El Metro, la revuelta, la Constitución
Este lunes se cumple un año más de aquel acontecimiento que puso fin al régimen político instaurado por la Constitución del 80. No cabe duda de que los hechos ocurridos desde la tarde-noche del viernes 18 de octubre del año 2019 emergieron como la guinda de una torta institucional putrefacta, misma que ya no podía (por más colorantes y edulcorantes que le agregaran) ser servida en la mesa de una sociedad permeada por la exigente, irreligiosa y vertiginosa cultura de la modernidad tardía. La rabia acumulada por colusiones empresariales, mal servicio y alto costo del transporte público, un gobierno plagado de pijes tecnócratas que parecían burlarse en la cara de los ciudadanos, y los casos de corrupción y financiamiento irregular de políticos (que supuestamente habitaban el domicilio de las izquierdas), colmó la paciencia de un nuevo ciudadano que había sido formado para exigir su “cuarto de libra, ¡ahora!”. El mismo ciudadano-consumidor, adiestrado para defender la libertad de consumo y exigir productos de calidad y a tiempo, encontró, en el hito de octubre, una oportunidad para explicitar su discordia hacia el orden instaurado por la dictadura. Para algunos sociólogos y filósofos, esto es consecuencia de los vertiginosos cambios culturales experimentados por Chile en el último tiempo, los cuales no sólo lograron romper el techo metafísico que da cobijo al humano ante el sin sentido y la inmensidad del existir (religiones, vida en comunidad, tradiciones familiares), sino que también dejaron offside a una institucionalidad que no logró procesar las expectativas de este nuevo país.
Es así que el denominado cemento de las sociedades, es decir, el consenso respecto a una forma de organizarnos y ordenarnos en el diario vivir, cedió ante el mega-sismo del 18 de octubre de 2019. La velocidad con la que fueron cambiando los valores del país actual hicieron que la legitimidad de todo lo viejo se fuera al piso, pues aquel consenso silencioso y mudo desde el que se sostenían (el peso de la noche) quedó indefenso y moribundo ante los rayos translúcidos de la sociedad de la transparencia. Fue entonces que aquel pacto social silencioso, del orden y la obediencia a lo establecido, se puso en un entre paréntesis y emergieron saqueos, fuego y se comenzaron a derribar las estatuas. Las plazas del país se veían repletas de ciudadanos que salían a manifestarse por diversas causas, cada una sacada desde la subjetividad de cada individuo (esa especie de constitución psicológica que todos poseemos) y que eran expresadas sin las banderas de la política, sino que con símbolos ancestrales, cinematográficos y futboleros. Por supuesto que esta ruptura del consenso social, expresada desde la violencia y las manifestaciones callejeras, fue vista por las izquierdas locales como un logro de su esmerado trabajo territorial y de captación ideológica, pero ya sabemos que las izquierdas, en el transcurrir de la modernidad, se han topado con muchos espejismos.
Resulta probable que la historia larga dé cuenta que los acontecimientos de octubre de 2019 no correspondieron a una revolución, sino que a una constatación sociológica: el quiebre de la voluntad colectiva hacia un orden político-económico establecido por la Constitución redactada por la Comisión Ortúzar. Sabido es que cuando las constituciones sociológicas (la estructura social, los valores compartidos) se modifican, entonces la Constitución escrita inevitablemente debe modificarse. Dicho de otro modo, cuando la política se llena de bostezos y la concordia social cesa, la Constitución debe cambiar. Esto es algo que en América Latina se tiene más que claro, pues se estima que en esta región, en los últimos dos siglos, se han producido cerca de 400 constituciones o reformas importantes a las existentes. Para algunos esto confirma la fe que se tiene en las constituciones y la poca disposición a cumplirlas.
Por lo mismo es que el acuerdo por la nueva Constitución, aun firmado en una hoja en blanco que venía con la tinta de los Tratados de Libre Comercio y el quorum de los dos tercios, calmó los ánimos y puso en disposición, al pueblo, de retomar la senda del sometimiento a un orden estatal que se escribiera en una nueva carta magna. Dicho de otro modo: se requería una Constitución jurídica adaptada a las constituciones psicológicas y sociológicas del Chile actual (y no al revés, como seguían sosteniendo los necios que mandaron a fumar opio en su momento). Esto se confirmó con el avasallador triunfo de la opción Apruebo en el plebiscito y el hasta ahora impecable proceder de la Convención Constitucional (aprobar un reglamento interno de una institución que no existía en sólo tres meses no lo hace cualquiera).
Todavía falta mucho para reconstruir las confianzas y recuperar la legitimidad de las instituciones que fueron embestidas por el sismo del denominado 18-O. Más aún en medio de una sociedad que es atravesada por una cultura (esa circulación de símbolos e ideas que se nos presentan en el diario vivir) que vuela al ritmo del mercado y los algoritmos, es decir, que amenaza con dejar en poco tiempo obsoleto lo nuevo. Pero lo cierto es que la energía que hace dos años irrumpía cual tsunami por las calles del país hoy ha vuelto a su cauce normativo y sólo quedan réplicas que asustarán a unos y esperanzarán a otros.
Pero a dos años de aquel acontecimiento social aún hay un episodio significativo, por no decir detonante de ese mega sismo social, que reside en el submundo de los secretos que, una vez descubiertos, pueden alterar los pasajes de la historia: ¿quiénes quemaron las 8 estaciones del metro la tarde del viernes 18 de octubre de 2019?