OPINIÓN | Energía y debate constituyente en Chile: Apuntes sobre un tema crucial
Solemos tener una imagen de la Constitución de cada uno de nuestros países como un conjunto de condiciones principios y postulados jurídicos fundamentales. Es decir, la Constitución debería ser asumida como un proyecto de vida en común que determina las condiciones de funcionamiento de nuestras sociedades. En realidad no solo interesa normar las relaciones sociales en la actualidad, sino poyectarlas en clave de sociedades más justas y sustentables.
Los debates constituyentes de las últimas décadas en la región se dieron en un contexto de fuerte cuestionamiento al funcionamiento de los estados y de los mercados. En particular los casos de Ecuador y Bolivia ocurrieron en un marco de discusión y construcción de políticas alternativas al neoliberalismo. Más allá del éxito o fracaso de las constituciones aprobadas en esos paíes y de las diferencias en los dos casos, ambos procesos permitieron cuestionar principios vigentes respecto a la organización del estado y del mercado, concretamente de sus objetivos y sus funciones. Fueron oportunidades, sobre todo, para ampliar la agenda de temas abordados tradicionalmente en una Constitución.
De ambas experiencias, probablemente, la Constitución ecuatoriana, la de Montecristi, fue la que más integralmente incorporó el tema de la energía. Incluso su incorporación fue en términos de “soberanía energética”, concepto que recorre el texto. Desde la necesidad de sostener un manejo soberano de los recursos, de preservar los ciclos naturales pero además el de que la energía pueda ser herramienta para permitir condiciones de vida digna. Pero tal vez lo más relevante no haya sido el hecho de que la problemática energética se haya incorporado en el texto sino el debate vivo que implicó esto a lo largo de todo el país en un proceso a destacar, por su puesto, con todas las dificultades que se dieron en el mismo, no sin contradicciones.
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Es interesante recordar incluso que el debate generó la propuesta de dejar el petróleo en el subsuelo en un territorio de pueblos originarios en aislamiento voluntario y de gran biodiversidad como parte de la construcción de una economía pospetrolera; iniciativa que concitó un significativo apoyo internacional, pero que a la postre no prosperó sobre todo por la ausencia de una clara estrategia política del gobierno ecuatoriano.
De estos procesos emergen también varias alertas respecto a las posibilidades de una Constitución. Es evidente que si no hay una sociedad empoderada de la Constitución que la transforme como una herramienta de cambio, al final puede quedar como letra muerta en muchos aspectos. Los logros alcanzados se asocian más a un proceso que a la obtención de un documento que se presenta en primera instancia como central pero que trasciende si no consigue ser instalada, desarrollada y ampliada por un marco normativo y político coherente.
Constitución en tiempos de colapso
Nuestro mundo se enfrenta a una crisis multidimensional que surge de los fundamentos de la civilización en que se basa la modernidad capitalista. La codicia desenfrenada de acumulación de capital está llevando a dicha modernidad a sus límites. Atrapada en su firme creencia de que la ciencia y la tecnología son los medios privilegiados para resolver problemas sociales, la Humanidad se encuentra en una encrucijada. Esta dominación científica y tecnológica de la Naturaleza, concebida únicamente como un conjunto de “recursos naturales”, nos enfrenta a un colapso ecológico de consecuencias cada vez más catatróficas.
El bienestar, dentro de esas visiones ideológicas y prácticas capitalistas, depende de la acumulación de bienes materiales. La ontología del homo oeconomicus, un ser sumamente racional, maximizador del lucro e individualista, se cristaliza en la consagración del crecimiento económico ilimitado como el eje de la organización social y económica; y en la tendencia a mercantilizar todos los aspectos de la vida (Lang & Hoetmer, 2019).
En un momento histórico de crisis global como consecuencia del crecimiento económico permanente y que solo es posible con crecientes usos de materia y energía, los problemas que se avecinan se presenta cada vez más complejos. No estamos frente a una de las clásicas crisis cíclicas de la economía capitalista, sino una de alcance profundo y estructural que pone en cuestión los fundamentos mismos del marco civilizatorio bajo el que se han desarrollado las sociedades contemporáneas.
Nos encontramos frente a una crisis multifacética en la cual hemos sobrepasado muchos de los límites que nos impone la biosfera, pero también muchos límites respecto a la posibilidad de coexistencia de los seres humanos. Así, es hora de usar los conceptos adecuados. Crisis ambientales y cambios climáticos los registra muchas veces la larga historia geológica de la tierra. Lo que vivimos es, entonces, un colapso ecológico producto no solo del antropoceno, sino de la forma en que las sociedades se han organizado para sostener la civilización del capilal: el capitaloceno.
En este marco la disputa se da en cuanto al modo de pensar las alternativas, cuáles son las vías de transición o los mecanismos de intervención propuestos para superar esta crisis. Frente a las alternativas colapsistas y capitalistas tecnocráticas se presentan las narrativas anticapitalistas y de transición socioecológica.
