CRÓNICA| Si no fuera por el Normandie: El cine no es sinónimo de Netflix
Partió como una molestia mental. De esas que no puedes sacarte de la cabeza. El escenario, calle Tarapacá con Zenteno. En el centro de esta convulsa ciudad llamada Santiago, como recita de forma similar el eslogan de su página web. Allí donde unas letras de neón iluminan el cartel vertical que anuncia la entrada del –a esta altura– mítico Cine Arte Normandie.
La ocasión, un viernes por la tarde, cerca de las 5 pm. Una de las primeras funciones de Nomadland (2020) tras la reapertura de las salas por la pandemia del COVID-19. Cierre que obligó a endeudarse con bancos y créditos, porque el show debe continuar.
La situación, 14 butacas concentradas en ver a la ganadora de tres Óscar, incluido el de Mejor Película y Mejor Directora, lo que convirtió a Chloé Zhao en la segunda mujer y la primera asiática en ganar el galardón de dirección. Los otros 136 asientos que completaban el aforo permitido por el Ministerio de Salud en aquel momento, se encontraban absolutamente vacíos.
El pensamiento terminó por solidificarse cuando caminaba de vuelta a mi casa cual investigador privado de una película noir que, en un momento de iluminación, se detiene en el único poste de luz prendido en una esquina desaliñada. “El Cine Arte Normandie se está quedando sin público”, pensé.
Si esta fuese una ficción, un filtro blanco y negro hubiera empañado mi mirada, al mismo tiempo que entraba en el personaje. De fondo, All Blues comenzaría a sonar y mi figura se perdería en la penumbra, solo iluminada por el haz de un cigarrillo. Más tarde sabría que, para la alegría de muchos, estaba completamente equivocado. Así partió mi investigación.
En el corazón de Santiago
La frase podría parecer un mero juego de palabras, pero basta con cavar un agujero desde el Normandie hacia el norte, por aproximadamente 2 cuadras y unos metros más, para entender que va más allá. Probablemente nos esperaría un ejército de armas apuntándonos. Apareceríamos justo en el Palacio de La Moneda.
Y si bien es habitual ver a los espectadores a la salida de la función comprando bebidas o cigarros en los negocios aledaños, el eslogan va más allá de la mera literalidad geográfica. Durante décadas se ha encargado de la formación cinéfila de generaciones completas, convirtiéndose en sinónimo de un lugar donde siempre encontrarás buenas películas.
Con audiencias más pequeñas que las ostentadas por las cadenas multinacionales que llegaron a instalarse en los malls chilenos, su público fiel lo ha mantenido a flote durante todos estos años. ¿Seguirá siendo así, después de una revuelta y la brutal pandemia?
Su estética visual es difícil de obviar. La pequeña boletería da la bienvenida a un espacio que parece sacada del imaginario romántico de lo que pensamos respecto a una sala de cine con tradición. Icónicas baldosas de colores fríos y, en contraste, las rojas butacas con una chapa metálica que indica el número del asiento. Muchas veces acompañadas de unas mantas que amablemente entregan a sus visitas en la temporada invernal. Pequeños grandes detalles.
[caption id="attachment_711074" align="alignnone" width="593"] El mítico Cine Arte Normandie. Foto tomada de la web del cine[/caption]
Es una relación entre espacio y público que entra por la nostalgia, la comunidad y el deseo de otras formas de consumir, o más bien recibir productos eminentemente comerciales, pero que algunas veces van más allá de eso.
Recuerdo las dos últimas funciones a las que asistí antes del cierre eterno de dos años. Once upon a time in Hollywood (2019) y The Irishman (2019), de Quentin Tarantino y Martin Scorsese, ambas a sala completa. Hasta el balcón, usualmente vacío, se encontraba a máxima capacidad.
El contraste con el regreso fue chocante. Quizás estaba exagerando el postulado inicial. Pero para eso estaba en mi rol de investigador, había que esclarecerlo.
Funciones para 15 personas
“Me causa ternura cuando llegan preguntando al Normandie si quedan entradas cuando hay 600 butacas, aforo de 250 y a la primera función llegaron 15 personas”, se leía en un tweet de hace unas semanas escrito por la encargada de las entradas. Calzaba con mi propia experiencia. “Iré a más funciones”, pensé.
El problema no es tan simple. Al miedo por el aún presente coronavirus, se le suma la compleja situación económica mundial y nacional, donde las prioridades financieras no siempre pasan por el placer que una película puede entregar.
Pero el factor más influyente viene desde las plataformas de streaming. Ahí la pregunta se transforma en un agujero negro donde las empresas tampoco entregan datos corroborables sobre el consumo. Y quizás lo peor es la cantidad de jóvenes que entienden el cine como sinónimo de Netflix, sin nunca haber pisado una función con butacas. La investigación debía continuar.
Siguiente en la lista: El Faro (2019), de Robert Eggers. Similar horario, similar escenario que cuando vi Nomadland. Viernes por la tarde, más cerca de las 18.00 esta vez. Unas 20 personas veíamos fascinados la obra de uno de los más prolíficos autores del terror estadounidense actual. Si no fuera por el Normandie, nadie en Chile la habría podido ver en una sala.
“¿Qué pasa?”, me pregunté ya aterrado. Tuve que subir la apuesta. Esta vez con Los 400 golpes (1959), clásico de la historia del cine y un horario definitivamente post trabajo. Al menos había una pequeña cola esperando a pagar la entrada.
