La carta de una madre que pide justicia: “Me rebelo a confiar en la versión de la policía”
Según la Policía de Investigaciones (PDI), la muerte de Natalia Hidalgo Leiva fue un suicidio, pero su familia prontamente comenzó a sospechar de la participación de terceras personas, como su expareja, el único que ha sido entrevistado por la policía sobre el caso.
Este martes acudirán al Centro de Justicia para presentar una querella por maltrato habitual y femicidio íntimo, en contra del abogado Pablo Méndez Soto, expareja de Natalia, para que las instituciones del Estado encargadas de las acciones investigativas realicen las diligencias correspondientes, para indagar en las "extrañas circunstancias" que rodean su deceso, y que hasta hoy no han sido investigadas "debidamente", según lamenta su familia.
En esta carta, María Isabel Leiva Basoalto le escribe a su hija Natalia, psicóloga, funcionaria del Programa PRAIS, y madre de dos hijos, quien perdió su vida en enero del año pasado.
A continuación, la carta para Natalia Hidalgo:
"Hija querida:
En pocos días se cumple un año y siete meses de tu partida. Inesperada y trágica. Semeja un tiempo largo, aunque para mí pareciera que fue ayer. No puedo evitarlo. Es el recuerdo de aquella mañana fatal del 25 de enero del 2021, cuando una voz desafectada, que hoy quiero olvidar, me anuncia sin preámbulo ni resguardo alguno: Isabel tu hija se suicidó. Y un escueto informe policial lo confirma el mismo día. Así, de un momento a otro. Un golpe terrible para tus dos hijos adolescentes que sienten el desamparo como un castigo, sumado a la tristeza e incredulidad de tus hermanos al no avizorar una causa probable y el inmenso dolor de haber perdido tempranamente a mi amada hija mayor.
Al principio me amparé en la lectura y quise entender tus razones. Albert Camus, uno de tus autores preferidos -y hoy una de tus herencias- dice que la única pregunta verdaderamente filosófica es el suicidio. O aceptas lo absurdo de la vida o eliges no vivirla. La frase me conmovió y quise encontrar en ella la justificación de tu acto. Y lo reafirmé muy pronto al compartir la idea de que la vida puede ser algo insignificante, carente de otro valor que no sea el que nosotros mismos le queramos atribuir. Supongo que con ello alimentaba mi pesar y la creciente depresión me acercaba a ti. En un momento dado hasta llegué a coincidir con el autor de que la vida es básicamente una sucesión de acontecimientos inútiles, vacíos y ausentes de significado, que repetimos cada día por inercia o costumbre.
Obnubilada por la tristeza, inadvertidamente, fui asumiendo tu partida. Y que con el lento trascurso los meses percibí que también adelantaba la mía. Cada día 25 repetía el ritual de la visita al cementerio. Sola o acompañada en los días más oscuros. Me refugié en la lectura de la evasión y el abrigo maternal a tus hijos. Los recuerdos compartidos que no dan consuelo y apenas abrigan el alma. Pero el insomnio recurrente del mayor y las lágrimas ausentes del menor, que no curan los fármacos ni los lugares comunes de la terapia, me obligaron a una reflexión serena. Asumí que me hundía y con ello arrastraba a mis nietos. Intenté despejarme. Releí con detenimiento y otros ojos al autor francés y descubrí que no era un pesimista, porque pensaba que el ser humano siempre tiende a buscar una razón detrás de cualquier suceso. No soportamos que las cosas ocurran simplemente porque sí. Todo debe tener una causa, un motivo que lo justifique. En la perspectiva religiosa, la causa última de las cosas siempre es Dios. Ello puedo aceptarlo, pero no era aplicable en tu caso. Eras agnóstica y en tu profesión de sicóloga -apreciada por tus pares y retribuida por tus pacientes-, reconocías en la ciencia y no en el azar el origen de todo comportamiento humano. Y según A. Camus, la falta de una causa para explicar un hecho produce un inevitable sinsentido, el absurdo, ya que la mente humana no acepta la no justificación.
A partir de allí decidí sustraerme a la pena e indagar sobre las causas de tu partida, ya no solo inesperada y trágica, sino también sin sentido e inexplicable. Conversé con tus hermanos y amigos cercanos, tus compañeros de trabajo y hasta con algunos de tus pacientes, repasé nuestras conversaciones de las últimas semanas -incluidas posibles desavenencias-, quise conocer tu trajinar de ese domingo 24 de enero y sobre las actividades previstas para el día siguiente. No descubrí nada extraño. Una situación normal, sin altibajos. Una jornada de descanso con los hijos en período de vacaciones, planes de compras y necedades, una agenda completa de pacientes y trámites para un lunes cualquiera, llamadas diversas en horas de la noche, la lectura de una novela ajena a la tragedia interrumpida en la página 77. Nada fuera de lo común. Nada que cause un giro repentino en la rutina diaria. Nada que explique un desenlace trágico.
