“La pureza del castellano”
Así justificó hace unos días el ex ministro de Educación, Raúl Figueroa, su rechazo a las prácticas de lenguaje inclusivo por parte del actual gobierno de Gabriel Boric. “Es importante mantener la pureza del castellano”, es la frase completa que enunció y que reúne al menos tres imprecisiones, acaso no falsedades, pero que para muches en la discusión pública resuenan como una verdad marmórea. Y más o menos eso es lo que defiende el ex ministro: la pureza de los limpios mármoles de los cementerios.
Entiendo, de partida, que el ministro se refiere con pureza a la acepción de diccionario que refiere al estilo de lenguaje “correcto, exacto, ajustado a las leyes gramaticales y al buen uso” y no a aquellas que refieren a objetos libres de mezcla, imperfecciones o faltas a la castidad. Porque no sería digno de un ex ministro de Educación ir por la vida pensando que las lenguas pueden, o pudieron ser en algún momento edénico, algo así como entidades perfectas y de naturaleza aria. Esa lengua no existe, ni existió ni existirá; ni la misma Real Academia Española, en su época de mayor apogeo colonialista, pudo jamás acercarse a imponer un uso lingüístico con esas características.
Las lenguas no son ni quieren ser puras. Más bien, quieren ser usadas, porque son herramientas al servicio de las personas y las comunidades; comunidades que no son ni nunca han sido puras (en ningún punto del mundo ni de la historia, ¿huelga decirlo?). Por eso, las lenguas son mezcolanzas llenas de dinamismos, estabilidades e inestabilidades.
Eso que llamamos castellano actual tiene el influjo de al menos otras diez lenguas, todas a su vez igualmente impuras, es decir, vivas; y sus impurezas aparecen por todos lados: tiempos verbales que desaparecen inexorablemente, preposiciones que recitábamos en la escuela y que ya son piezas arqueológicas, duplicaciones pronominales que sólo ayer espantaban a los gramáticos reales, pleonasmos que ya damos por naturales, un sistema fonológico inestable en su número de oposiciones fonológicas y un sinfín de otros fenómenos de todo tipo que dan cuenta de una lengua nada de casta y nada de marmórea.
En el uso del lenguaje las personas dudamos, acertamos, exploramos usos y nuevas palabras (¿o se nos acabó la chispeza?), olvidamos el futuro del subjuntivo y creamos los verbos googlear y resetear. ¿Destruirá la gramática el hecho de que sólo inventemos nuevos verbos terminados en -ar y nunca en -er o en -ir? ¿Alguien piensa que destruye al castellano la pérdida del dativo les?
Qué curioso que de este panorama de lujuriosa vitalidad, casi lo único que destaca como horroroso, intolerable e impuro es el uso emergente, inestable aún y políticamente punzante del cambio en el sistema de marcación de género. La famosa -e, que es mucho más que una mera -e. Y que es un proceso recién iniciándose y que vaya a saber une cómo va a ser integrado por les hablantes.
Ahora bien, digámoslo con honestidad, todes entendemos que lo que espanta a las almas vociferantes no es la pérdida de la estabilidad del sistema dual de género en español. Lo que duele es que esa transformación se mete con la idea de lo masculino y lo femenino. De lo masculino como hegemónico. Es decir, se mete con un orden social de la vida. Con lo que quieren creer que es la vida.
Si el señor Raúl Figueroa se refiere, como se esperaría de un ex ministro de Educación, a la acepción de puro referida a un buen estilo, ¡quién podría oponerse a la idea de que el castellano, o cualquier lengua, cumpla su principal función, que es la de facilitar la comunicación entre personas! En eso, todes estamos de acuerdo. Sólo que ya no es posible poner esa comunicabilidad exclusivamente en la transparencia inmaculada del mensaje, porque al menos hace cien años que las filosofías y ciencias del lenguaje admitieron que eso de los significados unívocos y las construcciones lógicas en la sintaxis era una quimera.
Mucho menos la Real Academia puede querer ser la guardiana de la comunicabilidad del lenguaje, ya sin imperio y sin sucursales nacionales colonizadas; su veto lingüístico de carácter clasista sólo le alcanza para proveerse de alguna portada en los medios, porque en su Nueva Gramática cualquier idea normativa ya casi se ha abandonado por completo.
Sólo por perspectiva histórica, es bueno recordar que es propia del siglo XIX esa idea de que la gramática era “el arte de hablar correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el de la gente educada. Se prefiere este uso porque es el más uniforme en las varias provincias y pueblos que hablan una misma lengua; al paso que las palabras y frases propias de la gente ignorante varían mucho de unos pueblos y provincias a otros y no son fácilmente entendibles fuera de aquel estrecho recinto en que las usa el vulgo” (en palabras de nuestro fundador Andrés Bello, que ya entonces rechazaba categóricamente los purismos supersticiosos).
Nadie hoy, ni el mismo presidente de lo que queda de Real Academia Española, puede salir a defender una definición tan clasista y discriminatoria como la propuesta hace 150 años. Menos un ex ministro de Educación, que por mandato constitucional debería haber promovido unas currícula educativas que abogan por una comunicación pertinente, fundamentada justamente en lo contrario: en su adaptabilidad a los contextos de uso, en su apropiación creativa por parte de les hablantes, en su dinamismo al servicio de la cooperación, en su sentido profundo de justicia social. Sólo como chiste, cabe mencionar que en las mismas palabras del purista ex ministro Figueroa hay una o dos construcciones sintácticas que hasta hace no mucho eran fuertemente criticadas por las gramáticas normativas como impropias de la gente culta. ¡Y nadie se escandaliza! Porque nadie siente que con sus palabras se está destruyendo esto que llamamos castellano o español.
Y he ahí la tercera falsedad de sus palabras. ¿Cuál es la importancia de mantener la supuesta pureza del español? Porque, es lo que no reconocen, de lo único que quieren mantener puro al castellano es de las transformaciones, lingüísticas y no lingüísticas, que posicionan los feminismos y las disidencias en relación con las identidades sexo-genéricas.
En el mundo actual, en que la normatividad clasista quedó sólo como voz de algunes periodistas igual de clasistas, hay dos motivos de discriminación y odio que se permiten públicamente las fuerzas reaccionarias: en nombre del patriarcado y de la hegemonía blanca, lo que conlleva violencia de género y racismo. “No es la lengua castellana la que discrimina, son las personas”, se atreven a decir algunes que fetichizan la lengua quieta de los cementerios, sugiriendo que es más importante la herramienta que lo que haces con la herramienta. Y lo que elles hacen con esa herramienta que llaman castellano puro es negar la identidad autopercibida de cientos de miles de personas, es invisibilizar a millones de mujeres, es perpetuar lo masculino-cis como eje de poder y voz. Una lengua que (re)produce clasismo, machismo, violencia de género y colonialismo cultural no hay que mantenerla, hay que inestabilizarla, hacer visible su filo lacerante, convertirla en incómoda, extraña y ajena, aguijonear a través de su gramática y su léxico las almas reaccionarias. Volverla instrumento de transformación.
No justifiquen en una idea inerte de lengua, inmóvil, inexistente, supuestamente pura y prístina, su deseo de discriminar, su impulso de invisibilizar, su impulso a ver sólo aberraciones ahí donde se manifiesta la riqueza infinita de la diversidad humana. No pongan en el lenguaje su incapacidad de comprender la diversidad humana. No escuden su odio y su deseo en la gramática.