La utopía constitucional de la democracia
Decir que somos lo que somos es una verdad de Perogrullo, porque en efecto no somos nada salvo que –además o también– queramos ser algo. Pero el querer-ser es algo que se determina siempre hacia adelante, como proyecto o sueño de futuro. Importa de dónde se viene (la tierra, el pasado, la sangre), sin duda, pero importa más adónde se va o adónde o hacia dónde quiere irse. No en solitario, aunque también, sino en la forma de la comunidad a que da vida la constitución que la constituye. Ser comunidad es acoger desde la compañía un proyecto comunitario, una idea de desarrollo de la vida en común, y eso hoy –claro es– no podría hacerse contra el mandato del tiempo que llama al reconocimiento sustantivo de lo plural irreducible. La democracia, la idea de democracia, se constituye como la forma capaz de hacer del pluralismo constituyente un eficaz pluralismo constitutivo. Y en ese paso se hace más necesario que nunca el abandono de la teología política propia de los monoteísmos en favor no tanto de una nueva teología política, sino más bien de una política que, a falta de otra cosa, se despliega aún en el vacío que nos dejaron los dioses en su huida o abandono del mundo. Nada parece casar mejor con la articulación del pluralismo sustantivo que nos reclama nuestro tiempo que el politeísmo de los valores que ha de regir el nuevo orden constitucional. El momento constitucional decidirá sobre los valores, pero el momento constituyente no podrá ya prescindir de la intrínseca forma politeísta que habrá de tener la nueva democracia. La identidad chilena es una quimera que de momento sólo puede resolver de manera satisfactoria el politeísmo de la nueva Constitución. Porque ésta, en efecto, tendrá que ser politeísta. ¿Acaso es necesario aún mostrar que a través del tan reclamado laicismo de los principios constitucionales se ha colado siempre –también– la teología política propia de los monoteísmos? Por lo demás, al país de la loca geografía acaso sólo pueda corresponder una identidad un poco loca, en el buen sentido de dejarse atravesar toda ella de cabo a fin de la multiplicidad heterogénea y a veces contradictoria de todos los agentes presentes en el vario campo de la cultura chilena. Pues no se es por definición, ni por constricción, sino porque se quiere ser eso que la máxima pindárica dice que ya se es (devenir lo que se es y llegar a ser lo que somos).
Tal vez porque le colgaron el sambenito de poeta, a la voz de Antonio Machado han hecho poco caso los filósofos cuando hablaba de la “sustancial heterogeneidad del ser”. Y, sin embargo, vistos los tiempos que corren, y cómo han corrido los pasados, acaso sea llegada la hora de tomar en seria consideración la idea de que el camino por hacer no consiste en la reducción de lo vario a lo uno o en la creación de una identidad –deducida o inducida– a la que luego deba conformarse lo heterogéneo múltiple. Chile es sus fronteras y sus desniveles, la cordillera y el mar, lagos y volcanes, es Perú y Bolivia y Argentina y es también un fin del mundo mancillado en Tierra de Fuego, es presencia europea a veces orgullosa de serlo y otras con resentimiento precisamente por serlo y no poder olvidarlo, es mestizaje irredento y es presencia indígena que nos ha llegado como residuo humillado de colonialismos y lógicas desaforadas, es liberación y nuevos colonialismos, es violencia y genocidio, y también obligada convivencia entre las herencias de las víctimas y de los victimarios, y es, acaso sobre todo, la historia mal contada de un pasado irresuelto que hoy cobra actualidad y explota alrededor de las estatuas, por ejemplo. Es toda esa diferencia hecha de montañas de diferencias sustantivas la que debe sentarse a la mesa de los acuerdos desde la que ha de empezar el gran acuerdo de la escritura constitucional. De ese acuerdo deberá nacer el común empeño de lucha contra las otras desigualdades, las que, siendo también insoslayables, no puede pensarse que puedan mantenerse en el orden civil de la nueva democracia. Porque hay, en efecto, diferencias que reclaman la urgente corrección de lo que el tiempo de hoy muestra como injusticia: la creciente diferencia entre ricos y pobres, por ejemplo, que a la postre condena a la pobreza capas de población cada vez más extensas mientras la riqueza tiende a concentrarse. Convendrá tener claro, pues, las diferencias que somos para poder separarlas de las diferencias que nos vienen impuestas y son dolorosas ofensas al más puro espíritu democrático.
La escritura constitucional es siempre ardua tarea en un momento de esperanzas e ilusiones. No todas ellas se verán satisfechas y el texto de resultas a veces parecerá un compromiso a la rebaja. Conviene pensar siempre no en lo que acaso cierra sino en lo que de seguro abre y aceptar como valor el esfuerzo de querer-ser algo dando vida a un camino común que mira hacia adelante. Un camino apenas trazado, que desde luego no está hecho, sino que se hará caminando y sólo mientras se camina juntos en el intento de dar vida a la comunidad que se quiere ser o en la que se quiere estar (y mientras se quiera: o ser o estar).
