CRÓNICA| FIC Valdivia: ¿Por qué insistir?
Aunque es octubre, un viento helado me hace esconder las manos en los bolsillos. Atardece, y con ello, finaliza también la versión 28 del Festival Internacional de Cine de Valdivia que se realizó entre el feriado del Encuentro de dos mundos y la conmemoración de un nuevo 18 de octubre. Esta vez, a su versión online, estrenada en medio de la pandemia del año pasado, se le agregó el regreso limitado a la presencialidad.
Siento que bajo mis pies el puente que cruza el río Calle Calle se tambalea, miro a mi alrededor y a ninguno de los otros transeúntes parece importarle. Ya decía Rodrigo Fresán al escribir sobre Praga, la ciudad de Kafka, que siempre había algo terrible y feliz al mismo tiempo en el acto de cruzar un puente. Tirarse, saltar, dejarse llevar por la corriente. Opto por seguir caminando.
A mi espalda Isla Teja va confundiendo su verde con la oscuridad, y al frente, se adivinan jóvenes con mochilas y maletas que abandonan la sala Cochrane, tras su última función. Por esos mismos lugares llegaron al día siguiente cerca de tres mil personas a la marcha pacífica en el centro de Valdivia para conmemorar los dos años del estallido social. Incluso un grupo de ellos se arrimó a este puente, bloqueando el tránsito y levantando barricadas. El informe policial dirá que hubo una tienda saqueada y locales con sus vidrios quebrados, entre ellos el edificio de la Municipalidad. Recuento de daños, consignas en las calles y en las paredes, normalización del uso de las mascarillas, autoridades culpándose unas a otras en tiempos electorales.
¿Qué hace un festival de cine en medio de esto?
Valdivia es una pequeña muestra del mundo audiovisual chileno. Aunque no sea el único certamen de este tipo, se ha convertido en el principal punto de encuentro del cine nacional y un referente importante en Latinoamérica. Y este, como otros eventos, ha sabido resistir a las distintas oleadas que, de manera directa o indirecta parecen ejercer fuerzas en su contra: políticas públicas deficientes o ausencia de ellas, problemas de financiamiento, inexistencia de un compromiso con la cultura, entre otras.
Más allá de que parezca un acto heroico la organización y ejecución exitosa de un festival de cine, su propia realización es un ejemplo claro del padecimiento que significa realizar cualquier producción cultural en nuestro país. Ahora que lo pienso, tal vez Chile es un Valdivia extendido, una amplificación en territorio y en proporciones de las dificultades y precariedades en la creación artística. Un reparto de fallidos Puente Cau Cau por toda la nación.
Me detengo y busco mi celular para fotografiar los cuerpos de lobos de mar que apenas se adivinan al borde del Mercado. En la baranda veo pequeños candados colgados, ¿En qué momento se extendió tanto esa práctica entre las parejas jóvenes? Con la escasa luz es imposible sacar una foto decente. Me detengo entonces a simplemente mirar, para guardar una imagen hasta la próxima vez que vuelva. Pero termino pensando en la Valdivia de mayo de 1960, arrasada por el terremoto más grande de la historia desde que existen registros, y que provocó un tsunami que destruyó a esta ciudad y marcó a su gente.
Todo lo que alcanza a la vista fue devastado por el movimiento de la tierra y del agua. Aún pueden verse algunas ruinas, incluso se han transformado en panorama turístico. Cicatrices repartidas en esta bella ciudad, que no será Praga, pero está harto más cerca de serlo, que yo de Kafka. En fin, divago. En esta ciudad hecha para contemplarse se desenvuelve año tras años nuestra escena audiovisual, la cual apela para sacar sus proyectos a la luz a la coproducción y a los caprichosos subsidios estatales. Un cine frágil que sabe de resistir.
Lo que aparece en imágenes se observa al caminar
El puente aquí se dibuja además de físico también de manera metafórica, porque a pesar de lo precario, en cada proyección se puede vincular el imaginario reflejado en la pantalla con lo que ocurre en las calles. Tanto las calles que rodean las salas donde ocurren las funciones como aquellas que atraviesan este país.
Fue hace dos mañanas que vi la represión a los estudiantes de cine en India bajo forma de historia de amor y documental en A night of knowing nothing. En la versión anterior, en Siete años en mayo se evidenciaba bajo un montaje experimental el abuso policial y sus secuelas, y en lo que respecta a producciones nacionales fue en el 2018 en que con un formato stop motion bellamente ejecutado La casa lobo transmitía el horror de la secta de Colonia Dignidad. Y es que un festival como este no solamente habla de cine y de su maquinaria para llevarse a cabo, sino que más bien es un espacio que permite dialogar con los espectadores. Lo que es criticable en su ejecución es criticable en nuestra sociedad, lo que aparece en imágenes se observa al caminar. Festival y espectadores, en este encuentro de imperfecciones construyen reflexión.
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Así, las motivaciones tras las multitudinarias marchas y su primer triunfo que es la actual Convención Constitucional encuentran eco tanto en las historias narradas como en el proceso que constituye la realización de una película, de los trabajadores involucrados, del acceso a los medios, qué decir del acceso para estudiar carreras relacionadas. Vemos cómo el juntar cierta cantidad de filmes y a sus realizadores, genera conversaciones sobre su rol como arte colectivo dentro de una comunidad, y esta autoconciencia permite ejercer su función política de manera enfocada. Sean cuales sean las conclusiones a las que se llegue y con sus respectivos desacuerdos, el evitar evadir temas deja al descubierto los mecanismos de privilegio que permiten que algunos estén y otros no. ¿Qué hace un festival de cine en medio de esta realidad? Permite en último término que las películas vuelvan a las pantallas, como la gente a la calle.
Finalmente, al igual que como se pudo predecir en cierta medida el estado actual de descontento, quiero presagiar que pronto vendrán las ficciones y documentales que hablen de las víctimas de la violencia del Estado durante el estallido social. Asimismo, mediante la problematización propia del cine al relato institucional, será posible observar a aquellos que ahora quedan en los márgenes, porque la operación de ganancias y pérdidas del mercado no les permite todavía ser parte.
Hasta aquí llego con mi futurología. Evito mirar hacia más allá del río, entre mi miopía y el vértigo, no alcanzo a ver todas las posibilidades que se nos abren. No hay que ser cinéfilo para entender la insistencia. Ya no son tiempos de resistir, sino de construir los propios puentes.