Cuando la democracia duele
No quisiera tener que estar escribiendo lo que escribo en este momento. La verdad es que no quisiera escribir. Pero en la dificilísima tarea de buscar respuestas a lo que ocurrió –que seguramente no encontraré hoy sino solo dar con algunas impresiones–, toca también saber decir y poner todas las mejillas cuando se pierde.
Una querida amiga me dijo anoche, en el momento más afiebrado y a propósito de un mensaje que puse en redes sociales, que éste era “maniqueo”. No lo creí así. No soy de las personas que reaccionan con la racionalidad siempre dispuesta para codificar un cimbronazo de estas proporciones; por lo general digiero hepáticamente antes de poder encontrar alguna salida inmediatamente explicativa. Bien por las y los que dan de una con la piedra filosofal que les permite endilgar hacia nuevos rumbos sin “maniqueísmos”. Pero yo no puedo; no es que no sea mi estilo, simplemente no se me da evitar que las vísceras, en su momento, se manifiesten. Por eso preferí dormir y escribir, como lo hago en este momento, de madrugada. A esa amiga, por si lee esta columna, le digo que la admiro y la querré siempre porque es un tesoro.
Y ese dolor, en principio sin códigos, se hace más encandilante cuando constatamos que le metimos tanto a todo este proceso; gratuita, noblemente y de diferentes maneras. Con el trabajo en las calles, en las universidades, dentro de cierto espectro político, con la pura pluma o paseándonos por medios para corear la refundación que nunca fue, en fin. Esta vez no se ganó con un lápiz ni con grandes manifestaciones en las calles y el desplome fue brutal. El Rechazo se despachó el 62% del padrón histórico, movilizó a casi 8 millones de personas, ganó en 338 de las 346 comunas de Chile y qué más, “a llorar a la iglesia” como dijo alguna vez un entrenador de fútbol argentino.
Pero, bueno, como sea toca intentar pensar algo.
Lo primero, y aunque es obvio, es insistir en que se perdió en la legal, sin apelaciones y de manera estruendosa. Aquí ni siquiera hubo una disputa palmo a palmo, no nos sacaron una cabeza de ventaja ni hay que recurrir a cámaras de ningún tipo para que constate si la pelota entró o no entró. No, se perdió y se perdió de la forma más clara y rotunda que se puede perder; se perdió dentro de las normas que se establecieron y el Rechazo es un ganador legítimo y democrático. Todo esto es desolador para quienes vivimos durante estos últimos tres años en la vigilia refundacional, en la dulce ensoñación del “despertar”. Y duele la historia; duelen los sueños y la desilusión de tanta comunidad creada alrededor de un destino que no será; duele la ironía y también nuestra impericia y falta de lectura. Duele haber visto llorar a tu hija de 7 años y a amigas/os desparramadas/os en el piso con el rostro lleno de preguntas, estupor y rabia.
Y sobre esto decir dos o tres cosas más.
Creo que fosilizamos a “Octubre”. Pienso que en el enorme movimiento de placas que significó esta revuelta, a todas luces telúrico, no supimos canalizar de manera puramente política las demandas y lo despachamos a “las tumbas de la gloria” sin resignificarlo a nivel político-electoral. En esto de fagocitarnos la idea que la Convención era la expresión máxima a la “salida de una crisis institucional” sin parámetros históricos, dejamos a octubre solo y cada vez más enterrado, esperando ingenuamente que su radioactividad simbólica y su góndola romántica nos alcanzara para derrotar a una derecha que, aliada con parte importante de la obscenamente mal llamada “centroizquierda”, ya se había activado dando con el punto, entrándole al discurso reformista y siempre estatuquoista que es lo propio de nuestra cultura política.
No somos un país –salvo a la fuerza y con tanques– que tome el camino de las transformaciones radicales. Esto no está en el ADN de nuestra cultura política y más de 200 años de historia no nos bastan para, definitivamente, asumirlo de una vez por todas. Llegado el momento límite, el de la decisión trascendental, retrocedemos y volvemos a esa zona que siempre nos ha dado confort: aquella donde nos deciden y jamás decidimos por nosotros mismos. Pues bien, la fosilización de octubre no hizo sino detonar en nosotros la ceguera embriagada que no nos permitió levantar una prédica política conectada con nuestra sociología más profunda, con nuestro ethos, desde siempre, conservador. Entonces no podía haber estrategia que estuviera a la altura. Pecamos de farra y octubre se transformó en un heroísmo del pasado sin densidad en el ahora.
