representar.
Mientras aquello no suceda, se pueden escribir todas las propuestas del mundo, pues el papel lo aguanta todo. pero sólo cuando estas caminen junto a la gente serán realmente efectivas. El trabajo vuelve a estar en el día a día, y debe afrontarse desde abajo y con renovada esperanza y alegría. Sí no, podemos acostumbrarnos a seguir perdiendo.