¿Es el 18-O una fecha para conmemorar por la Convención?
Exactamente dos años después de la revuelta popular del 18 de octubre de 2019, la asamblea constituyente inicia el 18 de octubre de 2021 su primera sesión de discusión sobre los contenidos de una nueva constitución. Que esto haya resultado así puede ser un simple capricho del espíritu de la historia en el que, luego de resolver en tres meses su discusión de reglamento con arduas y extensas jornadas de trabajo, la asamblea comienza su semana distrital justo siete días antes del 18 de octubre. O bien, por otro lado, un gesto intencional de la Convención que se puede desprender de las declaraciones de la propia presidenta Elisa Loncon al afirmar que el 18 de octubre “es un día simbólico, es un día que se lo ganó Chile, es un día que marca esta historia de resolver la situación y vulneración de derechos que tiene Chile”. Sea lo uno o lo otro, no tiene gran importancia para la discusión de fondo que esto ha generado: ¿es el 18-O una fecha para conmemorar por la Convención?
El hecho de que la primera discusión de contenido de la nueva Constitución comience el 18-O renueva la fuerza simbólica que esa fecha puede representar para Chile. No obstante, hay quienes piensan de que se trata de un mal gesto puesto que revindicaría la violencia desatada desde ese día como una forma de expresión y coerción política. Frente a esto se ha argumentado que una fecha más adecuada, capaz de convocar y unir a la sociedad chilena, es el 15 de noviembre, día en el que se firma el llamado “Acuerdo por la paz y la nueva Constitución” en el año 2019. Entonces, ¿qué día merece ser conmemorado con el inicio de la discusión constitucional, el 18 de octubre o el 15 de noviembre?
A mi parecer, si hay que escoger una fecha conmemorativa (cuestión que no tiene más relevancia que el poder que cada cual le reconoce a los gestos simbólicos), esta no podía ser sino el 18 de octubre. Hay un hecho indefectible respecto a la posibilidad abierta de dejar atrás la Constitución de Guzmán y, en su lugar, redactar una nueva carta magna nacida en democracia: la violencia fue un gatillador fundamental para dicho logro. Aunque no pretendo aquí plantear una apología filosófica a la violencia, no podemos cegar los ojos a su fuerza catalizadora de las energías sociales y transformadora de los procesos históricos.
Muchas de las impugnaciones en contra de la violencia popular ocurrida desde el 18-O en adelante tienen que ver, entre otras cosas, con una defensa a la propiedad privada, una preocupación por la imagen internacional que el país puede proyectar, o con expresiones de corte moralista tales como “no es la forma” o “así no se hacen las cosas”. Sin embargo, miremos cara a cara a una persona que ha sufrido la violencia de un Estado que la ha invisibilizado en los últimos 30 años, marginalizado y arrojado a una sobrevivencia individual sin protección social bajo un sistema económico descarnado, indiferente al dolor, falto de ética y humanidad. Un individuo sin derechos sociales y que la lógica del mercado y el dinero penetra en todas las dimensiones de su vida y cotidianidad. Una sociedad en la que pocos acumulan riquezas, mientras muchos acumulan miserias; una justicia que encarcela la pobreza y deja inmune a quienes pueden pagar por ella. ¿Tenemos realmente un piso moral para juzgar la violencia que esa persona esté dispuesta a cometer frente décadas de abuso y abandono transgeneracional? ¿No es incluso más violento ese juicio moral que niega la ira y un resentimiento justificado históricamente de una persona en comparación con las acciones vandálicas que pueda cometer? ¿Realmente nos vamos a indignar más con un profesor que pasa un año de prisión preventiva por destrozar el torniquete del metro santiaguino que, por otro lado, con un Presidente acusado por violar los derechos humanos y enriquecerse él mismo y su familia tomando ventaja de su cargo público?
El 18-O de 2019 fue un día violento. Sin embargo, también fue un día que nos mostró que la violencia tiene diferentes y complejos rostros humanos para analizarla de los cuales no podemos ser indiferentes. Y si lo queremos ser, por lo menos, tener conciencia de que lo estamos siendo. Aunque la mayoría de las movilizaciones y protestas sociales de ese día en adelante fueron pacíficas, como la multitudinaria marcha del 15 de noviembre de ese año, también ocurrieron eventos de violencia como la quema de estaciones de metro el mismo 18-O, saqueos de farmacias, locales comerciales y supermercados, ataques a comisarías, barricadas en las calles, destrozos del inmobiliario público, entre otros. Así, el pacto por una nueva Constitución del 15 de noviembre, firmado por la mayor parte de los principales partidos políticos, nunca habría sido posible sin los niveles de violencia descritos previamente.
Alguien podría decir de que se trata de una hipótesis contrafáctica al no haber manera de probarla. A pesar de que eso es cierto, lo que sí es un hecho es que nunca la clase política, siempre coludida con el poder del dinero de los grandes gremios empresariales, había abierto la puerta a un cambio constitucional real cuando este se pudo haber realizado en un contexto pacífico (o, por lo menos, con una violencia no desbordada). La política institucional acusó a la protesta popular de violenta, irracional e insurrecta, de romper con los códigos básicos de la civilidad. Sin embargo, resulta ser más violento, a mi juicio, llevar la dignidad de las personas hasta un punto tal de vulneración y flagelo que hace emerger a la violencia en su horizonte de acción para que luego, esa misma institucionalidad, las juzgue moralmente y reprima con la violencia armada del Estado.
La violencia y el caos del 18-O obligó a una política institucional a protegerse a sí misma de ser destituida. El pacto del 15 de noviembre del no fue un acto heroico o la expresión de un sentido profundo de lo político para resolver una crisis, sino de una mera estrategia de sobrevivencia que consiste en lo siguiente: culpar al otro de violento para exhibirse a sí mismo como un canalizador efectivo del “descontento social”. Por esta razón, si la convención constitucional le debe su existencia a una fecha en particular, esta solo puede ser el 18 de octubre de 2019. Que la primera sesión de redacción de contenidos para una nueva constitución sea el 18 de octubre de 2021 es, finalmente, un homenaje a la movilización popular. Fue esta en gran parte la que abrió su posibilidad histórica concreta sin ningún tipo de deuda moral a los poderes constituidos.
Finalmente, no pretendo sacralizar la violencia popular o defenderla como una única forma de transformación política y social. De hecho, esa misma violencia tiene sus propias contradicciones e impugnaciones moralistas que llevan, por ejemplo, a que la convencional Giovanna Grondon (más conocida como Tía Pikachu) haya sido agredida con insultos y escupos en la Plaza Dignidad. Tal como expresó Jaime Bassa, vicepresidente de la Convención, este hecho no hace más que confirmar la profunda desconfianza cultivada por pueblo chileno hacia la democracia representativa de estas últimas tres décadas. El 18-O no conmemora la violencia, aunque ella sea inseparable de esa fecha, sino el intento del pueblo chileno de reescribir su historia recordando a todas y todos a quienes les mutilaron sus ojos, las mujeres violentadas por la policía, a quienes aún están presos sin un proceso justo, y a quienes, lamentablemente, perdieron sus vidas en ese esfuerzo.