Medicamentos, ciencia y justicia: discusión necesaria en la Constituyente

Medicamentos, ciencia y justicia: discusión necesaria en la Constituyente

Por: Felipe Venegas | 30.05.2021
Ad portas de la escritura de una nueva Constitución, ¿qué tan relevante es la discusión en torno al acceso justo a medicamentos y terapias farmacológicas (sobre todo a las futuras)? ¿Necesitamos, tal vez, promover el desarrollo de una industria nacional?

La corrupción –la ilegal y la legal (lobby)– en los últimos años ha estado a la orden de día, desde los partidos políticos (con los más de mil millones de pesos en fraude al fisco en el Caso MOP-Gate, o los más de 2 mil millones en evasión de impuestos del Caso Penta) hasta las FF.AA. y de Orden (MilicoGate y PacoGate como puntas de lanza, con más de 6 mil y 23 mil millones de pesos defraudados, respectivamente), pasando por iglesias, instituciones como el Sename, e incluso universidades, la cronicidad de tal patología social explotaría (junto a otras cosas) en octubre de 2019. No se quedaba atrás nuestro rutilante y robusto sector servicios (casi dos tercios de la economía chilena) compitiendo-colaborando con un no-minoritario sector secundario. Compitiendo-colaborando en términos de colusión: os casos Pollos y Confort aún están frescos.

Tan frescos como lo que maquinaría la triada droguerística chilensis: un alza pactada del precio de al menos 222 fármacos. Según la Fiscalía Nacional Económica, las tres cadenas incrementaron de forma concertada el precio de 62 fármacos en diciembre de 2007. Luego, al ver que la medida diera resultado, incorporaron otros 70 adicionales (enero de 2008). Después, 31 más, y así de forma sucesiva. En este contexto, y ad portas de la escritura de una nueva Constitución, ¿qué tan relevante es la discusión en torno al acceso justo a medicamentos y terapias farmacológicas (sobre todo a las futuras)? ¿Necesitamos, tal vez, promover el desarrollo de una industria nacional?

Con la intensión de reflexionar al respecto, el revisar –incluso superficialmente– la historiografía de uno de los medicamentos más relevantes del mundo se hace una tarea fascinantemente decepcionante cuando se toma en cuenta su acceso actual en EE.UU. Gabriel León (bioquímico y comunicador de la ciencia chileno) en su libro La ciencia pop describe la tormentosa interacción entre Frederick Banting y John Macleod. En 1923, ambos se hicieron acreedores del Premio Nobel de Medicina y Fisiología por el descubrimiento de la insulina. Entre 1920 y 1922, en la Universidad de Toronto, descubren la afamada molécula proteica, y “[l]a patente de la insulina y su método de extracción fue otorgado a Banting [junto a Charles Best y James Collip], quienes se la vendieron a la Universidad… a un dólar cada uno”.

Hoy, a 100 años de aquel descubrimiento, la producción mundial de insulina ya no involucra su extracción desde páncreas de vacas o cerdos. Se produce en microorganismos; bacterias o levaduras, que crecen alimentándose de azúcar, producen la forma humana de la hormona proteica. El medicamento luego se purifica y se comercializa en preparaciones inyectables.

Sin el desarrollo de ciencia dedicada a estudiar la estructura de proteínas, sin descubrimientos en la fisiología de la insulina, o sin un estudio sistemático del metabolismo de carbohidratos, es decir, sin investigación a nivel fundamental (que no necesariamente está enfocada a la aplicación industrial/comercial), no hubiera sido posible comprender la relevancia de la insulina para palear un problema de salud pública como lo es la diabetes. Sumado a ello, es gracias al desarrollo de la tecnología de ADN recombinante (en los años 80 en EE.UU.) que la producción actual de proteínas recombinantes, como la insulina, es posible. Al igual que la insulina (para la diabetes), ciertos anticuerpos monoclonales (para la leucemia y la artritis reumatoide), la eritropoyetina (para tratar anemias) y la somatotropina (utilizada en trastornos del crecimiento; antes solamente extraída de cadáveres humanos), son ejemplos de otras Proteínas Recombinantes de Uso Terapéutico.

Estos medicamentos ahora se producen a escala masiva y centralizada, principalmente en laboratorios farmacéuticos de grandes compañías multinacionales y, a pesar de que la tecnología utilizada para producirlos fuera perfeccionada durante los años 90, la naturaleza de su producción y su comercialización hacen del acceso a los biofármacos una carga financiera para naciones que no pueden fabricarlos (tanto por limitaciones productivas físicas como de propiedad intelectual). Por otro lado, EE.UU. incluso siendo uno de los mayores productores de insulina humana, y habiendo sido la cuna de la tecnología actualmente utilizada para producirla, es afectado por una crisis sanitaria en torno al acceso al biofármaco. Existen personas que, debido a un aumento sostenido en el precio en la insulina, no pueden pagar sus dosis. Esto, sumado al hecho de que hay pocas compañías que comercializan el medicamento, ha llevado a pacientes a lidiar con su agonía a través de la colaboración de desconocidos, o fundaciones, que compran insulina y se las regalan. Alternativamente, algunas personas viajan a comprar la droga a Canadá, donde cuesta menos. En algunos casos, la tortura termina con la muerte de pacientes que deciden racionar sus dosis y fallecen.