Postdesarrollo, postextractivismo y postcrecimiento se suman al conjunto de conceptos que cuestionan el paradigma productivista y el actual perfil metabólico de nuestras sociedades. En este sentido coincidimos con la idea de que revertir la lógica del crecimiento infinito requiere explorar y avanzar hacia otras formas de organización social basadas en la reciprocidad y la redistribución que limite las lógicas de mercado. Y estos son temas para un debate constitucional como que se realiza en Chile, a los que se suma con fuerza la discusión de los derechos de la naturaleza que han abierto una brecha en este sentido. Una cuestión que conmina a repensar las herramientas necesarias en estos tiempos de creación y construcción de alternativas, específicamente en el sector energético, que es lo que nos interesa en este breve texto.
Constitución y energía
Uno de los temas centrales de la crisis sistémica que enfrentamos es la crisis climática que a su vez tiene en su núcleo central el tema de la energía en tanto fuente de la mayor parte de las emisiones de gases de efecto invernadero, causa principal del calentamiento global. Pero más allá de las emisiones, que sin dudas es un tema relevante, el tema de la energía tiene una centralidad mayor.
En primer lugar porque el problema de la energía no es un problema de tecnología, es un problema de organización de la sociedad. A la energía hay que asumirla desde una perspectiva múltiple: social, política, histórica, no exclusivamente desde una vertiente tecnológica. El sistema energético es un conjunto de relaciones sociales que nos vinculan a nosotros como especie y con la naturaleza y que se encuentran determinadas por la relaciones de producción y consumo, a su vez, históricamente determinadas.
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La historia humana está marcada por un incremento de la complejidad. Este incremento de la complejidad solo ha podido ser sostenido con aumentos en la captación de más materia y energía. La historia de las transiciones energéticas anteriores muestran, más allá de pequeños colapsos temporales, que estos procesos siempre estuvieron asociados a incrementos en la oferta de la energía disponible. La agricultura, la revolución industrial son muestra de algunas de ellas.
En ese trayecto se pasó también de sociedades igualitarias a sociedades excluyentes. Los saltos en la disponibilidad de energía, sea por el avance de la agricultura, por el trabajo esclavo, por la colonización y luego por el uso de los combustibles fósiles estructuraron sociedades básicamente desiguales. Podría no haber sido así. Esa estructura necesitó de nuevas herramientas como los estados, determinados tipos de estados, con sus marcos normativos y, entre otras herramientas, con sus ejércitos para garantizar e acceso a los recursos y el orden social.
A diferencia de aquellos procesos, la finitud de los combustibles fósiles, pero más aún la necesidad de dejarlos bajo tierra para mitigar el calentamiento global, sumado a la escasez y finitud de un conjunto de materiales y minerales necesarios para aprovechar las fuentes alternativas, nos ubican en un momento de restricción. No se trata de producir cada vez más energía para satisfacer una demanda siempre creciente. No es suficiente, aunque sí importante, sustituir los recursos energéticos fósiles y no renovables por energías renovables y cada vez más limpias. El uso eficiente de la energía también ocupa un sitial significativo en esta transformación de la matriz energética. Y aquí emerge con redoblada fuerza un discusuón integral del tema, pues en la medida que se avanza hacia una superación de los combustibles fósiles, como el petróleo, se aumenta peligrosamente la demanda de minerales -litio y “tierras raras”, por ejemplo- provocando masivos destrozos. Adicionalmente a esa restricción de tipo ambiental se presenta en un contexto de fuerte desigualdad e inequidad sociales, que se expresan con índices muy preocupantes de los que se conoce como pobreza energética.
Por eso discutir una nueva Constitución, es decir la forma de organización que nos damos como sociedad en tanto herramienta de transformación, requiere incorporar en los debates el tema de la energía de manera amplia. Energía y materiales como dos caras de la misma realidad física.
Aspectos claves de la energía en la constitución
No pretendemos establecer preceptos o puntualizaciones rígidas sino algunos elementos que entendemos se pueden incorporar en el debate. Por un lado es necesario instalar la idea de promover un sistema que permita la vida digna de todos los habitantes al tiempo que preserve los ciclos naturales. Los mecanismos de producción y consumo de energía deben estar asociados a la preservación y recuperación de los ciclos naturales mediante un manejo soberano de los recursos.
Avanzar en la defensa y en la construcción de los bienes comunes y reconocer la energía como un bien común forma parte de la propuesta feminista, que los identifica como base para la sostenibilidad de la vida. Su construcción, a partir del fortalecimiento mismo de las comunidades y de la incorporación de prácticas y sujetos colectivos, es una forma de retirar la energía de la esfera de las mercancías y llevarla hacia la garantía de las condiciones de vida de la mayoría de la población, a partir de criterios basados en la solidaridad, la justicia y la sostenibilidad.