¿De qué pertrecharse, pues, no sólo para el camino futuro, sino también de cara al inmediato momento constitucional? Tal vez empezando por sacar de las alforjas la teología política de siempre y cambiando su verticalidad por una horizontalidad que pueda servirse eficazmente del politeísmo como modelo capaz de estructurar y vertebrar la sustancial heterogeneidad constitutiva de lo que se quiere sea chileno. Tal vez, también, dejando que al politeísmo de las formas le acompañe lo que acaso de la filosofía del pasado reciente mejor pueda asegurar a renovar de manera cotidiana los votos del empeño constitucional. Algo así como el sostén de una nueva fe democrática. Uno entre otros, porque habrá otros, sin duda, tendrá que haberlos, y ninguno debe quedar desatendido, pero acaso las propuestas del derecho dúctil y del pensamiento débil no deberían caer en saco roto en lo que hace al actual caso constitucional chileno –sobre todo en lo novedoso de su inexperimentada convergencia política. Tal vez no sea casual que ambas propuestas sean italianas, o mejor: nazcan en el campo italiano de la cultura con una clara vocación post-hegemónica de irradiación mundial, pues hay que reconocer que Italia ha sido siempre un laboratorio político, y lo ha sido en la amplitud de todos sus sentidos, también, claro está, de los peores. Pero siempre, incluso en sus peores momentos, tuvo algo de elástico, o de otro modo: fue siempre la elasticidad una de las virtudes implícitas mejor cultivadas en su campo cultural. Lo elástico que se conjuga con la levedad y con la ligereza de las formas de vida más propias de la cultura mediterránea –o en general con aquella antigua sabiduría que se hizo perdurable no como filosofía sino como forma de vida.
Tampoco es casual que ambas propuestas filosóficas se gesten y nazcan en Turín, la ciudad que fue primera capital de la Italia unida y de la que partió la acción militar de la unificación política de la península, la misma en la que después, al arrimo de sus fábricas y de su industria, el movimiento obrero empezara a organizarse e hiciera nacer un Partido Comunista que habría de liderar la heterodoxia frente a la dogmática soviética. Frente a las corrientes fuertes de la filosofía que siguieron a la gran debacle de la Segunda Guerra Mundial, en los años 80 y 90 del siglo pasado Gianni Vattimo supo dar un giro espectacular a la filosofía hermenéutica politizando su radio de acción bajo el apelativo de pensamiento débil (pensiero debole), en años más o menos coincidentes con lo que Gustavo Zagrebelsky, a pocos pasos y en el mismo edificio universitario, desarrollaba como nueva propuesta en teoría del derecho: el derecho dúctil (diritto mite). Sin entrar en mayores detalles, ya los títulos que los acompañan son suficientemente significativos para entender que, por un lado, lo que se ofrece como propuesta filosófica tiene que ver con la renuncia al paradigma de la fuerza y con el despliegue de una idea de debilidad que no debe ser entendida como falta de fuerza sino como un distinto sentido o forma de relación con la otredad: a la base del conocimiento está el reconocimiento, y éste comporta respeto, no del otro o de lo otro en cuanto “otro yo”, sino en cuanto simple y radicalmente “otro”. Reconocerse en la virtud de lo débil, en lo que en modo alguno busca imponerse y dominar, o construir hegemonía, sino participar desde el común reconocimiento y respeto post-hegemónicos. Otro tanto cabe decir de la ductilidad del derecho que reclama Zagrebelsky: lo que se contrapone a lo rígido, incluso a la rigidez de la norma, y habrá de buscar el privilegio no en la abstracción de los principios sino en la concreción de sus empíricas aplicaciones –siendo ahí, en el nivel concreto de lo que es empírico donde debe manifestarse la ductilidad de las normas. Ambos –derecho dúctil y pensamiento débil– nos alejan del complejo de culpa tan propio de la teología política, incluso de la culpa o del pecado original transformado en forma de endeudamiento en la sociedad secularizada, y nos permiten un más fácil acercamiento, incluso radicación, en el politeísmo de los valores que, como queda dicho, habrá de cultivar la nueva democracia.
Tal vez pueda resultar paradójico que lo dúctil y lo débil se reclamen y reivindiquen en esta hora del peligro como pilares sobre los que edificar la nueva democracia, cuando en general tiende a pensarse que son la fuerza y la dureza, incluso la rigidez, los atributos más propios de los pilares y columnas sobre las que debe cargar siempre el peso del edificio. La larga convivencia con los terremotos hace que en Chile sea fácil entender que los cimientos son más resistentes si capaces de oscilar con el movimiento sísmico. Lo dúctil, pues, no está reñido con la resistencia, y en cuanto a lo débil hay ya un largo camino recorrido que muestra que no es la fuerza la mejor solución o compañía. Es más: muestra precisamente que en la elección de la debilidad hay una lección ejemplar de fortaleza.
Un camino abierto para sociedades abiertas: eso es una Constitución. Un camino que empieza y no acaba nunca, pues no tiene más meta que la sana utopía de no querer llegar de antemano a ningún sitio concreto, sino tan sólo la del querer perseverar en el noble camino sin meta del permanente y cotidiano mejoramiento de la vida en democracia. Lo que ahora empieza en Chile es sólo un camino: las buenas utopías nunca están a la vuelta de la esquina y hacia ellas hay que saber avanzar con la paciencia que exige el reformismo de lo posible. Lo en efecto posible no es casi nunca el sueño que quisiéramos, sino lo que las circunstancias y el momento permiten. El ejercicio de la política exige ese principio de realidad del que el pensamiento tampoco puede sustraerse sin traicionarse a sí mismo.