Tribunal Constitucional: (dis)continuidad histórica
La historia del Tribunal Constitucional en Chile suele vincularse directamente a la reforma constitucional del año 1970, que creó un órgano así denominado, compuesto por cinco miembros. Prueba de ello es que el actual Tribunal Constitucional festejara a inicios del año pasado sus 50 años de existencia (1970-2020), uniendo su historia a la anterior, generando la idea de una línea de continuidad. En realidad, esta trazabilidad histórica, de alguna manera, omite primeramente que la dictadura militar interrumpió el funcionamiento y luego disolvió el Tribunal Constitucional en noviembre de 1973, por considerar innecesaria su existencia; lo que era coherente con la disolución del Congreso, el asalto al Poder Ejecutivo y la persecución a los partidos políticos y sus integrantes. Por otra parte, esta celebración no revela las profundas diferencias en la composición, las atribuciones y, sobre todo, la trayectoria del primer Tribunal Constitucional –el de la reforma de 1970– con el instaurado posteriormente en la Constitución Política de la dictadura y que, en su esencia, continúa hasta el día de hoy.
La labor para la cual había sido diseñado en el gobierno del presidente Frei Montalva, e instalado con posterioridad en el gobierno del presidente Allende, fue la de ser un agente que facilitara la resolución de disputas al interior de la institucionalidad política y que impulsara el desarrollo del sistema político y el régimen democrático. La Constitución de 1980, en cambio, le imprimió al Tribunal Constitucional un perfil radicalmente distinto, estableciendo figuras impensadas en las atribuciones del TC del 70, como el control obligatorio de ciertas normativas, incluso sin requerimiento previo, como el caso de las “leyes orgánicas constitucionales”, leyes novedosas también en el ámbito internacional al exigir quórum que alteran el sistema democrático. Posteriormente, y como parte de las transacciones del año 2005, se le agregaron mayores facultades, constituyéndose así en un ente que ha jugado frecuentemente un rol más político que jurídico. Sus diversas atribuciones, la distinta designación de sus integrantes, sus fallos (en muchas oportunidades con fuerte inspiración política), son diferencias que no permiten esa línea continua entre el Tribunal Constitucional de 1970 y el de 1980.
Declaraciones como las emitidas hace unas semanas por parte de un ministro del TC, al señalar respecto al análisis de admisibilidad del requerimiento por la Ley que establecía el retiro del 10%, señalando que “lo que revisará el TC no es de dónde viene la ley o competencias, sino cómo se ayuda a la ciudadanía”, no sólo son totalmente contrarias a lo que en la letra de la Constitución actual se dibuja respecto de las atribuciones de este organismo, sino que también desnuda de forma prístina la visión que existe en la opinión de uno de sus ministros (que incluso se desempeñó como presidente de este Tribunal), que lo entiende como un órgano más político que jurídico; visión que para muchos es justamente la que ha existido respecto del pronunciamiento de este Tribunal respecto de numerosas leyes aprobadas por amplias mayorías… todo lo cual ha contribuido a una erosión persistente de su legitimidad.
Cualquiera sea la decisión en la Convención Constituyente sobre si se establecerá un Tribunal Constitucional como un órgano constitucional –o bien que, sin establecer una institución propiamente tal, se estableciera un examen de constitucionalidad radicado en la Corte Suprema–, y cualesquiera sean las atribuciones así como las designaciones de sus integrantes, debe dibujarse en el nuevo texto constitucional un examen de constitucionalidad de tal modo que ayude en los procesos democráticos y que pueda gozar en el largo plazo de un prestigio y una legitimidad dado por sus resoluciones, considerando dos experiencias distintas en la historia constitucional chilena. Sean estas atribuciones radicadas en un tribunal especializado o no, es aquella motivación de un juez constitucional al servicio de la democracia la que debiera imponerse a este respecto.
Es cierto que tal tarea no es fácil, considerando que el examen de un texto legal a la luz de la Constitución Política –que obviamente sólo usa palabras– no es un asunto que lleve naturalmente (y de modo directo) a una y sólo una solución jurídica. Son múltiples las razones que llevan a esta conclusión de realismo, ligadas principalmente a que la tarea hermenéutica no tiene normalmente una sola respuesta correcta y que, por regla general, resulta difícil o quizás a veces imposible encontrar en el espacio jurídico dicha solución única e incuestionable. Es decir, no ignoramos que resulta indubitado que los Tribunales Constitucionales enfrentados a su tarea naturalmente escogen una de las diversas alternativas existentes y que rodean esa decisión de un matiz o envoltura jurídica. Por ello importa tanto que no pueden tener muchas atribuciones y que importa cómo y quienes lo integrarán.
Esperamos que, además de nuestra propia experiencia constitucional, también sea ilustrativa la de aquellos países que han radicado los exámenes de constitucionalidad en organismos especializados; y que, al mismo tiempo, se han preocupado de generar los remedios o mecanismos para evitar que aquellos puedan ser vistos en el largo plazo como anti democráticos por sus decisiones, y que finalmente puedan erodar la legitimidad de dicho Tribunal.