A un amigo ucraniano: El arte, la guerra y la muerte
Todos creían que, a esas alturas, los sedantes lo habían estupidizado hasta convertirlo en un costal de carne y huesos. Empezaron a desajustarle su camisa de fuerza como quien lo hace a un bulto al borde del estado vegetativo. Mientras terminaban de sacársela, no tenía sentido preocuparse, ni por un segundo, si, acaso, en esa cabeza torturada aún surcaba algún pensamiento, aunque fuese confuso, fugaz o inútil. Su mirada azul, cristalina, se clavaba con debilidad en el vacío de un largo pasillo, entre las losetas de mármol blanco pegadas a los muros, apenas divisando al final un ventanal que transparentaba los colores del cielo arrebolado que anteceden a la noche.
Sin embargo, ese cuerpo lánguido cobró repentina vida cuando le desataron la última de las hebillas de la camisa. Liberándose de esta, agitó con fuerza en el aire sus brazos ahora desenvainados. En ese segundo exacto, las palabras triviales y los gritos del personal médico y de seguridad del sanatorio, en el que Steve había permanecido internado desde hace un tiempo, son rápidamente sustituidos por el sonido de las cuerdas ejecutando las notas del arpegio ascendente que introducen Born to Die de Lana del Rey. Su efervescencia energética luego muta a una música somnolienta, que coincide con la cámara lenta a la siga de una carrera desaforada que tiene un sólo objetivo para este adolescente angustiado, sabedor de su único destino viable: correr para saltar por el ventanal al final del pasillo, y así quitarse la vida. La letra de la canción penetra en la secuencia, para recordarnos a los espectadores que “a veces, el amor no es suficiente cuando el camino se pone escabroso… [que debemos elegir] nuestras últimas palabras, esta es [nuestra] última oportunidad… pues, nacimos para morir”.
Enterrado en la butaca del cine, con la boca del estómago retorcida mientras pasaban los créditos de Mommy (2014), uno de los filmes más notables de Xavier Dolan, recordé cuánto le gustaba Lana del Rey. Me dijo en alguna conversación que era su cantante favorita. Yo no le había prestado mucha atención, pero en aquel momento reconocí el tema que alguna vez me envió para que lo escuchase, además de otras del mismo álbum. El engranaje entre el desenlace de la historia, la melodía cadenciosa y el coro nihilista de Born to Die me pereció inmejorable.
Cuando me comentó sobre su fijación con la artista en ese particular periodo de su vida, no pude sino especular, de manera muy prejuiciosa, cómo un joven ucraniano podía estar fascinado con la música de Lana del Rey. Me pareció un hecho improbable. Debido a mi crasa ignorancia juvenil, Ucrania me resultaba en ese entonces un país ruinoso, grisáceo, abatido por las heridas indelebles que le había dejado la Unión Soviética dos décadas antes y aislado de Occidente. Por supuesto, la imagen más viva que tenía a mano era Chernóbil, cubierta por cenizas radioactivas y sin ningún habitante a decenas de kilómetros a la redonda. Mientras escribo esto, quisiera revisar en el navegador, con detalle, fotografías de Kiev, Odessa o Sebastopol, las ciudades con las que estoy más familiarizado de nombre al menos. No obstante, temo ver lo que con ahínco he evadido hasta el minuto. Me inquieta pensar que, hace unos nueve años, este amigo ucraniano estaba recién entrando a su veintena. Ahora, con casi 30 años, ¿cómo lo habrá sorprendido la guerra?, ¿habrá alcanzado a huir?, ¿habrá dejado a su familia atrás?, ¿habrán destruido su hogar o el de alguno de sus seres amados?, ¿habrá visto a su ciudad asolada?, ¿a los edificios esqueléticos, con sus estructuras de hormigón expuestas, milagrosamente todavía en pie? Estas preguntas me las hago con legítima ansiedad, pero tienen algo (o mucho) de retóricas. ¿Puede la imaginación, incluso de forma remota, ofrecer una respuesta aproximada? No sé si una tontería o no, es posible que sí, pero me es inevitable que la película de Dolan haga eco, como si mi amigo hubiese suplantado al protagonista, emprendiendo también una carrera desaforada hacia la frontera, con los violines interpretando a Lana del Rey como música de fondo. Y, a su paso, en lugar de las losetas de mármol blanco pegadas a los muros, figuran esas presencias fantasmagóricas de las que hablaba Joseph Brodsky en plena guerra, desperdigadas entre las frágiles construcciones: asomadas por las ventanas, sentadas en sillas de color verde, “vestidas de catástrofe-de ideas negras”; con “sus ojos del color de las balas sin rumbo”, expectantes frente a cualquier cambio en sus destinos.
Ya no recuerdo con claridad la última vez que hablé con Aleksandr. La conexión de la invasión rusa a Ucrania con él no fue instantánea. Me tomó tiempo. Esto, hasta que recordé con nitidez la escena con Antoine Olivier Pilon, huyendo de su cautiverio en el sanatorio, con el sonido pastoso que nos advertía que “nacimos para morir”. Hoy, sabiendo lo que está ocurriendo en este preciso instante en Ucrania, el país de mi amigo, la realidad ha logrado superar a la ficción, transformándose en una especie de hiperrealismo surrealista para quienes nos encontramos de este lado del planeta.
El recuerdo de Aleksandr surge de modo casi onírico. Si en la época que nos conocimos a él lo obsesionaba Lana del Rey, a mí Pink Floyd. De cara a la contingencia, una canción viene de inmediato a mi cabeza, que pese a no estar incorporada en el disco The Wall, y sólo formar parte de la banda sonora del filme, es una de las grandes composiciones de la banda. Se trata de When the Tigers Broke Free, escrita por Roger Waters relatando la muerte de su padre en la Batalla de Anzio durante la Segunda Guerra Mundial, “una miserable mañana de 1944”. Allí, haciendo frente a las embestidas de la Wehrmacht, y pese a las advertencias del comandante de los Royal Fusiliers, los generales a cargo de la operación obligaron a un grupo de soldados británicos a luchar contra los tanques alemanes, para acabar siendo acribillados en su totalidad por estos últimos. Entre ellos, sobre el suelo escarchado, yacía el cuerpo inerte de Eric Waters, a quien su hijo dedica la última frase de su canción: “Y así fue como el alto mando me quitó a mi papá”. Es la historia que se repite para muchas y muchos niños en el este de Europa desde el 24 de febrero recién pasado.
En medio de la bestialidad de estos ataques, que excede mi comprensión y deja de manifiesto una ambición humana repulsiva que las palabras no toleran, me sigo preguntando: Aleksandr, ¿seguirá con vida?