El alivio llegó de la mano de Satoshi Kon y Perfect Blue (1997), cuando esperé 30 minutos antes de la hora de inicio, solo para apreciar cuánta gente aparecía. Aforo completo y miles de likes y comentarios en la publicación de su Instagram.
Me sentí, honestamente, como un terraplanista armando teorías en base a la mera experiencia personal. Es cierto que tiene un valor importantísimo en muchos sentidos, mas no debería hoy ni nunca ser el método único de concepción de la realidad, porque ya muchos problemas nos ha generado. Irónicamente, Don't Look Up (2021) trata como eje central esa idea desde Netflix, pero el Normandie lo trajo a su pantalla.
“Todavía teníamos miedo de salir al cine"
Había que continuar contrastando las distintas fuentes. Tomé el celular –reemplazo millennial de la libreta, instrumento que toda persona que se diga detective privado debe llevar consigo– y me acerqué a quienes realmente podían iluminar mis dudas: los y las asistentes.
La mayoría contestó algo similar. “Todavía teníamos miedo de salir al cine, pero cuando vimos que darían Perfect Blue, dijimos ‘hay que ir sí o sí’”, confirmó una de las asistentes junto a su pareja. “Lo mejor del Normandie es que te permite ver películas en pantalla grande, que en otra parte jamás podrías ver”, comentó otro chico. No puedo estar más de acuerdo con él. Y la gente llegaba y llegaba.
La sorpresa definitiva vino con el anuncio de una segunda función de la famosa película de Satoshi Kon. Al parecer, me contarían después, muchos preguntaron si iban a repetir la programación. Y luego llegó Paprika (2006), y luego se volvió repetir una segunda vez.
Lo que empezó como una programación común y corriente, terminó transformado en un ciclo de Satoshi Kon con la proyección de Tokyo Godfathers (2003). Porque ahí está el núcleo de esta sala. En las personas que los acompaña.
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Esta idea se materializó definitivamente cuando logré hablar con Mildred Doll, directora del Cine Arte Normandie. Su quebradiza voz y su discurso comunitario me reforzó la idea de que son el público y la curiosa relación entre espectador y espacio físico lo que provoca el apego.
¿Cómo se explicaría su permanencia en el tiempo considerando que las multisalas ganan más dinero vendiendo cabritas y bebidas que cortando tickets de boletos? Según Doll, “el Normandie vive del apoyo del público. Es una sala pequeña que tiene muchos amigos apoyándola y que hacen que exista, porque no bastaría si fuésemos solo 5 personas manejándolo. Son todos”.
Y no es que ese modelo partiera hace un par de temporadas atrás. El compromiso de traer películas que las cadenas no están interesadas en mostrar se remonta a más de 35 años, e incluso se mantuvo frente a la explosiva entrada de empresas de proyección en los mall, posdictadura. Porque su promesa no tenía un fin meramente económico, sino también de formación.
“El Normandie es como la sala del cine nacional, porque las multisalas son capitales externos y extranjeros que están en todas partes. Es de acá y lo apoyan amigos que están en Punta Arenas, en Curicó y Antofagasta”, plantea la directora.
Cultivando audiencias
Aún quedaban 20 minutos para la función de Dune (2021). Bajo la marquesina, dos escolares –delatados por sus pantalones– hablaban mientras miraban la cartelera. No pude evitar pensar en el pequeño Antoine Doinel arrancando del colegio para ir al cine. Es este uno de los cimientos de la sala, la búsqueda de nuevos públicos.
Los datos entregados por la administración son decidores. Durante 2014, fueron 1.271 los estudiantes que pagaron la entrada con precio reducido que Normandie ofrece a sus visitantes más jóvenes. Al año siguiente subió a 1.625, y el siguiente llegó a 1.927. Y el alza continuó de forma exponencial en 2017, donde registraron a 2.214 alumnos prefiriéndolos durante todo el año.
El trabajo va más allá de esperar pasivamente a que estos lleguen por obra de magia a sus puertas. También realizan un “minucioso trabajo, de hormiguitas”, me diría Mildred Doll, llevando cursos escolares enteros a mirar programaciones especiales.
Ese mismo rol formador es el que Claudia Bossay, María Paz Peirano e Iván Pinto notaron cuando se propusieron la creación del libro La vieja escuela. El rol del Cine Arte Normandie en la formación de audiencias (1982-2001). En él, abordan cómo esta sala ocupó un espacio que nadie se preocupó de llenar, donde varias generaciones se acercaron a películas inalcanzables, y formaron una cinefilia y cineclubismo que ya se había desarrollado en Europa unas décadas antes.
De esta forma se erigen dos pilares económicos. Su público y el pago de la entrada, por un lado, y el apoyo de amigos y personas comprometida con este espacio único, por el otro. Pero llegó la pandemia, las cintas dejaron de rodar y esas bellas e icónicas butacas no sintieron más el calor humano.
Por suerte para los recurrentes a Tarapacá 1181, el espacio no arrastraba ninguna deuda importante. Pero significó casarse con enormes créditos bancarios que de alguna manera salvaron la situación. Pequeños proyectos estatales han ayudado a amortizar la deuda. Todo sea por mantener la llama viva. “La gente lo siente como propio, porque es una sala con una personalidad propia. No hay otro Normandie”, afirma orgullosa Doll.
Terminó la entrevista y respiré aliviado. El sombrero de copa volvió al clóset, la libreta/celular recuperó su función habitual y el curioso quinteto de jazz que empezaba a tocar cada vez que meditaba finalmente desapareció. Había resuelto el misterio. El Normandie, el querido Normandie seguía vivo.