Un lugar para el odio (de las madres)
La primera vez que tomé noticia del odio que puede sentir una madre fue por la vía de un lapsus propio. Cuánto le debemos a esos deslices. Vivía fuera de Chile, mi hijo tenía 11 meses y me encontraba en pleno atravesamiento de ese bucle que es el destete. Quería destetarlo, lo necesitaba, dormía mal, pero me moría de pena. Decidí entonces escribirle un correo a una experta en lactancia, con la ilusión de que su saber aliviara mi indecisión. Su respuesta fue la siguiente: “Estimada Manuela, supongo que me escribes para ‘destetar’, te comparto algunos tips”. Me llamó la atención su acotación, así que fui en busca de mi correo. No decía “destetar a mi hijo”. Un pequeño desorden de letras formó una palabra monstruosa, decía: “quiero detestar a mi hijo”.
Me dolió la guata de sólo leerlo. Sonaba brutal, contranatural, cómo podía ser que se me hubiera pasado algo así. Un error de tipeo, me dije; pero con los días la frase se convirtió en una astilla que no salía tan fácilmente. Me meto a la ducha, detestar a mi hijo. Hago unos huevos revueltos, detestar a mi hijo. Prendo la tele, detestar a mi hijo. La única manera de hacerla desaparecer fue proponerme no destetar. Nunca más le respondí a esa consultora de lactancia y decidí que sería la blancura de mi leche la que borraría la abrumadora oscuridad de ese lapsus. Dos meses después, cuando mi espanto ya se había disipado, fue más bien la oscuridad de mis ojeras la que me recordó que el destete era una buena idea.
¿Qué ocurre con el odio de una madre cuando aparece? ¿Qué fantasmas despierta? ¿Qué ideales amenaza con echar abajo? ¿No es la ambivalencia una de las cosas más sanas a las que se puede aspirar? ¿No es acaso el odio uno de los polos que la sostiene? ¿Por qué se hace tan impensable, indecible y censurable?
Me interno en estas preguntas porque varios fueron los efectos que un pequeño escrito generó entre mis cercanos y no tan cercanos. En un tono más o menos sarcástico (el sarcasmo es un recurso fantástico, no está de más recordarlo), dicho escrito aludía a los hijos como “cagavidas”, tomando lo manifestado por un taxista con quien mantuve una corta pero contundente conversación.
“¿Te imaginas que yo dijera algo así de ustedes?”, preguntó un padre. “Disculpa papá por lo que escribí, es lo que pienso y lo que siento. Sólo puedo amar la maternidad si tengo permiso para odiarla”, contestó una hija. Una madre, en silencio, celebró el escrito. Saltó lejos el maní. Como parte de las conversaciones que suscitó el taxista aquel, otra madre cercana a los 60 años le confesó a su hija, ella misma madre de dos niñas, que en realidad le había dado pecho sólo dos meses. “La verdad es que yo odié más la lactancia que la maternidad”, rezaba la confesión.
Hay algo de la maternidad que siempre ha sido impensable. No sé cómo nombrar ese “algo” para que no sea demasiado devastador para quienes lo escuchan ni que escucharlo genere demasiadas resistencias. Trato de buscar una palabra suave, pero no la encuentro. Hay veces en que hay que hablar claro: eso impensable e indecible de la maternidad es que a veces algunas madres odiamos ser madres y odiamos a nuestros hijos, y aun así los amamos con toda nuestra humanidad y con una intensidad que nos excede. Eso se llama ambivalencia y Jane Lazarre (1976), en su magistral libro El nudo materno, señala que es lo único inmutable y natural de la experiencia de ser madre.
Me pregunto con qué reacciones se habrá encontrado el psicoanalista D.W. Winnicott cuando en 1960, en el contexto de charlas radiales, quiso transmitir este punto. Fue inteligente: en vez de odio materno habló de fastidio, del fastidio que les causa a las madres la crianza de los hijos. Y, bueno, era hombre. Quizás esa haya sido su mayor estrategia; hay cosas que sólo pueden ser escuchadas mientras no las diga una madre en primera persona. Encontramos, así, en el trabajo de este psicoanalista un montón de referencias que aluden no sólo a la importancia de que una madre “suficientemente buena”, como le gustaba llamarla, pueda alojar el odio de su hijo, sino también a la necesidad de hacer hospitalidad en alguna parte al odio de las madres. Se preguntaba Winnicott: “¿Quién querría ser madre? En la práctica, he comprobado que a las madres las ayuda ponerse en contacto con sus resentimientos más amargos”.
Me gusta el gesto de Winnicott porque, además de acentuar la dimensión agresiva y constitutiva del sujeto, esa que niños y niñas despliegan y ante la cual las madres debemos sobrevivir, le otorga cierta dignidad a la odiosidad materna. El odio de las madres existe y debe tener lugar. Las madres necesitan de esa agresión, de esa odiosidad para poder separarse de sus hijos. Necesitan detestar para destetar. Puede sonar doloroso, pero sólo así habilitan las vías para el despliegue del deseo. La separación, esa operación tributaria de la odiosidad materna, permite, por un lado, la distancia necesaria a través de la cual los niños se constituyen como sujetos y no como objetos y, por otro, es condición para el amor y la ternura.
