En el Museo de Bellas Artes: ¿Bienal o funeral de artes mediales?

En el Museo de Bellas Artes: ¿Bienal o funeral de artes mediales?

Por: Elisa Montesinos | 30.03.2022
CRÍTICA| A propósito de Umbral, exposición de la 15° Bienal de Artes Mediales en la planta baja del MNBA, abierta hasta abril, es imposible soslayar el rol fúnebre de los diferentes oficios que se desarrollan al interior del campo artístico.
"Para dar una vuelta/ Sin pasar de la puerta eso sí /Que los muertos aquí/ Es donde tienen que estar/ Y el cielo por mí/ Se puede esperar"
Mecano

En urbes provincianas se suele avistar un peculiar y temido personaje que aparece cuando la muerte anda rondando. Conocido como “el buitre de la funeraria” –en alusión al ave rapaz y carroñera–, el ominoso empleado merodea por los lechos de agonía que acogen en sus últimas horas a los habitantes del pueblo a punto de estirar la pata. Antes de que el próximo finado encumbre su último periplo, al patio de los callados, la función del buitre consiste en ofrecer servicios fúnebres a la familia. Así, para que el alma del difunto pueda descansar en paz, el buitre se encarga de gestionar el velorio, los servicios de las lloronas y la maquillista, el responso y el entierro. Incluso, hay algunos buitres más osados que toman medidas del cuerpo aún tibio, para así dimensionar eficientemente el ataúd. 

Distancia ética, angustia y velocidad en la 15 Bienal

En el contexto de un arte contemporáneo atravesado por el signo de la muerte, que recoge las agendas temáticas derivadas de memorias, historias, archivos y documentos, resulta difícil hacer del trabajo de muerte un trabajo de mirada sin caer en la revictimización, la instrumentalización o el daño a la memoria de los cuerpos ausentes. Desde la crítica, también es difícil no caer en la tentación de moralizar “la muerte” como motivo irrepresentable para los lenguajes artísticos actuales, aunque el problema es de larga data y siempre ha tenido una dimensión ética. Se trata de la “justa medida”, que al parecer desborda el límite de lo decible en el museo.

En el Siglo de Oro de la Grecia clásica, las escenas de muerte y sexo no podían ser representadas a vista y paciencia de quienes asistían como espectadores a la tragedia, porque la obscenidad de dichos motivos excedía la tolerancia estética ciudadana. La muerte y el sexo se hociconeaban sin ser vistas. Más de dos milenios después, Carlos Arias –artista chileno radicado en México, con exilio de por medio– se ha dedicado a bordar un lienzo de dimensiones monumentales, donde año a año va agregando los nombres de amigos, conocidos y no tanto, en la medida de que estos van falleciendo: Stella Díaz, Adolfo Couve y Guillermo Machuca están adheridos a esa lápida textil (una memoria de vida del propio artista).

[caption id="attachment_730878" align="alignnone" width="500"]Alfredo Jaar. Música (todo lo que sé lo aprendí el día que nacio mi hijo), 2021. Alfredo Jaar. Música (todo lo que sé lo aprendí el día que nacio mi hijo), 2021.[/caption]

La muerte tampoco se puede desatender en las artes mediales, sobre todo cuando se trata de pérdidas recientes. Como los trabajadores de una funeraria, los agentes del pueblo provinciano del arte santiaguino de vez en cuando, nos vemos obligados, o convocados a trabajar sobre la muerte. Muy distinto es trabajar con la muerte, sensación abochornada que queda tras visitar el ala sur del museo, donde fueron dispuestas la mayoría de las piezas que por diversas razones terminan aludiendo a motivos fúnebres, pese a que sus autorías no necesariamente las realizaron con ese afán. 