La lógica de funcionamiento del sistema energético presupone la necesidad de construcción de la energía como patrimonio y como derecho para enfrentar la concepción de la energía y la naturaleza como forma de capital. La construcción social del derecho a la energía se configura como uno de los objetivos indispensable a trabajar. Boaventura de Sousa Santos esclarece esta idea cuando nos dice: “El derecho tiene tanto un potencial regulatorio o incluso represivo como un potencial emancipatorio, siendo este último mucho mayor de lo que el modelo de cambio normal jamás haya postulado. La manera en que el potencial del derecho evoluciona, ya sea hacia la regulación o la emancipación, no tiene nada que ver con la autonomía o reflexibidad propia del derecho, sino con la movilización política de las fuerzas sociales que compiten entre sí”.
La soberanía popular también se construye a partir de la elaboración de respuestas sociales y tecnológicas que permitan a los pueblos independizarse del monopolio corporativo transnacional del conocimiento y romper las relaciones de dependencia.
La soberanía energética requiere, en suma, la consagración del derecho humano a una cantidad y calidad suficiente de energía que permita una vida digna. Esa cantidad puede establecerse de acuerdo con los requerimientos de energía en una sociedad sustentable, a la disponibilidad de energía y a los límites físicos del planeta. En este concepto de soberanía incorpora tanto el ámbito de la generación como el del consumo de la energía, una dupla a partir de la cual se debe ampliar la discusión constitucional sobre las otras soberanías que asoman como indispensables. Recuérdes que otro eje conductor de las normativas constitucionales es la soberanía alimentaria, que incorpora el cuidado y el respeto del suelo y el uso adecuado del agua, como protección a millares de campesinas y campesinos que viven de su trabajo y que son, en definitiva, quienes aseguran con los alimentos que producen la existencia digna de toda la población. Este debería ser el punto de partida de las políticas agrarias e incluso de la recuperación del verdadero patrimonio nacional: su biodiversidad. Y por cierto, impulsar la soberanía energética implica no arriesgar la soberanía alimentaria, ni el equilibrio ecológico.
Para ello es necesario desmercantilizar el sistema energético, esto significa disputar la centralidad que tienen hoy los mercados para resolver las necesidades. En este sentido establecer lógicas, herramientas, mecanismos que permitan recrear la lógica de servicio público y de derechos frente a las lógicas de mercado. Esto significa no caer rendido frente a los cantos de sirena de las propuestas de economía verde que intentan profundizar la mercantilización como única alternativa de protección de los comunes.
De alguna manera debería incluirse el debate acerca de la propiedad que tiene que cumplir siempre su función social y ecológica, tanto como el fortalecimiento de lo público. Lo público más allá de lo estatal. Se requiere repensar en las diferentes formas de lo público de manera de reconocer y potenciar otras instituciones y otros actores por fuera del mercado capitalista. Lo colectivo, lo comunitario, lo comunal, lo cooperativo plantean no solo modos de propiedad sino modos de “gestión” que permitan amalgamar necesidades frente al desafío de disminuir las desigualdades en un contexto de relación convivencial con la naturaleza.
Un camino posible es el de fortalecer aún más los procesos de descentralización y democratización de las políticas energéticas, generar herramientas para el desarrollo de mayores autonomías que a su vez nos permitan atender la emergencia de las pobrezas energéticas.
La oportunidad de una nueva constitución
Lo que interesa es entender que la energía juega un papel preponderante en tanto herramienta que permita transformar las estructuras de inequidad y desigualdad social, las prácticas del avasallador productivismo y el consumismo. La energía puede, asimismo, alentar sustentabilidad, respetando en todo momento los ciclos de la naturaleza. Esto conduce a construir otros patrones de producción, de consumo, de transporte, de distribución y de control de la energía, vista como un derecho y no solo como una mercancía.
Solemos tener un tanto sacralizados estos procesos constituyentes o constitucionales. Son oportunidades cambios, pero que así como encantan pueden a la postre desencantar. En muchos casos, sobre todo cuando la sociedad no se empodera de la nueva constitución, los cambios desembocan perversamente procesos de pérdidas de derechos, a quedar sujetos a la dominación de las corporaciones o de los intereses del mercado.
Es bueno reflexionar también sobre la batalla que dan los medios contra lo que identifican como propuesta ecoconstituyente tratando de instalar la idea de que estos o son temas de la constitución política del país, así como plurinacionaliodad, derechos de la naturaleza y otros.
Entendemos el actual momento como una oportunidad especial ganada en las calles por el pueblo de Chile. No es un regalo, es una conquista. Comprendemos plenamente todas las amenazas un proceso constitucional y no de un proceso constituyente genuino. Sin embargo, no hay peor lucha que la que no se realiza, a pesar de todas las complicaciones existentes.
Lo que interesa tener presente es que es -al parecer- el camino posible en el marco de las múltiples crisis que comentamos al principio. Esto nos obliga a pensar esta herramienta de manera situada temporalmente, en contexto de colapso, en contexto de alternativas antisistémicas, de solidaridad, de reciprocidad de convivencialidad que permita dar un paso en la construcción de otra sociedad. En definitiva, la nueva constitución chilena no será un punto de llegada, sino una herramienta para continuar en un proceso de democratización sin fin.
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