Festival de Cine de la Patagonia: defendiendo el derecho a la cultura
Desde la Patagonia, en Aysén, hacemos nuestro querido Festival de Cine, que ha alcanzado ya sus diez años, en un Coyhaique que, como muchas comunas de Chile, no cuenta con salas de cine, debiendo sortear las innumerables barreras que se imponen de manera estructural, cuando la precarización y el no respeto del derecho a la cultura es lo que impera, con más fuerza aun, en territorios lejanos de las grandes urbes.
Hemos persistido en hacer el Festival de Cine de la Patagonia (FECIPA) por una década, tratando de avanzar no obstante la dificultad de levantar financiamiento y de depender siempre de la concursabilidad. Hacer este certamen cinematográfico tiene que ver con impregnar la vida pública de un territorio, con construir ciudadanía, cuidando los vínculos y afectos, asumiendo posiciones y discutiendo el espacio a través de una ventana cinematográfica que nos permita reflexionar sobre la sociedad que somos, sobre identidad, memoria e historia, abrazando periferias, fronteras y territorio. Así es la épica de levantar Festivales de Cine en las mal denominadas zonas aisladas.
La décima versión del festival nos encuentra en un espacio de construcción social y colectiva que el país no había vivido en 200 años de historia. En un momento de discusión política y de posiciones acerca de lo que entendemos por país, cultura, nacionalidad, territorios y democracia.
Nos devuelve un poco de luz el ver que en el actual borrador de la nueva Constitución se aborda al fin el derecho a la cultura como un derecho social fundamental. Debemos dejar atrás una historia de exclusión y de negación de acceso a la cultura. En FECIPA el escarabajo es alegoría y logo de nuestro festival, y hoy nos confirma que la larga espera necesariamente termina y ofrece espacio para la metamorfosis y el esperado despertar.
Toda esta discusión política, constitucional y cultural sucede en un espacio que celebramos por su producción coral, pero que, sin embargo, nos tiene caminando sobre el filo de la navaja, siempre buscando precario equilibrio en la cornisa de la extinción. Actualmente quienes no habitamos los espacios de decisión tradicional de la capital corremos más riesgo de quedar excluidos del derecho a la cultura, pues estamos siempre al límite de vivir un “último” festival.
Nuestro festival se acompaña del tótem de los antiguos, de las fuerzas míticas del fin del mundo. Cuando comenzamos con esta idea de realizar un festival de cine en Aysén parecía que siempre debíamos pedirle permiso a alguien que se encontraba en otra parte. Sin embargo, hemos aprendido en estos 10 años que la decisión de nuestro futuro se debe más a la resistencia de las imágenes que a la negociación con algún poder instalado en alguna centralidad.
Es crucial que proyectos como éste tengan cabida en el espacio de la política cultural y social de un territorio. La descentralización es también ser capaces de producir nuestras propias películas, historias e imágenes; que una comunidad pueda encontrarse en la producción de su propio archivo, proyecto y memoria.
El Festival de Cine de la Patagonia, así como muchos festivales de regiones, sostienen su vitalidad en el objetivo de seguir otorgando un espacio de cine en los pueblos, adheridos al ensueño del proyector que resplandece en la sala.
Hoy nos preguntamos si hemos sabido mantener el rumbo, si aquel cine club original logra enraizarse en la estepa y la selva patagona. Si el proyecto es capaz de convocar como la primera vez a la comunidad, pese a la pandemia y la desconfianza que nos intentan instalar.
Entramos nuevamente a la sala del cine dispuestos a dejarnos llevar por el ensueño y la emoción, en un acto que reconocemos nos reúne como comunidad frente al fuego de la pantalla, justo antes del invierno austral y aisenino. En el momento que necesitamos más que nunca encontrar respuestas resistentes como las imágenes que persisten y sostienen los sueños y anhelos de nuestra mirada colectiva.