Fantasmas
La cultura del miedo es parte sustancial de las ideologías asociadas fundamentalmente a la derecha. Perder espacio, libertad y capacidad de pensar en algo que no sea acorde a la mayoría es una especie de caballo de batalla para establecer un relato que paralice y establezca la idea de que sólo un exceso de control es lo que puede salvar una posible e inminente debacle en lo económico, lo político y lo cultural. Lo autoritario y su relativización surge en el imaginario cultural chileno donde nos enfrentamos a ciertos personajes que plantean coartar libertades. En realidad, depende de quiénes y qué ideología lo ejerzan y, por lo tanto, habría dictaduras que le hacen bien a la sociedad, donde las muertes, persecuciones y apagones culturales se justificarían de algún modo. Raro y peligroso, sí, pero ejemplos de eso hay varios y se encuentran habitualmente en nuestro espacio mediático y político. Es así como, luego del éxito que tuvo la izquierda en las elecciones de 2020 y las recientes de 2021, el fantasma de la Unidad Popular aparece estableciendo una conexión particular estético-ideológica con el reciente estallido social, donde un Allende de chaqueta floreada aparece en los muros del GAM mientras el imaginario pop asociado a villanos se construye en torno a los liderazgos de centroderecha y más sustancialmente de derecha. Los medios, como ya es costumbre, no lo ven, y menos le dan cabida a entender el fenómeno: sólo se logran hacer visibles si es que estas manifestaciones establecen una suerte de show que sostenga lo espectacular como manera comunicacional. En el fondo, seguimos en la misma lógica de siempre, desde la perspectiva político mediática y no desde la social. El pueblo se erige aparentemente soberano en sus demandas mientras las élites no escuchan y menos ven cuáles son estas.
Complejo escenario se abre ante los ojos de muchos y muchas, ya que establece una pugna de la que somos testigos no conscientes. La realidad mediatizada por los canales tradicionales de comunicación no da cuenta de la realidad social y genera una confusión de la que es difícil desligarse como entidad política. No hay lectura clara, lo que establece la sensación de caos que, finalmente, sostiene ese discurso de que la situación es compleja y debemos dejar todo como está.
Pero el cambio generacional y el nuevo paradigma igual se imponen. La idea de que nada nuevo es bueno se ve cuestionada y la posibilidad de real observación de otras formas se va consolidando. No es de extrañar que las mujeres, y sobre todo el relato feminista, como instancia que busca la equidad, se imponga no sólo en el género femenino sino que en muchos exponentes del género masculino. Así los nuevos liderazgos se consolidan desde una mirada distinta, que deja fuera la cultura individualista, guerrera y competitiva propia de la hegemonía masculina que ha imperado hasta hoy. La única manera de confrontar a estos nuevos aires es intentando infundir el miedo y la imposición sutil de que es mejor dejar todo tal cual está, total no ha sido tan malo “y en general no nos ha perjudicado tanto”. De hecho, hasta antes del estallido éramos "el oasis de Latinoamérica y la envidia de la región", ¿de qué nos quejamos?
La negación de la realidad, parte sustancial de cierto discurso político, se hace presente intentando mostrar lo distinto como peligroso. Pero lo contracultural toma fuerza y todo aquello que creíamos controlar se diluye ante nuestros ojos sin poder hacer nada. Aparecen algunas voces destempladas, pero no por eso menos veraces, que dejan entrever lo que la gente quiere, por lo menos en las urnas, y entonces la élite recurre a la vieja táctica de acudir a los fantasmas del pasado y la idea de un posible nuevo Plan Z cobra fuerza. Chilezuela vuelve a resonar en redes sociales y en algunos medios tradicionales. La izquierda más conservadora, mientras tanto, corre en círculos tratando de conjugar esta nueva sociedad que no logra descifrar del todo. Resucita la imagen de Allende sin cuestionarse que hasta hace poco tiempo su sólo nombre generaba escozor entre sus propios militantes porque dividía a la población, esa que ya se había dividido de forma brutal y cruel un 11 de septiembre de 1973.