¿Es éste un problema de escasez del bien? Probablemente existen suficientes dosis de insulina para toda la ciudadanía que la requiere; la dificultad es estructural y tiene que ver con la forma en cómo se financia la salud, las políticas en torno al precio de los medicamentos y ¿tal vez? con la oligopolización de la producción.

El caso descrito es útil para preguntarnos sobre la postura ética, política y económica que adoptamos en torno a la salud. ¿Es un derecho o es una plataforma para la competencia y acumulación de ganancias en la producción y comercialización de bienes-y-servicios? ¿Pueden coexistir ambas visiones? En el terreno de los biofármacos (y los medicamentos en general), ¿el acceso a artefactos tecnológicos (medicamentos en este caso) –producto de años de investigación financiada mediante gasto público en ciencia fundamental/aplicada y subvenciones a compañías– debería estar comandando por la (buena) voluntad de quienes deciden comercializarlos a precios competitivos y/o son los Estados quienes deberían hacerse cargo de aquello? ¿Qué ocurrirá por ejemplo con futuros medicamentos contra el SARS-CoV-2?

De hecho, el contexto pandémico-vacunístico ha acelerado discusiones de este tipo. Ya sea el mundo privado o el público quien rige en la práctica (o quien debería regir normativamente) la vanguardia científico-tecnológica –sobre todo en el controversial terreno de la innovación– complejo es encontrar un país sin institucionalidad en Ciencia y Tecnología (C&T) que dependa de un gobierno central, federal y/o local (independiente de las carencias o virtudes de su funcionalidad en la práctica), o sin políticas científicas (o la intención de tener) a corto, mediano y largo plazo (independiente de la (in)efectividad de ellas). Es gracias a ellas que dos de las más famosas vacunas Covid no hubieran sido posibles sin la contribución indirecta de las ciudadanías de Inglaterra y de Alemania; quienes jugaron un rol clave en el desarrollo de las vacunas de AstraZeneca y de Pfizer fueron la Universidad Oxford y la compañía alemana BioNTech, respectivamente, y ambas recibieron millonarios financiamientos de parte de sus respectivos Estados.

Considerando este escenario global, en el caso hipotético de que Chile pretendiera tener un plan nacional de producción de medicamentos, diseñado para responder a la demanda nacional, es económicamente sensato considerar que, además de apuntar a reducir la carga fiscal asociada a la adquisición de material farmacológico producido fuera del país y de evitar el transferir gastos a pacientes que utilicen fármacos para patologías no-cubiertas por la salud pública, es lógico que éste también considere que cualquier innovación nacional financiada por la ciudadanía sea asequible a ésta. Por ejemplo, ¿qué sentido tendría que un revolucionario tratamiento contra la esclerosis múltiple que fuera desarrollado entre laboratorios de la Universidad de Concepción (financiado a través de proyectos ANID) y una compañía startup de Valdivia (financiada por la Corfo), termine siendo producido y comercializado por una multinacional a precios que solamente miembros del 1% del país puedan costear o bien que el Estado tenga que volver a gastar para adquirirlo (habiendo ya pagado por el desarrollo tecnocientífico inicial)?

De este modo, los artefactos tecnológicos –en particular los medicamentos– y sus modos de producirlos, usarlos y desecharlos, no existen en vacíos socio-históricos. Por el contrario, están influenciados por el qué es lo correcto de hacer, por cómo afecta la implementación de X aparato de forma masiva, o la privacidad y protección sobre los resultados de Y investigación (aspectos éticos). Influenciados por su financiamiento, la colaboración o competencia entre firmas, o el posicionamiento de productos en mercados (aspectos económicos). Influenciados por la percepción societal de justicia, el tipo de gobierno existente, o la constante pugna por el poder en la toma de decisiones y representatividad (aspectos políticos). A su vez, las sociedades, y sus historias, son influenciadas por cambios científico-tecnológicos producto de artefactos producidos dentro de ellas. ¿Quién podría argumentar en contra del carácter revolucionario que implicó la utilización de la imprenta de Gutenberg (porque la china ya existía) en la producción de libros a partir del siglo XV?

Más allá de cualquier tecnicismo jurídico, y de discusiones legalistas, el proceso constituyente que se encuentra en marcha (para algunas personas cooptado desde un principio por la forma tradicional de hacer política; para otras, con luces de esperanza considerando la participación de independientes y la capacidad que tuvieron ciertos movimientos sociales para llegar a La Constituyente), representa oportunidades para que sea la ciudadanía, desde sus territorios, quien discuta en torno al acceso justo a medicamentos, a la necesidad (o no) de una producción nacional, y a cómo se inserta la Ciencia, en sus aristas Academia e Industria, en ambas cosas.