Clases en el ojo del huracán
¿Conoce usted el concepto de la “cuarta pared”? Es una expresión utilizada en el cine, heredada desde el teatro. Allí, este término hace referencia a la “separación” invisible entre el público y los actores que se encuentran en el escenario. Es una convención que supone que estamos viendo la obra a través de una “pared” transparente (e inexistente) que impide la interacción entre espectadores y actores. Las clases digitales, debido a las cuarentenas que afectan a la mayoría de las comunas de nuestro país, tienen algo de esa pared transparente. Las clases “online” suponen una convención en la cual el profesor interactúa exclusivamente con sus estudiantes, a pesar de atravesar espacios en los cuales los “espectadores” son también padres, madres, familias enteras. Este tácito entendimiento profesor/estudiante está viviendo momentos complejos que bien vale la pena analizar.
Hace unos días esta cuarta pared fue derribada. Fuimos testigos de un nuevo registro viralizado por las redes sociales, en donde el protagonista vuelve a ser una docente de nuestro país. Se trata de una profesora del Colegio Altazor de Concón, quien fue denunciada por “adoctrinar” a sus alumnos, según demanda un grupo de sus apoderados. Esto, luego de que se refiriera en una de sus clases al accionar de Carabineros en el caso de Camilo Catrillanca. Si bien es difícil establecer si se trata de un caso de adoctrinamiento o no (dado lo escueto del registro), este hecho sirve para poner el foco en algo muchísimo más relevante, a mi parecer. Un nuevo elemento estresor que viene a sumarse a la difícil y ardua tarea de enseñar en tiempos de pandemia: me refiero a lo expuesto que están hoy los docentes, al momento de dar su clase.
“La profesora no dijo ninguna mentira. Sólo describió un hecho”, decía alguien en Twitter. “No tendría por qué hablar de estas cosas con los alumnos”, se leía en una de las respuestas. Y otra persona, en el blog de un diario digital, señalaba: “Algunos creen que esos niños no ven televisión, es parte de la historia reciente. Ellos saben lo que pasa”. Este es el nuevo desafío que enfrenta la docencia en estos tiempos. Atrás quedó la necesidad urgente de incorporar competencias tecnológicas a los repertorios pedagógicos. Hoy en día –además de todo lo que se tiene que hacer para lograr enseñar en pandemia– hay que considerar el hecho de que nuestras clases se transmiten en vivo y en directo, para un público que muchas veces no sabemos que está ahí. Las casas de nuestros estudiantes se han transformado en salas de cine o teatro, en donde cualquier persona puede escuchar una clase completa (o un pequeño fragmento de ésta) y, por supuesto, opinar libremente según le parezca. Hoy, más que nunca, nuestras clases están en el ojo del huracán. Escuchadas por quien quiera, comentadas por cualquiera. No importa si el receptor sabe, o no, del tema en cuestión. Da lo mismo si se escuchó toda la clase, o un par de frases de camino a la cocina. Es así, una realidad que –a todas luces– permanecerá mientras estemos en cuarentena.
Pero, ¿qué hacemos con este espectador no habitual en nuestras clases? (clases que ahora se hacen al interior de su casa, dicho sea de paso). No podemos decirle simplemente: “No escuche por favor” o “Usted no puede ser parte de este proceso”. En Finlandia, por ejemplo, los padres pueden ir libremente a observar las clases de sus hijos en la escuela. Sí. Leyó bien. Usted podría ir, sentarse y observar las lecciones que quisiera. ¿Fiscalización extrema? No. De hecho, las escuelas motivan este ejercicio. Entienden que la mejor forma de acompañar a sus hijos, sobre todo si tienen algún problema de aprendizaje, es estar donde éste sucede. No somos Finlandia. Está claro. Pero quizás el ejercicio de poner al centro el aprendizaje de nuestros niños, niñas y adolescentes, sea lo que se necesita con urgencia. Hay que terminar con la disociación de las capacidades formadoras de la familia y la escuela, algo que por años ha generado una división artificial en cuanto a qué le corresponde a cada uno de estos sistemas. Porque cuando aceptamos a ciegas esta “división de roles”, se niega a las familias la posibilidad de aportar y ser agentes en la educación académica e intelectual de sus hijos, y a las escuelas el enorme potencial formador y socializador que poseen.
No podemos considerar el acto de educar como un espacio independiente y aislado, puesto que, de hacerlo, sólo hará que emerjan culpas, temores y desvalorizaciones cruzadas. Por lo mismo, abracemos este nuevo tiempo como una oportunidad. Pero una que de verdad parta del deseo de aportar y criticar constructivamente la labor docente. Una que nos haga buscar espacios de diálogo verdadero cuando algo no nos parezca, en vez de estar esperando con el celular el momento de grabar algo que no nos guste. De lo contrario, seguiremos levantando cada vez más robustas paredes que –al final del día– en nada contribuirán al aprendizaje de nuestros hijos, ni de nuestros estudiantes.