Tuvimos la revuelta más impresionante que hemos conocido; votamos a favor de una nueva Constitución y una Convención Constituyente y se ganó sin dejar dudas; vinieron las elecciones de las y los convencionales y, de nuevo, se ganó con escándalo (en el sentido de la diferencia de votos con la derecha) haciendo a ingresar a grupos sociales históricamente excluidos; vino la elección Boric-Kast y el primero ganó batiendo todos los récords, ¿qué podía ir mal ahí donde todo parecía ser el relato de una historia coordinada?, ¿qué podía fallar si, como nunca, “Chile había despertado” tomando por primera vez las riendas de su destino y –en un lapsus excepcional de la historia misma– ejerciendo una soberanía real? Se hizo todo el trabajo, recibimos todos los golpes y, al final, el listón se lo llevaron los de siempre, insisto, en la legal.
Tratando de evitar tanto como se pueda la autoflagelación flagrante, pienso también que hay que recuperar una izquierda con vocación, pero en serio, universalista. Es un hecho que la pura política de las identidades, inmediatamente justa e inevitable, no puede ser, por definición, lo que articule el relato que alguna vez pueda derrotar al universalismo que sí está a la base de opereta de la derecha.
Una sociedad de derechos sociales como la que se buscaba no puede tener en su fundamento discursos desperdigados, por más que la propuesta de la nueva Constitución haya intentado anexarlos. Por sobre la reivindicación de los pueblos originarios, el paritarismo, el ecologismo y las disidencias de todo tipo, hay que dar con ese principio que aglutine y que sea, al final del día, un adversario contundente de cara a un sector que sí la tiene clara y que, por abominable que nos parezca, sabe anclarse en su tradición leyendo al país con la nitidez de quienes siempre lo han hegemonizado. La derecha ha sido más fiel a sí misma políticamente (aunque esta sea una fidelidad que derive en tragedias); la izquierda siempre ha tenido más talento para traicionarse.
Anoche no ganaron simplemente las élites; ganó una sociedad convencida de lo que realmente es. Todas las comunas más pobres de Chile se alinearon con el Rechazo –y, obvio, las más ricas–. No podemos caer en la fosa de la arrogancia y decir, al voleo, que el 62% de la población que votó está equivocada y que nosotros, el 38% perdedor, somos los injustos maltratados; que fueron marionetas en las manos de los medios de comunicación, las fakes, los grandes capitales, “los traidores” de la Concertación, etc.
Si le echamos la culpa a los otros, al árbitro, al empedrado, nunca daremos con una mínima potencial explicación decente. No digo que esos poderes siempre fácticos no operaron, pero no fueron ellos los que hicieron la diferencia. Ganó lo que realmente somos, es decir nuestra más sincera cartografía cultural: la de un país en sublimación permanente al que le es imposible reconfigurarse de manera estructural y en el que, lo que funciona como ley, es una cultura del monitoreo, del ser conducidos, de entregar nuestro destino a quienes “sabrán” qué hacer con él. ¿Ahora nos extrañamos de que un país que eligió dos veces a un sujeto como Piñera, el mismo país que hizo pasar a segunda vuelta a la extrema derecha, haya optado por decir no a la refundación?
No soy general de ninguna batalla, ni antes ni después, pero ahora que de a poco internalizo y racionalizo la derrota, no buscaré culpables más allá de nosotros mismos. Tuvimos la oportunidad de cambiar la historia y no lo hicimos, no por culpa de éste o de aquel, sino porque caemos permanentemente en el delirio romántico de la revolución ahí donde lo que sempiternamente ha primado es la tradición.
No es una esperanza, pero todo lo que queda es continuar y estar, ahora sin epopeyas pasadas o posibles, pero seguir. No es un consuelo. Sé tanto como todas/os lo que se dio, lo que se perdió, el sacrificio, los ojos entregados por una causa que nació, ahora lo sé, muerta, pero yastá. Siempre seremos un país “dentro de lo posible” y nuestra única victoria será que eso posible sea, en algo, imposible.
La democracia a veces duele, y mucho, pero esta historia continuará.