¿Quién sostiene la educación de la sexualidad en Chile?
Este año la educación de la sexualidad ha sido tema recurrente, más aún cuando diversas situaciones en establecimientos educacionales exigen que como sociedad tomemos acciones. Entonces, no podemos olvidar el 15 de octubre de 2020, cuando en la votación de la Cámara de Diputados no se obtuvo el quorum suficiente para aprobar el Proyecto de Ley que Establece Normas Generales en Materia de Educación sobre Afectividad, Sexualidad y Género para los Establecimientos Educacionales Reconocidos por el Estado. Hito que marca un precedente al culminar en la validación de la política actual al alero de la Ley 20.418, que fija normas sobre información, orientación y prestaciones en materia de regulación de la fertilidad.
Dicha política pública ha sido blanco de diversas críticas por su exclusivo énfasis en la prevención del embarazo adolescente y la transmisión de ITS, sin dejar de lado su enfoque expositivo. Lo cual se respalda al mirar los indicadores de salud sexual y reproductiva del país, que no han mejorado e incluso han planteado un escenario nacional de preocupación.
Este escenario ha dejado la puerta abierta a otros mecanismos compensatorios de la política pública. Un ejemplo es el Programa Espacios Amigables para Adolescentes, que ha prestado servicios de salud sexual y reproductiva a jóvenes a partir de su ingreso a establecimientos educacionales y otros espacios comunitarios. Dicha iniciativa ha destacado por ser el principal indicador de logro del país en la materia, tal como se puede apreciar en la evaluación de la Ley 20.418 desarrollada por la OCDE en conjunto con la Cámara de Diputados, así como también en los informes desarrollados por el Consejo para la Implementación de la Agenda 2030 en Chile.
Queda así en evidencia el marcado des-énfasis por parte del Ministerio de Educación, que ha tratado de ser suplido por mecanismos de acción del Ministerio de Salud. El problema de esto radica en que la atención termina siendo desde un punto de vista sanitario y no educativo, lo que acarrea consigo su individualización y, por lo tanto, la estigmatización de “casos especiales” en establecimientos educacionales. A final de cuentas: una exclusión educativa perpetuada desde la política pública.
A pesar de ello, dos iniciativas permiten pensar en otros futuros en esta materia: de un lado, la promesa del gobierno actual por construir un proyecto de ley de educación integral de la sexualidad para el segundo semestre; por el otro, los artículos 16 y 17 del borrador de la nueva Constitución, orientados a garantizar derechos sexuales y reproductivos, así como también el derecho a la educación integral de la sexualidad. No obstante, ambos presentan un riesgo que adopta la forma de un gatopardismo –cambiarlo todo para que nada cambie– en donde la reformulación de la infraestructura legal culmine en la perpetuación de las mismas condiciones.
Sin dejar de lado el tema de contenidos y habilidades a impartir, o incluso el rol que juega la perspectiva del estudiantado en la concretización curricular en esta materia, hay una tercera arista que planteo en forma de pregunta: ¿quién sostiene la educación de la sexualidad en Chile? Dicho de otra manera, es meritorio que nos preguntemos sobre las condiciones de recursos temporales, financieros y humanos para la planificación, implementación y evaluación de una política de educación de la sexualidad.
Al respecto, el marco normativo actualmente vigente tiene una dimensión escasamente abordada: la desregulación completa de los modos de acción sobre la educación de la sexualidad, acompañado con una exigencia que culmina recayendo en los establecimientos educacionales como exigencia de la Ley 20.418 y de las comunidades educativas sin un apoyo en su concretización. Esto redunda en que son los y las profesionales de cada institución quienes deben desarrollar un trabajo adicional a sus funciones para poder dar respuesta, siendo particularmente el equipo docente el estamento que debe incorporar una labor adicional.
La situación se torna todavía más preocupante cuando se mira la extensa bibliografía académica sobre el trabajo docente en el contexto chileno. No sólo nos encontramos ante profesionales que históricamente han tenido que desarrollar gran parte de sus labores fuera del horario de trabajo (tal es el caso de las planificaciones y revisiones de evaluaciones), sino que además hablamos de un gremio que desde los sistemas de evaluación son sometidos a una presión constante por responder a estándares y objetivos con altas consecuencias para su desarrollo profesional.
Todo esto da cuenta de un estamento cuya labor ya es caracterizada por un constante agobio en su quehacer profesional, por lo que es pertinente volver sobre la pregunta: ¿quién sostiene la educación de la sexualidad en Chile?
En específico es cuestionarnos sobre temas tales como: ¿quién estará encargado de diseñar, planificar y ejecutar la educación de la sexualidad?, ¿cuáles son las condiciones laborales vinculadas al cargo?, ¿cuál es la jornada de trabajo que dispondrá para realizarlo?, ¿cuáles son los apoyos económicos y formativos a los que tendrá acceso para su labor?, ¿hasta qué punto esto no involucrará un trabajo solamente con el estudiantado sino con toda la comunidad educativa?, ¿será labor de cada docente y, de ser así, cómo se reajusta su asignación de horas de clase para poder desempeñarse de manera adecuada?, ¿cuál es el rol del Ministerio de Educación y el Ministerio de Salud en todo esto?
En resumidas cuentas, no es posible pensar primeramente una política nacional de educación de la sexualidad si no se evalúa en el mismo proceso una transformación de las condiciones laborales de los profesionales de la educación y la configuración del sistema escolar.
Por lo tanto, pensar exclusivamente en contenidos, habilidades y objetivos de aprendizaje redundaría en una política pública improductiva: incapaz de llevarse a cabo, desarrollándose solapadamente con otro sinfín de tareas a cumplir en una escuela o bien traduciéndose en indicadores vacíos de todo sentido y significado para las comunidades educativas en una especie de performance ornamental de la educación de la sexualidad para la rendición de cuentas.