Entonces surgieron las dudas. Las preguntas que día a día me atormentan y me impiden vivir el duelo con un mínimo de conformidad o sujeta a aquel mal refrán de que el tiempo todo lo cura. ¿Qué oculta o precipitada razón obliga a alguien a tomar una decisión tan drástica?, ¿qué pesar profundo puede gatillar este desapego brutal por la existencia?. O más severo aún, ¿qué hecho imprevisto puede provocar el quiebre en la voluntad de una persona en solo un par de horas para atentar contra su vida?.
Y si efectivamente fue una decisión propia -sin intervención de terceros-, me resulta inexplicable que no hayas dejado una carta de despedida para tus hijos a quienes adorabas. O a tu madre, yo que era el frontón seguro para tus quejas y ansiedades, pero también tu incondicional soporte afectivo. Ni siquiera un mensaje a descifrar en la lectura de la última novela de tu interés sin el subrayado a color que acostumbrabas. No. Nada. Ese primer día de la tragedia busqué en todos los lugares de la casa y no encontré rastro alguno de ello. Ni una palabra escrita. Las palabras que eran tus amigas y que, desde niña, te fluían fáciles, diáfanas y mejor redactadas en tu caligrafía hermosa con el coloreado exacto en las citas textuales importantes. No, nada. Ni un registro de ello…
Y me pregunto -no dejo de preguntarme-, en la hora más oscura, con la sensatez supuestamente ausente, pero con el peso de la determinación a cuestas, ¿tampoco intestaste un postrero llamado de auxilio?, ¿la contención de una voz amiga o la de uno de tus hermanos?, ¿o un requirimiento final a tu pareja con la cual compartías esa noche?. ¿No quisiste hacerlo o la urgencia pesó más que el instinto de supervivencia?. No. Menos puedo entenderlo. ¿Y quieres que crea, por un instante siquiera, que tu único mensaje de despedida está dado por esa brutal e incomprensible decisión final?. ¿Tú, mi bella hija, que eras apegada a las formas y el decoro, a las ideas refinadas y la pulcritud de tus actos, quieres que te recuerde -te recordemos- por el acto absurdo de la sinrazón, con la imagen del taburete maldito y la sujeción de la cuerda en la viga de madera tosca?. No. Me niego a creerlo. Jamás lo creeré…
Por ello me rebelo a confiar en la versión de la policía que solo así, de un momento a otro, sin una razón evidente, sin la mínima sospecha de un conflicto, el atisbo de un problema grave o la sombra de la desesperación, decidiste el abandono definitivo. Más aún, que se pretenda cerrar el caso en base a una investigación incompleta, que tipifica el hecho como suicidio en el informe del primer día, sin más pruebas que una declaración única e incontrastable de su pareja. O peor todavía, cuando en el transcurso de un año, nadie de mi familia fue llamado a declarar ante la policía sobre las posibles razones que podrían ayudar a esclarecer los hechos. Y cuando lo hicieron, tardíamente -y prejuzgo, con el simple afán de cumplir el trámite-, tampoco se interesaron en continuar la investigación en correspondencia a la entrega de nuevos antecedentes. Sin dejar de mencionar que el primer Fiscal encargado de la causa se negó a recibir nuestros testimonios.
Y por último, Naty querida, ¿crees que es mucho pedir un avance serio en la investigación por parte de la Justicia -que pareciera haber olvidado su tarea esencial-, en base a la solicitud de peritajes desatendidos y los reportes con la nueva información recopilada?. En definitiva, y aunque ello signifique reabrir la profunda herida que nos dejó tu partida irremediable, ¿que queramos impedir el cierre del proceso por parte del nuevo Fiscal encargado y se condene -sí, se condene- a la familia de la víctima -nuestra familia- a sufrir el doble castigo de haberte perdido y vivir con la duda eterna sobre lo que ocurrió contigo esa madrugada terrible?. Yo creo que no es mucho pedir.
Por ello, no descansaré hasta conocer toda la verdad, consciente que esto no aliviará mi dolor, pero al menos podré vivir mi duelo en paz y, ojalá, con el tiempo conseguir algo de tranquilidad para tus hijos y hermanos. Es mi promesa.
Tu madre que te adora y jamás te podrá olvidar,
María Isabel Leiva Basoalto".