El recorrido de Umbral comienza en el hall del edificio, con una compleja instalación de Alfredo Jaar que visualiza nombres de guaguas nacidas en hospitales públicos mediante pantallas LED sincronizadas con un sistema de sonido que reproduce los llantos de los lactantes. Puedo enterarme que la pequeña Violeta nació al mediodía de un sábado de enero, pero no escucho sus llantos: no porque la niña no llore, sino porque el aparato está desenchufado.

De líderes sindicales y artistas fallecidas

[caption id="attachment_730876" align="alignnone" width="650"]Mónica Echeverría. Fotografía de Kena Lorenzini, 2020. Mónica Echeverría. Fotografía de Kena Lorenzini, 2020.[/caption]

Una vez dentro del ala sur, la cosa se pone color de hormiga. Lo primero que resalta en la nave central es una proyección del rostro de Mónica Echeverría –escritora y periodista– dispuesto en pleno ataúd, con un parche rojo en el ojo derecho y un escapulario de Mujeres por la vida adherido a la solapa izquierda (según la museografía, se trata de la última obra de la difunta). A poca distancia de esa fotografía realizada por Kena Lorenzini se puede leer un texto de Consuelo Castillo –hija de Echeverría–, escrito al poco tiempo de fallecida su madre en enero de 2020. Considerando que una bienal es un evento artístico de envergadura, que se toma el espacio de dos años entre cada versión para planificar la selección de piezas artísticas, cabe preguntarse con qué criterios fueron seleccionadas esas y otras obras. 

A la izquierda del cadáver de Echeverría se proyecta un video de Lotty Rosenfeld –artista visual nominada al Premio Nacional, sin nunca obtenerlo–. Es mejor no mirar la obra, para así evitar condicionar su apreciación a la reciente partida de la artista en julio del 2020. “Lo reciente” como categoría estética asociada al paso del tiempo, es en este caso un asunto puesto en entredicho por el régimen de circulación visual en el que estamos hoy inmersos.

Como fenómeno histórico y político, en el capitalismo cultural electrónico fluye una cantidad inconmensurable de información que se vuelve anecdótica, en comparación a los tiempos del video y la fotografía análogos, donde un año de muerte es un evento reciente. La pregunta aquí, es si las artes mediales pueden ser capaces de revertir la sentencia al olvido de lo tremendo que implica una muerte, o si confirman que se trata de un anécdota superficial como cualquier otra. Al respecto, Nelly Richard ha comentado sobre las pinturas de interfaz de Felipe Rivas –quien nunca ha sido invitado a la bienal–, que se trata de dispositivos visuales que permiten devolverle el tiempo contemplativo a la mirada distraída. 

La siguiente pieza corresponde a una instalación realizada por la hija de Rosenfeld, la poeta Alejandra Coz. Si bien, en esa obra de materia vegetal la figura del cadáver no aparece explícitamente, el tronco del árbol sustituye al cuerpo inerte de su madre. El siguiente cadáver humano es el valiente sindicalista Clotario Blest, en otra obra de Jaar. Una fotografía del líder obrero cuando aún se encontraba con vida. La primera vez que la obra fue expuesta en Santiago fue en el marco del proyecto Dislocación (2010) a cargo de Ingrid Wildi, en otro contexto y connotación. La Bienal omite ese dato clave y además de invisibilizar el trabajo de la curadora, se pierde el bello paralelo entre Blest y el paisaje chileno. Lo último sí es mencionado, aunque pierde espesor visual al estar inmerso en un paisaje tremebundo. Para más remate, la iluminación del ala sur del museo es de una penumbra tan angustiante que impide la óptima visibilidad de las obras.

