CRÍTICA| Borracho a la luz de la aurora: Sobre “La salvaje perspectiva” de Nicolás Letelier Saelzer
La salvaje perspectiva (2021, poemas), a la antigua usanza, se divide en cuatro cantos o partes cuya imagen de entrada −el detalle de La batalla de San Romano de Ucello− fácilmente vislumbra la agitación de lo que vendrá. Nicolás Letelier Saelzer (1980), su autor, además de librero, ha escrito Violencia barroca (2010) y Al sol invicto (2014), ambos editados por Lecturas ediciones, cuya factura bien definida (versos sanguinolentos y barrocos) se templan en este último volumen en una poética mucho más elegante, que se desdibuja poco a poco, como el arqueólogo que retira el polvillo de la cariátide, mostrándonos por fin el mismísimo rostro de la Diosa, la Diosa Blanca, el canto a la luna, el origen de la poesía. El sol y el azul se han retirado para flanquear a la luna y la noche. Son poemas de reposo activo.
Para explicarlo mejor, hay una dialéctica entre ternura y brutalidad, que si bien puede variar de acuerdo a las distintas tonalidades del libro, como menciona Kurt Folch en la contratapa, no implica que una voz sea tierna y otra brusca, sino que se entrelazan intermitentemente, penetrándose por osmosis, bailando al mismo ritmo.
La transmutación de los versos breves de la primera parte encadenados en hilos finos, poco a poco se engrosan, sustituyendo la prosodia de la enumeración. Ya al final leemos derechamente poemas en prosa, pero sobre todo prosaicos en el contenido: costumbres domésticas, casi como recuerdos de infancia, o estados de gracia, epifanías. La operación afín entre forma y contenido sostiene todo el volumen.
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Los poemas están impresos solamente en la página derecha. La página izquierda es un fantasma. Más que una estética del tajo, un mutilar como acto de conocimiento: la vivisección. Leemos al centro mientras nos pena una desolada hoja blanca que escenifica otra cicatriz. La reconcentración del significado ante la sangría, que cada vez se amplía más, esparce su sentido violento, en el gesto irreverente de este libro exquisito.
Pero lo que llama más la atención, y parece ser el núcleo o la batería del resto, es la sección dedicada a Heinrich Cornelius Agrippa, el renacentista, autor de varios tratados de ocultismo como también de una curiosa defensa a la mujer que establece su superioridad moral y teológica titulada De la nobleza y preexcelencia del sexo femenino del año 1509. Al parecer, escasamente leído por el feminismo actual, supongo que por el signo masculino del nombre del autor.
En la sección dedicada a Agrippa algo se organiza en torno al fuego, el sitio propicio para ejercer la reflexión filosófica. Es aquí donde los poemas logran profundidad y rozan esa intimidad que Descartes lograra al inventar el método cartesiano, bebiendo brandy ante una chimenea. La estética del filósofo puro, es decir, quien piensa más de lo que escribe. Se mastica lo que se dirá sin escribirlo, al contrario de quienes escriben y corrigen y trabajan con la materia artística ya fuera de sus cabezas, interpretada, manuscrita.
Me llama la atención que los filósofos puros sean reacios a la escritura. Alguna vez escuché a un amigo decir que Hegel no se entendía porque básicamente escribía mal. No sabía darse a entender. Sin embargo, incluida la mala señal, se sigue leyendo y hay exégetas que procuran mantenerlo en circulación. A lo que voy es que logra intuirse cuando el poeta escribe en la cabeza, y no ejerce la hipercorrección o la grafomanía; ambas enfermedades extendidas en la poesía de hoy en día. Todo se saborea en el cerebro, y cuando ya está, se escribe. Pienso que este procedimiento tiene mucho que ver con el sonido, la rítmica y precisión del verso. Con el procesar sonoramente el poema en el tiempo.
Como mencioné, de las tres voces reconocibles, la primera emula latigazos, versos de tres o cuatro sílabas que parecieran cercenar el ritmo, de a tajadas, certeras, cortes impecables en carne silabeada. Parecen balazos. Luego la lengua se va macerando, esparciendo, hasta llegar al poema en prosa, como un cordel tendido entre amor y brutalidad, que más que odio o rabia, nos conducen a una experiencia de violencia divina.
Solemos asociar lo salvaje con la barbarie, y por ello con la violencia
Me parece una lectura incompleta. Salvaje lo entiendo aquí como idiosincrasia premoderna, más bruta como asímismo apasionada, en el que se da lugar al amor, a la caricia y a lo doméstico en las mismas intensidades que la guerra, la muerte y la heroicidad.
Dice Pierre Michon, refiriéndose a Rimbaud, y que me parece preciso para el tono de estos poemas: “esa cadencia exacta que permite que la ira se convierta en caridad sin mella alguna, en ira y caridad confundidas en un mismo impulso.”
Han encontrado una forma de matarme. Cariño. Se leen ambas sentencias en un mismo poema. La tónica, más que las tonalidades, se sostiene a lo largo del libro, como también la significación de la violencia como hecho natural, pues ¿qué tan distantes están, digamos estéticamente, un parto en primer plano de la decapitación de un rehén? Baudrillard en Power Inferno (2003), describe su estupor ante la fascinación de sus amigos arquitectos que veían en vivo caer las Torres Gemelas, como una performance histórica irrepetible, hermosa. La violencia divina está más allá de los límites de la moral, los rompe, dice Walter Benjamin en su Para una crítica de la violencia (1921). Letelier nos invita a un encuentro con la barbarie desabotonándonos el delantal del “civilizado”.
La salvaje perspectiva
Nicolás Letelier Saelzer
Cástor y Pólux, 2021
82 páginas
Precio de referencia $10.000