Transición energética en Chiloé, ¿para qué y para quiénes?
Una transición energética para abandonar los combustibles fósiles, tan contaminantes y dañinos para los ecosistemas, es probablemente el desafío más grande de nuestra generación. Las decisiones que tomemos durante esta década respecto a nuestra forma de relacionarnos con la energía definirán el futuro de la biósfera planetaria. A nivel de políticas públicas, sin embargo, ha primado la instrumentalización de una mal llamada agenda “verde” que busca convertir el boom de las energías renovables no convencionales en un lucrativo negocio. El 2017, por ejemplo, se abrió un proceso para identificar “Polos de desarrollo energético”, lugares que presentarían condiciones naturales óptimas para producir energía eléctrica de fuentes renovables. Varias organizaciones presentaron observaciones para que Chiloé —que destaca en los mapas de potencialidad energética por sus fuertes vientos— no fuera incluido como un polo.
Esta idea de “polo” en sí misma es cuestionable y está en tensión con los principios de ordenamiento territorial, tan escasos y poco resguardados en Chile. Hasta hoy no se ha decretado oficialmente la existencia de ninguno de estos polos. Sin embargo, esto no ha detenido el avance acelerado de megaproyectos energéticos de energías renovables no convencionales, muchos de ellos evitando el ojo público bajo la bandera de la sustentabilidad. Tal fue el caso del proyecto “Parque Eólico Chiloé”, aprobado el año 2013, a pesar de una fuerte campaña denunciando sus nocivos impactos socioambientales. El proyecto que se instalará en la costa norte de Ancud se encuentra con su Resolución de Calificación Ambiental vigente, pero aún no comienza su construcción.
¿Cuál será el destino de esta energía? El proyecto “Parque Eólico Chiloé”, por ejemplo, sumaría 100,8 MW de capacidad instalada a una provincia que ya produce más de lo que exige al Sistema Eléctrico Nacional. Aquí es importante desmitificar que la energía generada tiene como prioridad llegar a las casas de las personas. En la actualidad, el fomento a las energías renovables no convencionales está guiado por la idea de convertir a Chile en un exportador global de energía “verde” bajo la forma del hidrógeno verde. El hidrógeno es un vector energético (es decir, una sustancia que almacena energía), un tipo de combustible que debe producirse usando energía. Se le llama hidrógeno “verde” cuando la energía para sintetizarlo viene de fuentes renovables. El proceso para producirlo también demanda abundante agua, lo que también levanta alarmas respecto al aumento del estrés hídrico en un país que tiene varias zonas en situación de emergencia por falta de agua, con muchas personas viendo su derecho humano al agua vulnerado.
El motivo por el que el hidrógeno verde no está masificado es el alto precio de las energías renovables, ya que el proceso de producción es muy intensivo en energía. Tanto, que el hidrógeno que se produce hoy comercialmente es hecho usando combustibles fósiles: el llamado hidrógeno “gris”. La apuesta para hacerlo competitivo, entonces, descansa en abaratar los costos de producción. Hasta aquí puede sonar razonable pero ¿cuál es el costo de este abaratamiento? Y más importante: ¿cuál sería el destino de uso de esa energía? Es aquí donde las perspectivas mercantiles salen a la superficie. Hace poco, quienes lideran la política de hidrógeno verde hacían explícito el convertir a Chile en “la Arabia Saudita de las energías renovables”. La existente versión preliminar de la Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde señala que Chile debe aprovechar su potencial energético renovable, que equivale a 70 veces la demanda actual de Chile, para convertirse en líder mundial de exportación de este vector energético.
¿Aguantan nuestros ecosistemas 70 veces la enorme presión que ya estamos poniendo sobre ellos? ¿Aguantan los suelos la pérdida de la valiosa cobertura vegetal que los vuelve fértiles? En el caso de Chiloé, ¿aguantan las turberas y humedales la intrusión destructiva de mega torres eólicas que tienen apenas un par de décadas de vida útil? Tales preguntas de ordenamiento territorial quedan fuera de estos sueños faraónicos, que perpetúan la lógica de las zonas de sacrificio en nombre del progreso. Más de un tercio de toda la energía consumida hoy en Chile se consume en el sector industrial, incluyendo el minero. Mucha de esa producción no llega ni beneficia al común de las chilenas y chilenos. ¿Por qué seguir exigiendo a los territorios sostener este modelo extractivo que vulnera la vida? Seguramente, existen otras maneras de llegar con energía a las personas hasta ahora excluidas de este vital servicio. Una que no significa destruir el preciado tejido de la vida y que sean verdaderamente verdes.