Siendo justo, no todo es muerte y melancolía en la bienal. O al menos no todo es vanitas derivado de líderes sindicales y artistas fallecidas. Allí, destacan dos piezas de diferentes artistas que por sí solas dan cuenta de una consistente reflexión visual de su autor y autora, sin embargo, tanto el contexto, como la ubicación y la función utilitaria las perjudica. La obra de Cristián Inostroza es el resultado de un largo proceso que comienza en las barricadas del estallido social. Una de ellas, es traducida a la matriz del grabado, para luego ser materializada en escultura. Sin embargo, la latencia de la revuelta es eclipsada por el relato de la Bienal, ya que la escultura de Inostroza es monumentalizada por una lectura vinagre de las bellas artes. La potencia del estallido es subsumida en un cadáver social, a pesar de que el cuerpo de obra de Inostroza se ha caracterizado por su persistente reflexión situada en contextos de efervescencia social desde el movimiento estudiantil del 2011.

Epitafios para una muerte anunciada

La segunda obra, de Catalina Andonie, se enmarca en el fructífero proceso que la artista ha desarrollado por años alrededor de la doble función –estética y utilitaria– presente en algunos objetos de las artes decorativas. En esta ocasión, la artista expone un lente fresnel, tradicionalmente usado en los faros portuarios como iluminación guía. La vanguardia coincide con el diseño en su capacidad transformadora del mundo. Sin embargo, la obra de Andonie es anclada utilitariamente al relato de la Bienal: nos sirve para llegar al siguiente velorio en el extremo poniente. Ahí descansan algunos videos de Enrique Ramírez, cuya belleza sobrecogedora es marchita por decisiones apresuradas de la Bienal. De manera similar al eclipse de la revuelta en el montaje de Inostroza, los videos de Ramírez son maltratados en epitafios para una muerte anunciada de dos procesos sociales que aún pueden tener rendimiento: las memorias inmigrantes y los indignados en el primer mundo. Nuevamente, tanto la obra como su contexto, son tergiversados en una operación curatorial fúnebre.

En la nave oriente se puede visitar una videoinstalación de Raúl Ruiz. Quizás la mejor obra de toda la exposición. A partir de archivos del cineasta chileno-afrancesado, el equipo de la Bienal recreó la obra que Ruiz habría expuesto en su segunda patria. El dato anterior queda en un pasado dudoso, ya que dichos archivos no aparecen en la muestra. En su lugar, se puede ver un video donde figura el rector Vivaldi oficiando de sacerdote en medio de la misa de desagravio que redujo toda la riqueza de Ruiz a discusiones elementales de poco aporte. La obra del cineasta no es reconstituida sino corrompida por la Bienal.

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A los costados se montaron hileras de confesionarios gabinetes de curiosidades. Todo esto, con la imagen del rector al fondo de la sala, separada del público por una fila de bancas episcopales. No queda claro, considerando que la imagen de Vivaldi funciona en doble sentido –escolástico y confesional–, si el refrito de la obra de Ruiz es una humorada o una provocación.      

Al salir en dirección al hall, a mano derecha hacia las escaleras de servicio, se puede tropezar con otro refrito, esta vez en torno a la obra que Gordon Matta Clark realizó en el mismo espacio hace cinco décadas. No se aprecia bien la intervención en la arquitectura del edificio, ya que el personal de seguridad fue instruido para prohibir que las visitas se acerquen más de la cuenta a la obra. 

En casa de un amigo restaurador –cuyo oficio necesariamente pasa por la muerte–, tuve una conversación al respecto con dos personas que también pudieron recorrer Umbral. Salió al voleo una anécdota similar a las ya indicadas, sobre otra versión del mismo evento expositivo. En septiembre de 2017, falleció el poeta Ronald Kay, pionero en plantear una teoría sobre la fotografía análoga, situada en el tiempo y el espacio sudamericano. Para su funeral, la Bienal no habría encontrado nada más oportuno que realizar una performance ahí mismo. Antropológica y culturalmente un funeral puede ser entendido como performance. Es un rito de paso entre la vida y la muerte, donde se sucede una secuencia de signos que refuerzan ese sentir. Pero en Umbral, exposición de la Bienal de Artes Mediales en el MNBA, este seudoritual se realiza sin respeto por nada ni por nadie.