¡Ras+Putin y gane!
Como en todos los exilios, en el mío hubo de dulce y de agraz. Ganar la beca que ofrecía Balliol College, Oxford (1262) a jóvenes expatriados por razones políticas fue, por cierto, lo más dulce. Ahí tuve, entre otros, un maestro en relaciones internacionales, Hedley Bull. Comenzó su primera clase con una ironía: “La Universidad denomina a estas lecciones Relaciones Internacionales. El tema, por cierto, es la política internacional”. Ya la primera frase fue una lección magistral. En estos asuntos, como en los sexuales, hablar de “relaciones” es una cursilería. El tema es la política en una sociedad anárquica.
Anárquica, pero sociedad, a fin de cuentas. Aunque los Estados carecen de un soberano común, de ahí que su sociedad sea anárquica, sin embargo, florecen entre ellos las comunicaciones (por ejemplo, mediante la diplomacia); el intercambio comercial; los acuerdos (que solemnizan fallos, laudos y tratados); y la forja de instituciones (como la Unión Postal Universal, que data de 1874). La anarquía no es sinónimo de caos. Esta es la posición “realista” en política internacional.
Ahora bien, el poder, como todo lo humano, es una realidad viva. Para subsistir, tiene que renovarse y crecer. Entra en escena Rusia, el país más extenso del mundo. Suyo es el 11% de la superficie terrestre. Su símbolo es el oso, el más astuto, feroz y grande de los mamíferos carnívoros terrestres. Sus gobernantes buscan hace cuatro siglos expandir su poder. Comenzaron en 1613. La dinastía Romanov lideró dicho esfuerzo por tres siglos, hasta que la revolución bolchevique fusiló al Zar Nicolás II y su familia en 1917.
La segunda etapa estuvo a cargo de la dinastía soviética, que fundaron los camaradas Lenin, Trotsky y Stalin. “Su hora más gloriosa” fueron sus siete décadas. Al menos hasta aquí. Los Aliados, los Estados Unidos de América, el Reino Unido y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (que dirigía Rusia) derrotaron al Eje (Alemania, Italia y Japón) en 1945. Rusia emergió como una de sólo dos super-potencias, el mundo polar (“bipolar”, según los descuidados).
¡El capitalismo y el comunismo unidos, por el racismo jamás serán vencidos! A continuación, el capitalismo y el comunismo se disputaron el liderazgo mundial. Al inicio, Rusia tuvo éxito: triunfó en los campeonatos de ajedrez (Kasparov) y en las olimpíadas; en influir en el Tercer Mundo (la Cuba de Castro) así como en la conquista del espacio extraterrestre (Laika, Gagarin, Tereshkova). La fase bolchevique terminó con en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, nació la red, y comenzó la actual era digital.
La tercera etapa de la expansión del poder ruso comenzó una década más tarde, bajo el liderazgo del abogado y ex agente de la KGB (la CNI soviética) Vladimir Putin. Aquí, sorpresa de sorpresas, entra Chile en el guion. Porque Putin, al igual que una minoría de chilenos (silenciosa por el momento, pero aún significativa), es pinochetista. Me explico. Muchos rusos, en especial la pléyade de millonarios surgidos luego del colapso de la Unión Soviética, adhieren a una peculiar lectura de la historia de las relaciones políticas internacionales.
Todos quienes se opusieron a expansión del poder de Moscú fracasaron. Tal sería el caso de Karl XII, rey de Suecia en el siglo XVIII; de Napoleón, emperador de los franceses, en el siglo XIX; y, por último, del “cabo austríaco”, Adolf Hitler, Führer del Tercer Reich Alemán, en el siglo XX. Pero el 11 de septiembre de 1973, en el centro de Santiago de Chile, el general Augusto Pinochet Ugarte habría hecho trastabillar y desplomarse al oso moscovita. Esta lectura revelaría la verdadera dimensión del Capitán General.
En el siguiente acto, mientras el plantígrado bolchevique sangraba aturdido en el piso, habría recibido la estocada final del Presidente estadounidense Ronald Reagan. Su propuesta de una “guerra de las galaxias”, una fantasía hollywoodense que alarmó al Kremlin, habría dado jaque mate a la economía soviética. Porque era planificada desde el centro, ésta no habría podido competir con las economías de mercados libres. Según la lectura pinochetista de la historia reciente que Putin prefiere, abatido por la depresión, el imperio comunista habría decidido suicidarse con una pistola marca “Gorbachev”. Así, en el parto sangriento de la era digital Putin, de manera fortuita, se habría hecho dueño de Rusia.
Putin cumplirá 70 este octubre. Ha sido el amo del oso por ya dos décadas largas. Su telón de fondo son cuatro siglos de expansionismo moscovita y el desmoralizador efecto en la población rusa del colapso de la Unión Soviética (es decir, del “comunismo internacional”). ¿A qué puede aspirar ahora, cuando él entra en (lo que el madrileño Arturo Soria llamaba) “la alegre pre-era de la muerte”? A la gloria. Es decir, a influir en cómo será recordado, en especial ante sus compatriotas rusos de las futuras generaciones.
Maquiavelo sostiene que una mitad de los asuntos políticos se entienden por la razón, es decir, por el cálculo. Pero la otra mitad la gobernaría la fortuna. Según el razonamiento machista del florentino (impresentable para el feminismo contemporáneo), dado que la fortuna es mujer, prefiere a los jóvenes briosos. ¿Triunfará Putin (que no es joven, pero sí brioso) en este gran juego de razón y azar que es la política? Su principal rival, el Presidente de los Estados Unidos de América, cumplirá 80 en noviembre.
¿Habrá comenzado Putin a cavar su propia tumba cuando inició la guerra contra Ucrania, hace ocho años, con la anexión de Crimea? Muchos, no sólo en Occidente, esperan que la invasión de Ucrania en febrero de 2022 lo empuje a la fosa. O, más bien, ¿será esta guerra un golpe adicional en la forja para sí de un papel imperial en la historia de Rusia para rusos (y, también, para observadores imparciales)? Pronto lo sabremos. Es política, son “relaciones” internacionales.