Entre homogeneización y diversidad en el Sistema Educacional
En una entrevista reciente, el ministro de Educación (Marco Antonio Ávila) se refirió en más de una ocasión a la dificultad que encierra la tendencia homogeneizadora del sistema educativo chileno. “En un país como el nuestro, altamente centralizado, la política educativa tiende a homogenizar”, dijo. Luego agregó: “No podemos leer el país de manera homogénea, como si fuéramos todos iguales (...) El Estado no puede llegar a todos sus ciudadanos de una misma forma”. Por último, a modo de propuesta, señaló: “Tenemos un currículo nacional y eso está bien, pero ese programa no tiene que cubrir todas las horas de clase. Podría haber una parte importante que tenga relación con proyectos territoriales”.
Sin duda, es un correcto diagnóstico, donde seguramente en su propia experiencia laboral como profesor ha tenido que experimentar la tensión entre la homogeneidad y el respeto a la diversidad. El ministro señala en su argumentación: “Tenemos que lograr recoger la diversidad, los enfoques de género, la aceptación de la disidencia, la sustentabilidad, el medio ambiente”.
Todo ello es cierto, cada uno de los elementos mencionados deberán ser incorporados o al menos reforzados en los programas de estudios, para hacer de la diversidad algo normal o, como se ha dicho de otras exigencias, “una costumbre”. No obstante esta importante tarea, ella no bastará si no va acompañada de un proceso de desinstalación de una cultura de evaluación homogeneizadora.
Todos los sistemas educativos requieren de procesos evaluativos permanentes para conocer niveles de logros y establecer desde sus datos nuevos desafíos, pero estos procesos evaluativos no pueden generar distorsiones tales al sistema que hagan de ellos un fin en sí mismo, donde los planes de trabajo de los establecimientos escolares y la acciones que se realizan en las aulas, se ordenan a lograr el mayor puntaje en estas pruebas nacionales o internacionales. Ello, no por un afán competitivo, sino por la errónea presión sobre las profesoras y profesores, de que sus resultados son la medida de la “calidad” de su trabajo y que, además, miden “todo” lo que se debe enseñar.
Chile ha avanzado en la instalación de un discurso de respeto a la diversidad, mediante la promulgación de una Ley de Inclusión Escolar (N° 20.845), pero mientras no se realice un cambio significativo en el Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE) se vivirá una tensión entre un sistema centralizado y homogéneo de medición que choca con el discurso de la inclusión que invita a la presencia, el reconocimiento y la pertinencia con relación a quien es diferente.
Para no abundar en las temáticas ya identificadas por el ministro, un claro ejemplo de esta tensión es la que viven las escuelas que atienden a las niñas, niños y adolescentes que llegan del extranjero con sus familias a vivir a nuestro país. Si bien las normas de inclusión hacen que las escuelas los matriculen, lo que luego realmente viven en sus espacios escolares es un proceso de asimilación, donde ellas y ellos deben adaptarse a lo que el establecimiento les exige para que luego rindan en las pruebas estandarizadas. No hay un respeto a sus ritmos, ni a sus culturas.
Romper la tensión entre trato homogéneo y respeto a la diversidad, en función de esta última, no es tarea fácil, ya que implica cambios en los programas de estudios y mayores espacios para la consideración de los territorios; pero, por sobre todo, una formación de los futuros profesores con una modalidad de trabajo diferente y de un perfeccionamiento desde la experiencia (desde abajo y desde adentro) a todas y todos las profesoras y profesores en ejercicio.