Con Freud estamos en un escenario distinto. Es indudable que papi Freud nos legó un sinfín de conjeturas y hallazgos, le debemos tanto. Dentro de ese legado, sin embargo, hay algo que me interesa de manera particular y que él nos ofreció generosamente; se trata de su inconsciente, tan perfectamente patriarcal. Escribió: “La única relación que le aporta una satisfacción ilimitada a una madre es la que ésta establece con su hijo; se trata, en efecto, de la más perfecta y menos ambivalente de todas las relaciones humanas”. Freud contrapuso esta experiencia perfecta y satisfactoria de la relación madre/hijo con lo que observaba en la relación de una madre con su hija; un campo pantanoso, inundado de hostilidad y ambivalencia. Como sea, es interesante que, tratándose del maternaje de un varón, Freud despojara dicha relación de cualquier atisbo de agresividad. Bajo estos ideales de perfección y satisfacción ilimitada, me temo que varias habríamos estado internadas en un hospital psiquiátrico en esos años victorianos.
Hay muchas razones para que la maternidad duela, independiente del sexo de la guagua, y es importante que ese dolor y ese odio tengan lugar y dignidad más allá de los canales habilitados por la extendida práctica del cuchicheo chilensis. “No sabís na’, Javier y Francisca se separaron y parece que los niños se fueron con el papá. La mamá no se la puede”, escuché hace poco en una reunión social mientras me dirigía al baño. Nada en contra del cuchicheo, pero no puede ser el único espacio. ¿Qué es eso de lo que no sabemos y no queremos saber nada?
Así como hay que prestar atención a los efectos de nuestras palabras, hay que tener especial cuidado con los pactos de silencio que se tejen en torno a la maternidad. Y, sobre todo, hay que tener cuidado con que el espacio clínico y analítico se configure como el único lugar para el odio y para esas verdades que se hablan en voz baja. No por nada Foucault (en su Historia de la sexualidad) estableció en su momento una continuidad entre el dispositivo psicoanalítico y la práctica confesional, en la que los psicoanalistas, sostenidos en la instauración de su saber y de una scientia sexualis, pasaron a convertirse en una nueva modalidad de sacerdotes del diván. Yo me rehúso a que el espacio clínico sea el único lugar habilitado para hablar, elaborar y dignificar el odio de las madres.
Otro punto importante. En ocasiones se silencia a las madres sobre lo que sienten porque “no vaya a ser que los niños sepan o escuchen tal o cual cosa”. Es evidente que una de las tareas fundamentales de los adultos para con la infancia es la de velar y protegerla de ciertos contenidos y experiencias. Pero la práctica de silenciar a las madres por el presunto “daño a los hijos” es un artilugio tan antiguo como vigente que ha demostrado ser políticamente eficaz, y a partir del cual los intereses de la infancia aparecen retóricamente contrapuestos a los de las madres. Un ejemplo más o menos extremo de esto son las narrativas que en nuestro país se han tejido en torno a la legislación del aborto; en una operación binaria en la que se tiende a contraponer y antagonizar la posición de las madres y de los hijos. Provida/promuerte, vida de la madre/vida del hijo. Si bien el escenario del aborto nos traslada a otro registro en el que no es mi intención profundizar, lo señalo para enfatizar que habría que tener especial cuidado con el silenciamiento de las madres por la vía del “no vaya a ser que el hijo”, porque muestra ser muy -quizás demasiado- eficaz. Hay un montón de verdades que pueden coexistir, es infructuoso ponerlas a competir.
En la historia de nuestro país los niños han visto y escuchado cosas monstruosas. Muchos presenciaron, por ejemplo, el arrasamiento social y subjetivo que generó la dictadura. Muchos fueron víctimas de sus efectos. Dentro de todos los horrores y dificultades asociados a vivir: ¿no será la ambivalencia materna lo de menos? Todos los días niños y niñas ven y escuchan muchas cosas, tienen una especial sensibilidad para percibir aquello que acongoja a los adultos que los rodean, y elaboran y construyen sentidos de lo que ocurre a su alrededor con un pensamiento crítico que impresiona. ¿Por qué entonces destinar tanta energía en localizar lo horroroso en aquello que pueda decir o no una madre? A veces, para un hijo no hay mejor cosa que una madre que hable y que se permita enunciar o encarnar actos que alojen algo del odio y la hostilidad que la embarga. Tanto mejor si va acompañado o intercalado con una buena dosis de dulzura y sentido del humor.
Sería deseable que a quienes les perturbe mucho el polo odioso –y constitutivo– de la ambivalencia materna, vean qué hacer, pero no se lo achaquen a los niños. En este punto, me subo al carro de Lina Meruane cuando en su libro Contra los hijos, cargado de un humor negro que llega a ser empalagoso, nos dice: ojo, no se confundan, “no estoy en contra de la niñez”. Meruane no escribe contra los niños; su diatriba es contra el lugar que los hijos han ido ocupando como dispositivos de sujeción totalitaria sobre las madres. Toda vez que el discurso de los hijos o el de la infancia se vuelva un dispositivo silenciador de la verdad de una madre, habrá que alarmarse y ponerse a pensar. Los hijos pueden ser otra cosa.